Cómo pintar sin ver
El escritor Andrés Barba describe cómo nace un cuadro de la mano de un pintor ciego El padre del literato, amigo del artista, le mueve la mano según las indicaciones del creador.
La escena podría pertenecer a un relato de Carver o una película de Wim Wenders, pero es una escena real; un hombre ciego pinta un cuadro. Otro, a su lado, le ayuda llevándole el brazo hasta donde el ciego le indica. Poco a poco se va formando un paisaje sobre el lienzo surgido desde el interior luminoso del ciego. Es un paisaje invernal, con una luz amarillenta y decidida, el cuadro brilla de pronto como una totalidad permanente. El ciego pinta con la decisión inquietante de quien ve el cuadro flotando delante de él, en algún lugar físico que está entre su cuerpo y el lienzo, el hombre que le ayuda sonríe. “¿En qué color quieres firmarlo?”, le pregunta. “En rojo”, responde el ciego. Y firma en una esquina, con decisión: ATA.
Pasé mi infancia rodeado de los cuadros de un pintor amigo de mi padre llamado Ataúlfo Casado. Uno de ellos era una flor hipnótica, enorme y psicodélica en la que con más frecuencia de la deseable acabábamos estampando un balón de fútbol. El cuadro caía y se oía la exclamación imperturbable de mi madre: “¡El ataúlfo!”. Como si fuese un grito de guerra visigodo. En casa había también un retrato de mi madre pintado por él, y un vaporoso desnudo femenino, generoso de nalgas, que tal vez me ha educado eróticamente más de lo que soy capaz de admitir.
El deseo de crear en la ceguera nació con la sencillez que surgió en la visión
Ataúlfo, que durante muchos años fue uno de los mejores amigos de mi padre, desapareció de la vida de nuestra familia sin que hubiera una verdadera razón, por descuido, como muchas veces se extinguen las amistades. Y en ese descuido que duró 20 años (como a veces duran también los descuidos) Ataúlfo Casado se quedó ciego. El relato, cuando lo cuenta el propio Ataúlfo, tiene un tinte casi chejoviano. Le habían diagnosticado “retinosis pigmentaria”. Los médicos habían sido expeditivos y frontales y le habían dicho que era una enfermedad degenerativa. Solo un par de meses después, de camino hacia algún lugar y en compañía de su madre, al pasar por la Puerta de Toledo en Madrid le preguntaron la hora —las doce menos diez—. “Al levantar la mirada sentí como si me cayera sobre la retina una cortina grisácea. No podía ver nada. Ya está, me dije, me he quedado ciego”.
El padre del escritor ayuda al artista a mezclar colores y moviendo su mano
Me gustaría acercarme a la rotundidad con la que esas palabras (“Ya está, me dije, me he quedado ciego”) me helaron la sangre cuando las oí por primera vez en boca de mi padre, al relatarme el reencuentro que había tenido con su amigo 20 años después. Un pintor ciego, como un músico sordo, es curiosamente algo que en cierto modo casi podría rozar el cliché. ¿Qué se puede esperar de un Beethoven sordo aparte de que siga componiendo? Resulta interesante esa manera tan sibilina que tenemos de imponerle al discapacitado la obligación moral de sobreponerse voluntariosamente (con una energía sobrehumana) a lo que nosotros mismos no osaríamos afrontar ni con la mitad de coraje. Puede que sea uno de los triunfos de la buena voluntad de filántropo hipócrita: obligarle al débil a ser heroico para no tener que encargarse de él.
Ataúlfo Casado retomó los pinceles años después de perder la vista
En la vida real, como suele suceder, las cosas fueron de otro modo. Ataúlfo dejó de pintar durante muchos años. Tal vez sea un tiempo en el que, como decía Oscar Wilde refiriéndose al dolor, “uno solo debería entrar con veneración y respeto” y supongo que comentarlos aquí a vuelapluma sería demasiado frívolo por mi parte. Tal vez ni el propio Ataúlfo sepa explicar demasiado bien el proceso interior que fue necesario para regresar a la pintura. Es extraña y siempre misteriosa la manera en la que una persona vuelve a la vida desde un lugar en el que, sin que haya muerte, la vida no es posible. Pero el cuerpo absorbe todo tipo de alimentos; unos puros y otros que no los son tanto; y todos los convierte en energía. Un 12 de octubre, 16 años después de haberse quedado ciego, y en soledad, se preguntó: ¿Y yo qué podría pintar? “Fue”, explica, “como si se abrieran las puertas del cuento de Aladino; de pronto me vi rodeado, otra vez, de imágenes. Llamé a mi madre y le dije: ‘necesito que me compres material”. El deseo de pintar desde la ceguera nació en Ataúlfo con la misma sencillez y necesidad con las que había nacido en la visión; no de la voluntad desquiciada de sobreponerse a toda costa a una desdicha, sino del amor a esas imágenes que le rodeaban y que hacía años le habían llevado a elegir la pintura entre todos los oficios.
No me creía que los cuadros los pintase un invidente, hasta que vi un vídeo
Ataúlfo llevaba tres años pintando ciego cuando se reencontró con mi padre y la segunda pregunta que le hizo fue: “Andrés, ¿me ayudarías a pintar?”. Yo no me creía que Ataúlfo hubiese pintado ciego aquellos cuadros hasta que no vi en mi casa un vídeo que les había grabado mi madre pintando a los dos juntos: primero un horizonte, una línea, luego los árboles, tres líneas, luego el bosque, el claro del bosque, el cielo. Ataúlfo sentado frente al bastidor, la mano de mi padre en su brazo, la luz. Como se aprende a aguantar la respiración bajo el agua, como se aprende a hablar, así también se aprenden los oficios. Mi padre le lleva el brazo hasta donde le dice Ataúlfo y le prepara unos colores cuya composición es dictada al milímetro, con la seguridad de quien recuerda un oficio que ama, el suyo. En el vídeo bromean, se quejan, discuten, se ríen. “No me empujes la mano”. “¿Hay calvas? Dime si hay calvas, odio que queden calvas…”. “Recto, coño, Andrés…”. Todo envuelto en un buen humor tan aplastante que a uno no le queda más remedio que aceptar que el resultado tiene todo el ímpetu que una obra de arte puede alcanzar en el esplendor de las facultades humanas porque ha nacido, precisamente, del amor. Si la vida había podido ser en algún momento un problema para Ataúlfo, viendo aquellas imágenes uno entendía que Ataúlfo había decidido por su parte no convertirse en un problema para la vida.
Raymond Carver dijo en un cuento que los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. Lo dijo, me temo, porque no tuvo la oportunidad de oír cómo se ríe Ataúlfo Casado, y más aún cuando está pintando con su amigo Andrés.
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