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CIENCIA
Tribuna
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Maravillas antárticas caídas del cielo

La complejidad orgánica de ciertos meteoritos encontrados en la Antártida apoya su papel en el enriquecimiento químico de la Tierra primitiva

Corte seccional de la condrita carbonácea rica en amoníaco GRA 95229, de la NASA, vista al microscopio petrográfico.
Corte seccional de la condrita carbonácea rica en amoníaco GRA 95229, de la NASA, vista al microscopio petrográfico. Josep M. Trigo/ CSIC-IEEC

Las regiones polares, particularmente la todavía preservada Antártida, son muy favorables para la recuperación de los meteoritos más primitivos. Tras sus caídas estas rocas extraterrestres son encapsuladas en el hielo y preservadas de la acción de los elementos por las bajas temperaturas. Precisamente en la Antártida se recuperan meteoritos de pocos gramos y en un estado de conservación que resulta raro hallar en otras regiones. Además, existen procesos por los cuales los meteoritos se acumulan y pueden ser recuperados incluso después de haber formado parte de ingentes masas de hielo glacial. Tales descubrimientos surgieron a partir de la designación del Año Internacional de la Geofísica en 1957 en que diversas expediciones conllevarían la consagración de este continente helado como valiosa fuente de meteoritos.

Entre 1961 y 1964 se recuperaron varios meteoritos metálicos, algunos asociados a morrenas glaciares. Sin embargo, no sería hasta finales de 1969 que un grupo de científicos de la décima expedición científica japonesa a la Antártida (JARE-10) descubrirían nueve meteoritos de cinco tipos diferentes en una pequeña zona de las Montañas Yamato. Concluyeron que tal acumulación de meteoritos estaba asociada al movimiento y a la abrasión del hielo en esa región y, por tanto, concentraba los especímenes facilitando el proceso de búsqueda. En 1973, el americano William Cassidy reconoció el interés de tal descubrimiento y promovió el programa norteamericano Antarctic Search for Meteorites (ANSMET) en 1975. Desde entonces se han realizado expediciones anualmente y fruto de ellas los grupos japoneses y norteamericanos han descubierto cerca de 30.000 meteoritos en esa región, representando cerca del 85% de todos los que se encuentran en las colecciones terrestres.

Entre las rocas que nos llegan continuamente de los remotos confines del Sistema Solar encontramos algunas que retan nuestros conocimientos más punteros. En 1806 cayó el Languedoc-Roussillon (Francia) el meteorito Alais que, al analizarlo en 1834 el químico sueco Jöns Jacob Berzelius concluyó, que contenía materia orgánica. Se habían descubierto los meteoritos más primitivos: las llamadas condritas carbonáceas. Su nombre procede de su fina matriz oscura que puede poseer hasta un 4% en masa de carbono. Sabemos que ciertos grupos proceden de pequeños asteroides y quizás de cometas que en algún momento estuvieron empapados en agua hasta el punto que se produjo la alteración acuosa de sus minerales constituyentes. Como consecuencia, algunos de estos meteoritos presentan una química orgánica extraordinariamente compleja. Por ejemplo, dentro del grupo CR de esas condritas las condiciones favorables de la Antártida han permitido encontrar GRA 95229, un meteorito extraordinariamente rico en amoníaco. Además, tal meteorito parece poseer una complejidad orgánica no vista antes en ninguna otra condrita carbonácea, ni siquiera en el famoso Murchison analizado en primicia por el Prof. Joan Oró y en el que se encontraría la presencia de aminoácidos, bases nitrogenadas, aminas, purinas, etc. Parece que las condritas carbonáceas siguen empeñadas en sorprendernos y demostrarnos que, ahí fuera, existieron asteroides en los que el agua fluyó y pudo catalizar en presencia de granos metálicos una auténtica química prebiótica mucho antes de formarse la misma Tierra. El estudio de tales materiales en nuestros laboratorios posiblemente permitan responder a algunas cuestiones sobre el origen de la vida en la Tierra. Recuperar tales materiales sin sesgos es precisamente el objetivo de la misión Marco Polo-R de retorno de muestras de un asteroide primitivo, tal y como se discutirá en el próximo Simposio sobre implicaciones astrobiológicas y cosmoquímicas que organizamos el próximo mes de enero en Barcelona.

Más información
La misión Marco Polo
¿Un origen común para las atmósferas de Titán y la Tierra?

Josep M. Trigo Rodríguez es científico titular del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC) de Barcelona. Sus libros más recientes son: Las raíces cósmicas de la vida (Ediciones UAB) y Meteoritos (Catarata-CSIC).

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