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La tristeza de ser Cristiano

Un joven que alcanza el estrellato súbitamente a los 20 se arriesga a alejarse de la realidad Lo que más necesita la figura es un entorno que inhiba la egolatría

Cristiano Ronaldo celebra un gol cuando todavía no era infeliz.
Cristiano Ronaldo celebra un gol cuando todavía no era infeliz. ÁLVARO GARCÍA

Lo sorprendente —lo realmente asombroso— es que no haya más deportistas de élite que se comporten como unos niños malcriados. Pregúntese, estimado lector, qué hubiera sido de usted a los 19 o 20 años si, prácticamente de la noche a la mañana, hubiera pasado de ser un chico anónimo cualquiera a convertirse en un multimillonario famoso perseguido por los aficionados, los medios y las mujeres. Lo normal — y el que aquí escribe no se excluye de la hipótesis— sería que se le subiera a la cabeza, que se transformara en un personaje egocéntrico, creído, ensimismado y, para la masa de la población, más ridículo que admirable.

A no ser que el joven tenga la suerte de contar con gente a su alrededor capaz de visualizar el peligro que corre y entender que, al menos durante un tiempo, es imprescindible someterle a una dieta rigurosa de humildad, hacer todo lo posible —sin necesariamente eliminar la opción extrema de recurrir a una bofetada— para que mantenga los pies en la tierra.

Lo asombroso, repetimos, es que la mayoría de estos fenómenos del deporte mundial parece llevar la celebridad y los millones con bastante entereza. Especialmente en España. Sería más difícil escribir estas palabras en un periódico de, por ejemplo, Inglaterra, ya que allá los futbolistas nativos más conocidos no gozan de una sana reputación. Decir que Wayne Rooney, John Terry, Ashley Cole o Rio Ferdinand son unos bordes es un tópico de cuya veracidad nadie duda. En cambio, uno ve a los jugadores de la selección española campeona del mundo y todos dan la impresión —salvo para aquellos que hacen sus juicios morales en función de los clubes que siguen— de ser buenas personas, empezando por los dos flamantes ganadores del premio Príncipe de Asturias, Iker Casillas y Xavi Hernández. Lo cual sirve para demostrar una vez más que la solidaridad familiar es uno de los terrenos de la vida, junto al fútbol y el turismo, en el que España puede competir con cualquiera.

Lo triste, por usar el adjetivo de moda esta semana, es cuando el entorno del deportista no inhibe la egolatría, sino que la alimenta. Y como consecuencia, el personaje se conoce poco a sí mismo, no es capaz de entender el mundo que le rodea, ni de interpretar las reacciones que provoca en la gente.

El personaje se conoce poco a sí mismo ni el mundo que le rodea

Ver a Cristiano Ronaldo ahora y el lío en que se ha metido me hace pensar en una conversación que tuve en un bar de Buenos Aires hace unos años con Roberto Perfumo, ex capitán de la selección argentina de fútbol, sobre Diego Maradona. Maradona estaba fatal en aquella época. Obeso, al borde de la muerte, preso de sus adicciones. Julio César tenía un esclavo siempre a mano, me comentó Perfumo, que le decía: “¡Recuerda que no eres dios! ¡Recuerda que no eres dios!”. El problema de Maradona, Perfumo explicó, fue que desde una temprana edad y por el resto de su vida estuvo rodeado de gente que le dijo todo lo contrario. “¡Recuerda que eres dios! ¡Recuerda que eres dios!”.

Maradona sufrió el agravante de que buena parte de la población argentina se sumó al coro celestial. Ese destino, al menos, no le ha tocado a Ronaldo. Lo grave es que el endiosamiento incondicional que recibió Maradona parece ser precisamente lo que el portugués anhela. Según lo que ha salido en los medios esta semana desde que se negó a celebrar los dos goles que marcó contra el Granada el domingo y después explicó a los medios que no lo hizo porque se sentía “triste”, Ronaldo no se siente lo suficientemente querido por su club, el Real Madrid. Necesita que le adoren más. Necesita que le adoren como le adoran los que le rodean. Y lo que ha ocurrido, claro, es que es menos adorado hoy que nunca.

Ha sido mal asesorado; o los que tenían que haberle asesorado no lo hicieron. Primero, uno no va a hablar con Florentino Pérez, como trascendió que hizo el día antes del partido contra el Granada, a quejarse de la tristeza que sufre cuando Pérez acaba de perder a su mujer. Segundo, no se proclama al mundo lo insatisfecho que uno está con la vida cuando uno gana un sueldo de diez millones de euros netos al año y la mayoría de los aficionados, y no aficionados, o viven las duras consecuencias o sufren las incertidumbres de una dura crisis económica. Ronaldo ha intentado rectificar, declarando dos días después de su exabrupto que el dinero no es el tema. Pero el daño ya estaba hecho. Como se ha demostrado de manera abrumadora a través una encuesta esta semana en el diario As, el madridismo no ve con buenos ojos las quejas de su mejor jugador. Cuesta creer que el impacto sea muy positivo sobre la ya complicada relación con algunos de sus compañeros de vestuario.

Es instructivo hacer una comparación con Rafael Nadal, que —como aficionado del Real Madrid— admira la calidad futbolística de Ronaldo. Nadal es el ejemplo por excelencia del deportista de élite cuya personalidad no ha sido contaminada por el éxito. Sabe distinguir entre “Rafa” el mundialmente famoso gladiador de las pistas y “Rafael”, como le llaman los que le conocen de toda la vida, el individuo que seguiría siendo el mismo, con sus debilidades y sus virtudes, si se hubiera quedado en su pueblo natal de Manacor gestionando el negocio de muebles familiar. Como él mismo ha explicado, tiene muy clara la distinción entre lo que ha hecho y lo que es. Ronaldo declaró el año pasado, sin la más mínima ironía, que la gente le envidiaba porque era “rico, guapo y un gran jugador”. El día que Nadal diga una cosa así —que no lo diría nunca—, le echan de casa.

La pena del rico choca con la dura crisis de aficionados y no aficionados

La sensatez de Nadal parte del entorno que le rodea. Cuando ganaba campeonatos en la infancia su familia le recordaba que la mayoría de chicos que había conquistado esos mismos trofeos anteriormente había pasado al anonimato en la adultez; cuando, con 14 años, niñas de su edad hacían cola para pedirle un autógrafo, sus padres y su hermana se mofaban de él; cuando ganó el torneo de Roland Garros y le dijo a su padre que le apetecía comprarse un coche deportivo de lujo su padre le respondió: “No te pases”. Con su equipo profesional —su agente, su jefe de prensa, su preparador físico, su fisioterapeuta— la relación es la misma. Son amigos que se dicen de todo, que se ríen los unos de los otros. Alabanzas, las mínimas.

En cuanto al gran rival de Nadal, Roger Federer, tanto el propio Rafa como su tío Toni, su entrenador, lo tienen muy claro, y no se les atraganta confesarlo. Federer posee un talento natural sin parangón. El suizo es el mejor de todos los tiempos, y punto.

Tanto el entrenador como el agente de Ronaldo, en cambio, no pierden la oportunidad de decirle lo que él quiere oír: que él es el más grande, que él es mejor. Y, concretamente, que es mejor que su némesis (¿Némessi?), Lionel Messi. Es difícil evitar la conclusión de que el actual embrollo en el que se ha metido Ronaldo lleva años incubándose y que parte de la rabia y el dolor que le ha causado ver al argentino llevándose los tres últimos balones de oro, el máximo premio individual que hay en el fútbol.

Ronaldo juega al fútbol como si fuera tenista; como si compitiera en un deporte individual. Es, como Nadal, una fuerza de la naturaleza. Salvo Messi, no hay nadie que meta tantos goles. A diferencia de Messi, no tiene el don asociativo que es un elemento intrínseco del deporte conocido desde sus comienzos como “Association Football”. Ronaldo ve la portería rival; Messi ve la portería rival y a sus compañeros desplegados por todo el ancho del campo. Los seres queridos de Ronaldo parecen compartir esa misma estrechez de visión.

Al revés que Julio César, a Maradona le decían a diario que era dios

Como ejemplo, un dato revelador de un par de amigos que vieron un partido de la Liga de Campeones del Real Madrid hace un par de años en un palco del estadio Bernabéu que compartieron con la familia de Ronaldo. Les llamó poderosamante la atención la falta de interés de la familia Ronaldo por las jugadas del equipo, por los goles que marcaron otros de sus compañeros, o incluso por el resultado. El foco único y exclusivo de su atención era Ronaldo. Al propio Ronaldo —no siempre, ni mucho menos, pero a veces— se le ha visto caer en este mismo ensimismamiento en el campo, incapaz de celebrar goles de su equipo que él no ha marcado.

No es de sorprender, entonces, que Ronaldo se haya mostrado tan indisimuladamente desesperado este año por triunfar tanto a nivel individual como a nivel de equipo, de ganar el balón de oro; ni que cuando no ganó la semana pasada el menos prestigioso premio al mejor jugador de Europa, y lo ganó Iniesta, fuese incapaz de ocultar su enfado y decepción. Su cara en el escenario, vista por millones en todo el mundo, fue la de un hombre que se siente víctima de una colosal injusticia.

Una injusticia, además, en la que parece percibir que su club ha sido cómplice. Sergio Ramos, jugador del Real Madrid, celebró de manera efusiva en Twitter el premio de Iniesta, jugador del Barcelona pero compañero suyo en la selección española. La prensa madridista también lo celebró y, peor todavía, se ha mostrado partidaria, como algunos jugadores del Madrid, de que este año el que debería llevarse el balón de oro es Casillas, capitán de la todapoderosa España. El entrenador del Real Madrid sí insiste en que Ronaldo debería ganarlo pero, para disgusto de Ronaldo, no todo el club ha remado en la misma dirección. Lo peor, la traición más grande, llegó del lugar menos esperado. Marcelo, el lateral brasileño del Real Madrid y uno de los amigos más íntimos de Ronaldo en el vestuario desde que el portugués llegó a España hace tres años, declaró en junio, justo antes de un partido de su selección contra Argentina, que Messi era el mejor del mundo. Como ha trascendido esta semana, Ronaldo ya no considera un amigo a Marcelo.

El meollo del disgusto que vive Ronaldo es Messi, cosa que todos los aficionados de los equipos rivales del Real Madrid y Portugal saben y lo demuestran burlándose de Ronaldo, apuntando a la llaga, con esa crueldad propia del hincha, cuando corean el nombre del argentino cada vez que Ronaldo recibe el balón. Messi le corroe las entrañas a Ronaldo. Federer, a Nadal, no. Aquí es donde se ve la diferencia entre el mallorquín y el portugués. Nadal, al entender que Federer es mejor tenista que él, está en paz. Cuando le gana, fantástico. Tuvo un buen día, sacó lo mejor de sí, y se lo mereció. Pero el que pasará a la historia como el gran talento nato del tenis es Federer.

Nadal es el ejemplo de deportista de élite al que el éxito no ha contaminado

Ronaldo quizá tenga conciencia en algún remoto rincón de su cerebro, como lo tiene todo el mundo futbolero salvo los madridistas más cegados, de que Messi es mejor, más completo, más dotado por la naturaleza para el fútbol de asociación. Messi es un goleador, pero también puede ejercer de Xavi, de director de orquesta, papel que seguramente ejercerá en el otoño de su carrera. Ronaldo nunca podrá cumplir ese papel y por eso nunca será tan grande. Aunque en el fondo lo intuya, es una verdad que es incapaz de encarar. La niega, y de la negación, como cualquier psicólogo sabe, parten los complejos. Messi no es la raíz de la cuestión; Messi es el gran síntoma de su infelicidad.

Quizá aún haya alguna figura de su entorno que se anime a decirle las duras verdades que necesita, por su bienestar, oír. Quizá busque tratamiento para ese manifiesto narcisismo que tanto sufrimiento le causa. O quizá, por piedad y por compasión, los votantes del balón de oro opten por aligerar sus penas, aunque sea solo por un tiempo, dándole el premio en diciembre que tanto codicia y que todos los euros del mundo no pueden comprar.

Mientras tanto, la moraleja de la historia es sencilla, y muy poco original. El dinero no es garantía de felicidad; ser guapo, famoso y gran jugador no sirve de escudo contra la tristeza.

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