¿Activismo o sabotaje?
Las acciones en el metro de Madrid avivan el debate sobre lo aceptable El Código Penal se endurece contra la resistencia pasiva
No les gustaba la subida de tarifa en el metro de Madrid, así que los activistas tiraron del freno e impidieron durante 10 minutos que los trenes salieran. No les gustó que bloquearan el metro, así que los políticos convirtieron a los activistas poco menos que en terroristas y la policía respondió como ante una amenaza pública de primer orden.
Los sucesos de estos días en Madrid —para unos “protesta” y para otros “sabotaje”— plantean lo difusa que es a veces la frontera a partir de la cual el activismo deja de ser permisible. Esta ha sido la segunda ocasión en pocas semanas en la que un grupo (originalmente llamado Paremos el Tarifazo y posteriormente Stop al Tarifazo) impide arrancar a trenes del suburbano. La primera, el Partido Popular comparó el acto con la kale borroka, insistiendo en un presumible peligro para la vida de los viajeros por mucho que los trenes estuviesen en el andén con las puertas abiertas. En la segunda ocasión, el partido que gobierna Madrid moderó el discurso y se limitó a hablar de “un acto muy insolidario” y un “ataque directo a miles de trabajadores”. Los autores niegan la acusación de haber cometido delito alguno y aseguran que ha sido “solo un incumplimiento leve del reglamento”. Argumentan que se trató de un acto “simbólico y pacífico”.
Para sus detractores, la protesta era más que simbólica. Metro de Madrid afirma que esta última acción causó retrasos de 10 a 12 minutos a unas 90.000 personas. El consejero de Transportes, Paco Clavero, habló de graves riesgos para la seguridad, animó a la Policía a detener a los responsables y dijo que el perjuicio causado “en este entorno de paro y desempleo no es aceptable”.
La polémica por el freno a los vagones del metro se produjo en los mismos días en que distintos grupos irrumpieron en oficinas de Bankia en varias ciudades para realizar caceroladas, escenificaciones teatrales o bailes flamencos. Las nuevas formas de protesta están ganando peso.
Zubero: "El que ejecuta la acción tiene que medir fines y medios"
¿Cuál es ese punto en el que lo simbólico pasa a ser condenable? El doctor en Sociología de la Universidad del País Vasco Imanol Zubero es el primero en convenir que la frontera es muy porosa. “Se necesita mucha sensibilidad para determinar el límite que debe fijarse el activismo” explica. “El que ejecuta la acción tiene que medir fines y medios: que el objetivo merezca la transgresión, y que esta no sea tan chocante como para alejar al que la acomete de la sociedad a la que está tratando de trasladar su discurso”. Si el propósito es luchar contra una violación flagrante de los derechos humanos parece lógico que el umbral para que una acción resulte inaceptable es más alto que si la reivindicación es una subida tarifaria.
Zubero advierte de que existe una variante de reciprocidad en la ecuación: “Para ser justos con el que protesta, hay que tener en cuenta cómo son los límites que les plantea la otra parte. Ahora se está estrechando mucho la capacidad de la ciudadanía para expresarse”. El profesor evoca sus días de implicación antimilitarista: “Hacíamos cosas que hoy no se entenderían”. Como ejemplo, cita la práctica de regarse de pintura para que los agentes que detenían a los manifestantes quedasen embadurnados. “Por hacer eso, ahora nos acusarían de atentado contra la autoridad”.
Muchos sitúan el límite tolerable en el hecho de no dañar a personas
Determinar el volumen hasta el que se puede levantar la voz implica bregar con muchas ambigüedades. Zubero cita el ejemplo de Anonymous, ciberactivistas que, con su apuesta por robar datos personales y violentar páginas web, viven continuamente “al borde de la navaja” de la legitimidad.
Juan José López Uralde, secretario general de Equo, sí que considera que el límite de lo permisible está claro. Para él se trata de “no hacer daño a personas”. Uralde, detenido en 2009 en la Cumbre del Clima de Copenhague cuando estaba al frente de Greenpeace, tiene un amplio historial de militancia. Ha boicoteado cacerías, frenado vertidos tóxicos al mar, se ha encadenado a todo lo encadenable, y en Dinamarca se coló en una recepción oficial para denunciar el fracaso del encuentro de jefes de Estado contra la degradación ambiental. “Mi activismo es pacifista y los pacifistas tenemos una frontera”, cuenta, insistiendo en que las únicas vidas que se han puesto en peligro en iniciativas en las que él ha participado eran las de los mismos activistas. Sí reconoce que su escuela tiene un debate abierto sobre los daños económicos permisibles como resultado de una protesta. “Yo creo que, dependiendo de cómo sea la situación y por qué se proteste, pueden aceptarse”, dice. “En protestas por abusos económicos como los que sufre España, ese límite es franqueable”.
Dentro del 15-M, movimiento que ha aglutinado muchas de las protestas del último año, el debate del activismo y sus límites ha alcanzado altos vuelos. Miembros de la Comisión de Análisis del 15-M de Madrid explican que uno de los temas a los que más vueltas le están dando es a la desobediencia civil y las circunstancias en las que la misma es viable. El movimiento defiende esta opción, con una creciente querencia por las ocupaciones del espacio público y las intervenciones contra desahucios y actos que considera ilegítimos. Su postura es que las vías que ofrecen las instituciones para vehicular ciertas protestas no son siempre óptimas.
Un miembro de la Comisión relata que el avance del activismo en el movimiento ha vivido fases. En un principio las asambleas se concentraron en empatizar con una masa crítica extensa, limando asperezas. A medida que se fue planteando un conflicto con las autoridades creció la sensación de represión, y a partir de ese momento (y con un mayor capital de experiencia) acciones que antes hubieran sido impensables, como frenar los desalojos, resultaron abordables desde el punto de vista de la legitimidad.
Dentro del 15-M existe un gran debate sobre dónde poner la barrera
Marcarse barreras es difícil. La esencia del 15-M es pacifista, pero en su seno siempre han convivido grupúsculos partidarios de acciones violentas. Un episodio en que la balanza se inclinó hacia su lado fue en el sitio al Parlamento catalán en junio de 2011. Dentro de una dinámica de confrontación creciente con la policía (principalmente el desalojo violento de la Plaza de Catalunya) aquel día cientos de manifestantes intentaron impedir la entrada de los diputados a la votación de los presupuestos. La llegada en helicóptero de diputados que no podían atravesar la multitud hirió la sensibilidad de muchos defensores del 15-M, que no se reconocían en los empujones e insultos a políticos. Al mismo tiempo selló la tentación de la vía violenta.
Lo que no significa que este impulso haya desaparecido para determinados grupos. Lo ejemplifican los llamados Black bloc (bloques negros) que se conforman a veces en manifestaciones, principalmente de Barcelona, informa Rebeca Carranco. Estos son pequeños grupos de individuos ataviados con ropa negra y máscaras y dispuestos a embestir contra “objetivos” que consideran representaciones del sistema capitalista. La táctica nació en los ochenta en protestas antinucleares alemanas y alcanzó cierta visibilidad tras la Cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle en 1999, cuando los bloques atacaron comercios de GAP o Starbucks. Este tipo de expresiones no son comunes en España, pero sí se han producido eventualmente, poniendo de relieve lo difícil que es lograr la homogeneidad en el tema de la no violencia dentro de colectivos heterogéneos.
En el otro extremo del arco ideológico, los grupos contrarios al aborto y quienes sostienen que una familia solo puede ser constituida por una pareja heterosexual son los que muestran un mayor grado de activismo.
El acoso a parlamentarios catalanes hirió la sensibilidad
Uralde propone aplicarles el mismo principio que debe regir la relación del Estado con todo tipo de activismo: “Las autoridades tienen que ser moderadas tanto en sus expresiones como en las penas. La proporcionalidad es clave: si la acción es pacífica, el castigo debe ser moderado”. Ante las dudas, Blanca Escobar, de la agrupación Derecho a vivir, defiende que las acciones de su plataforma son perfectamente aceptables porque “respetan el Estado de derecho y las libertades de los demás”, que para ella representan el límite de todo activismo. “Nosotros no obligamos a nada a nadie y no vulneramos ningún derecho”, asegura.
No comparten esa visión en las clínicas que practican la interrupción voluntaria del embarazo, que repetidamente han denunciado la presencia de estos colectivos delante de sus instalaciones porque consideran que acosan e intimidan al personal sanitario y a las mujeres que acuden a ellas.
La reforma del Código Penal ve desobediencia en la resistencia pasiva
Ricardo Montoro, catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y exdirector del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), considera que los límites del activismo están perfectamente definidos, además de por la ley, por los principios cívicos de una democracia. “Disfrutamos de un marco muy satisfactorio que acepta la conformidad y la protesta”, opina. Según Montoro, existen infinidad de mecanismos legales para reivindicar: medios de comunicación, manifestaciones autorizadas, cartas…
Zubero está en desacuerdo con esta visión. En su opinión, “los poderes tienen que dejar espacio para reivindicaciones que estén fuera de los cauces institucionales” más habituales. Respecto a la respuesta de las autoridades a los movimientos de protesta, Uralde considera que está aumentando la dureza con la que se responde a ellos. El ecologista cree que la represión de los manifestantes contra la Cumbre del Clima de Copenhague marcó un punto de inflexión en Europa, con centenares de detenciones que luego el Tribunal Supremo danés consideró ilegales.
En el contexto español, la reforma del Código Penal planteada por el Ejecutivo del PP prevé atar al activismo muy corto. Interior pretende convertir la resistencia pasiva (sentarse y no moverse cuando lo ordene la policía) en un delito de desobediencia contra la autoridad. Montoro justifica esta decisión afirmando que “la ocupación del espacio público no es un acto puramente violento, pero no resulta tolerable porque es una usurpación de la libertad del otro a usar un recurso público”. En su opinión, “está claro que lo del metro de Madrid viola la línea de lo permisible cívicamente y es un acto de sabotaje”.
El politólogo Gonzalo Caro advierte que denominar “sabotaje” a esta acción no responde a una elección casual de vocabulario: “Forma parte de la lucha por la legitimidad”. En su opinión, los límites al activismo pueden considerarse, por un lado, la ley; y por otro, la legitimidad. “La legitimidad depende del contexto: lo que en un momento parece aceptable, en otro momento no lo es”, explica. Para ilustrarlo recurre al ejemplo de Rosa Parks. Cuando esta militante de los derechos civiles de los negros en EE UU se negó a ceder su asiento a un blanco en el autobús en 1955, también forzó al vehículo a detenerse y fue por ello a prisión. Su acción violentaba la ley pero se ha terminado considerando legítima porque suscitó el apoyo de una masa crítica. “De no conseguir esto, los activistas suelen acabar cesando en su actitud”, opina Caro.
En ese trance hacia la aceptación o el rechazo está todavía Josep Casadellà. Hace dos meses grabó un vídeo en el que rechazaba pagar el peaje de la autopista, desencadenando un movimiento (No vull pagar) por el que en Cataluña miles de conductores se están exponiendo a multas por franquear los peajes sin abonarlos. Casadellà acepta que su iniciativa lleva aparejada una multa, pero considera que merece la pena denunciar un cobro a su juicio excesivo por parte de la empresa privada que explota una infraestructura pública. “¿A partir de qué momento es aceptable un acto de desobediencia como el mío? No lo sé: es como la nieve que cae en una rama y el último copo la rompe. Llega un punto en el que tienes que decir basta, exponiéndote a lo que sea”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.