Quien puede no siempre debe
El ‘caso Dívar’ da argumentos al creciente rechazo al abuso de los privilegios del poder El despilfarro es censurable, sea o no delictivo
El teniente fiscal del Tribunal Supremo, Juan José Martín Casallo, ha archivado la denuncia por malversación de caudales públicos presentada contra el máximo representante del poder judicial, Carlos Dívar. Este abrupto cierre de la vía jurisdiccional ha abierto el camino, sin embargo, a una discusión más política que legal, más ética o moral que penal o administrativa, acerca del comportamiento que deben observar quienes ejercen cargos institucionales. El de Dívar quedó en entredicho al conocerse que en los tres últimos años ha viajado a Marbella una veintena de largos fines de semana, y que todos los gastos, o una parte de ellos, fueron cargados al presupuesto del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Para archivar la denuncia, el teniente fiscal recurrió, en último extremo, a un bucle burocrático: no existen razones para investigar los gastos de Dívar en Marbella porque el servicio de intervención del Consejo no puso objeciones para convalidarlos.
“Nadie se cree que Dívar haya trabajado tanto en Marbella”, declaró Gómez Benítez. Lo que además de no creer tampoco entiende nadie es que el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial disponga de tanto tiempo libre. Entre los vocales de esta última institución son varios los que piensan que, pese al archivo de la denuncia, Dívar debería dimitir. Es también la opinión de la asociación Jueces para la Democracia, cuyos portavoces dejan traslucir malestar por el hecho de que la fiscalía se haya conformado con el bucle burocrático en lugar de comprobar si este se corresponde con la realidad de los viajes de Dívar a Marbella. Viajes con alojamiento en hoteles de lujo, con cenas en restaurantes exclusivos de la costa y, eso sí, facturas que, de acuerdo con la denuncia, se habrían computado en ocasiones a una actividad institucional que el presidente no llevó a cabo.
Para Dívar, los gastos que ha afrontado el Consejo General del Poder Judicial por estos viajes son “una miseria”. Si la vía jurisdiccional se hubiera abierto, habría correspondido a un tribunal decidir si esa miseria era o no constitutiva de delito. Pero, al cerrarla el fiscal, el otro camino es por ahora el único posible. Y, en ese otro camino, la primera pregunta que se impone es por qué, si eran “una miseria”, el propio Dívar no tuvo cuando menos el reflejo de pagarlos de su bolsillo, desterrando cualquier posibilidad de verse en una situación como la que padece y la que está haciendo padecer a las instituciones que representa. Sean cuales fuesen las razones por las que Dívar no corrió personalmente con esos gastos, importan menos que la constatación de que es frecuente entre quienes ocupan cargos institucionales acabar ignorando la frontera entre la vida pública y la privada. “El problema, creo”, escribió Hanna Arendt en Responsabilidad y juicio, “no es tanto el hecho de que el poder corrompa como que el aura del poder, sus llamativos oropeles, más que el poder mismo, atraen”.
Nadie cree que Dívar haya trabajado tanto en Marbella"
El “aura del poder, sus llamativos oropeles” lo constituyen, sin duda, los despachos señoriales, los coches de gran cilindrada, el círculo de ayudantes y escoltas que moviliza cada desplazamiento, la atención que los medios de comunicación prestan a cada palabra y cada gesto, los entornos en los que conviene y no conviene a un cargo institucional dejarse ver. Estos y muchos otros son signos hacia el exterior que, hacia el interior, conspiran contra la conciencia del ciudadano igual a los demás que ocupa por tiempo limitado un cargo institucional. Desde el exterior, esos signos se perciben como privilegios innecesarios e injustificados, y su simple existencia se considera argumento suficiente para explicar, y al mismo tiempo desacreditar, la vocación que sienten algunos ciudadanos hacía la vida pública. Esta vocación, según una visión antipolítica que habría saltado directamente desde la barra de las tabernas a las soflamas de los partidos populistas, solo escondería la ambición de disfrutar del “aura del poder”, de “sus llamativos oropeles”. Por esta razón, la vocación que sienten algunos ciudadanos hacia la vida pública nunca es para los partidos populistas un motivo de respeto, sino un indicio para la sospecha. Y por esta razón, también, los líderes de los partidos populistas aseguran detestar la política, como queriendo dar a entender que la política se reduce exclusivamente al “aura del poder” y a “sus llamativos oropeles”.
Como en otros asuntos, tampoco en este los partidos populistas han necesitado vencer en las urnas para avanzar en la imposición, en todo o en parte, de su agenda. La crisis económica y la decisión de hacerle frente, al menos en Europa, a través de recortes en el gasto social han exigido que los poderes del Estado comiencen por dar ejemplo. Gobiernos, Parlamentos y otras instituciones, como las judiciales, han anunciado bajadas en las retribuciones de sus miembros y reducciones más o menos severas de sus presupuestos, haciendo especial hincapié en las partidas que más pueden confundirse con privilegios como las protocolarias o las previstas para viajes oficiales, precisamente aquellas por las que Dívar se ha visto envuelto en el escándalo. El aspecto positivo de estas decisiones es que aportan un imprescindible suplemento de legitimidad a los poderes públicos en un momento en el que están exigiendo duros sacrificios económicos a los ciudadanos. El aspecto negativo es que, de manera inevitable, admiten en su propia agenda uno de los puntos en los que más insiste la visión antipolítica que inspira a los partidos populistas. Para estos, parece que bastaría con hacer del servicio público una versión del monacato para que la crisis, así como el resto de los problemas, se resuelvan por sí solos.
Varios vocales del CGPJ piensan que su presidente debería dimitir
La dificultad de poner en valor el aspecto positivo cerrando al mismo tiempo el paso al negativo radica en no confundir la imprescindible búsqueda de un suplemento de legitimidad de los poderes públicos en tiempos difíciles, o el intento, también imprescindible, de ejercer una cierta pedagogía, con la pura y simple propaganda. Llevando al extremo la visión antipolítica que inspira a los partidos populistas, se podría imaginar que la solución a la crisis y al resto de los problemas se hallaría privando al poder de cualquier aura y de cualquier oropel, llamativo o no. Pero, aparte de ser una solución mágica más que política, o siquiera racional, acabaría por convertir el sistema democrático en oligárquico, puesto que solo estarían en condiciones de acceder al poder, a la representación de las instituciones, aquellos ciudadanos que dispusieran de medios de vida no vinculados a la actividad pública para la que son elegidos por varios años. Los sistemas democráticos, y más en tiempos de crisis, están entonces obligados a buscar un equilibrio entre la profesionalización de la política y un diletantismo que pocos ciudadanos se podrían permitir. Pero ¿cómo encontrar ese equilibrio?
El archivo de la denuncia contra Dívar por parte del fiscal Martín Casallo demuestra que la búsqueda del equilibrio entre la profesionalización y el diletantismo mediante normas jurídicas, ya sea con rango de ley o de reglamentos internos, tiene límites que, llegado el momento, resulta relativamente fácil sortear. Como se ha comprobado en el caso de los viajes a Marbella, bastaría con conceder validez absoluta a un bucle burocrático y olvidarse de su correspondencia con la realidad. Los cargos institucionales, pertenezcan al poder del Estado que pertenezcan, disponen siempre de recursos para dotar de una apariencia de legalidad a comportamientos o acciones que podrían no serlo, precisamente porque es a ellos, a los cargos institucionales, a quienes corresponde hacer la primera interpretación de las normas a las que están sometidos. Por más controles legales que se establezcan, el riesgo del bucle burocrático nunca desaparece por completo: cada interpretación por parte de un cargo institucional de las normas a las que están sometidos otros inferiores, como también ellos mismos, será siempre la primera.
Max Weber pareció advertir con meridiana nitidez el riesgo del bucle burocrático en El sabio y el político, donde en 1919 llevó a cabo una profunda reflexión, convertida en clásica, acerca de las diferencias entre ambas vocaciones y ambos trabajos. “La función pública moderna”, escribió Weber, “exige en nuestros días un cuerpo de trabajadores intelectuales especializados, altamente cualificados, preparados para su tarea profesional por una formación de varios años y animados por un honor corporativo extraordinariamente desarrollado en el capítulo de la integridad”. Mientras que las primeras cualidades que destaca Weber son, por así decir, objetivas, la última remite a unos valores morales —el honor, la integridad—, a los que concede la máxima importancia. Tanta, que “si este sentimiento de honor no existiera entre los funcionarios, estaríamos amenazados por una terrible corrupción y no escaparíamos a la dominación de los aprendices”. Es decir, que la especialización, la cualificación, la formación, de no estar orientadas por el sentimiento de honor, por la integridad, podrían llegar a dar la vuelta, a subvertir, la tarea que la función pública moderna tiene asignada y en la que se apoya la legitimidad del ejercicio del poder en los sistemas democráticos.
La polémica anima la visión antipolítica que inspira a los populismos
La referencia a los valores morales del honor y la integridad en El sabio y el político sugiere que, para Weber, la norma legal no agota el catálogo de obligaciones al que debe ajustar su comportamiento y sus acciones el servidor público, el cargo institucional. En el caso de Dívar, es lo que habría querido recordarle el autor de la denuncia, Gómez Benítez, cuando afirmó en una reunión del Consejo General del Poder Judicial que “tanto viaje a Marbella no tiene justificación ni ética ni estética, y debilita la imagen del Consejo y del Supremo y nuestra legitimidad”. Otra de las vocales que intervino en la misma reunión, Margarita Robles, habría señalado a Dívar que “esos 20 viajes no le han gustado a la opinión pública”.
El problema que no resuelve Weber, y al que se enfrentan los vocales del Consejo que recriminaron a Dívar su comportamiento a pesar de que el fiscal Martín Casallo hubiese archivado la denuncia, es que el cumplimiento de las exigencias de la ética, la estética o la opinión pública no puede hacerse a través de la coerción derivada de la ley, sino tan solo de la persuasión. Y para que la persuasión dé resultado, el “aura del poder, sus llamativos oropeles” que conspiran contra la conciencia del ciudadano igual a los demás que ocupa por tiempo limitado un cargo institucional no deberían haberla corrompido del todo. En caso contrario, el cargo institucional que ve afeados su comportamiento o sus acciones entiende que el remedio es resistir. A mayor capacidad de persuasión, mayor intensidad de resistencia, hasta acabar refugiándose en la condición de víctima de una conspiración.
Preocupa ver que altos cargos ignoran la frontera con la vida privada
El “aura del poder, sus llamativos oropeles” que, hacia el exterior, se perciben en muchas ocasiones como privilegios innecesarios e injustificados de los que se valen los partidos populistas para su propaganda contra la política, hacia el interior suelen ser descritos por algunos cargos institucionales que los tienen a su disposición como una servidumbre, como una esclavitud, de la que preferirían prescindir si se les permitiera. Hay ocasiones, numerosas ocasiones, en las que este lamento por parte de algunos cargos institucionales es cierto; pero hay otras, en las que solo expresa la falacia que señala Hanna Arendt en Responsabilidad y juicio: “Verse forzado y verse tentado son casi lo mismo”. Alojarse en hoteles de lujo y frecuentar restaurantes exclusivos en la costa pueden ser interpretados por el cargo institucional, no como un privilegio, sino como una servidumbre, como una esclavitud a la que obliga la representación que ostenta. Y, en ese caso, la frontera entre la vida pública y la privada se difumina hasta el punto de que parece razonable cargar los gastos a la institución que obliga a esa servidumbre, a esa esclavitud, en lugar de a la cuenta corriente del ciudadano que disfruta de un privilegio.
Hanna Arendt escribió que las únicas personas dignas de confianza son aquellas que, “llegado el momento de la verdad”, dicen “no debo hacerlo” en lugar de “no puedo hacerlo”, anteponiendo una convicción ética o moral a las posibilidades que le ofrecen las normas jurídicas. A la hora de pagar con fondos públicos algunas facturas de sus largos fines de semana en Marbella, el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo consideró que podía hacerlo, y el fiscal Martín Casallo le dio la razón archivando la denuncia de Gómez Benítez en virtud de un bucle burocrático. Lo que le reprochan a Dívar algunos vocales del Consejo es que, más allá de aferrarse a ese bucle burocrático, ni siquiera se haya preguntado hasta ahora si debía hacerlo.
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