Entre el hielo y la tierra
Al pie del Chimborazo, en Ecuador, los quichuas luchan contra el cambio climático conservando el agua del subsuelo, mientras el hielo de las alturas se derrite.
A las siete de la mañana de un sábado medianamente despejado y templado, Baltasar Ushca, un indígena quichua de piel curtida, brazos rudos y mirada sonriente, comienza a poner sobre un camioncito su carga del día: al menos seis bloques de hielo natural, de cerca de 30 kilos cada uno, que envueltos en paja llegarán raudos hasta el mercado La Merced de Riobamba, a unos 20 minutos de la comunidad rural de Calshi, en Ecuador.
Al fondo, el espectacular Chimborazo (6.310 metros de altura) lucha por asomarse entre la bruma mañanera y muestra su persistente blancura glaciar. El pico domina aún el paisaje de manera rotunda. Ushca, en un español con notorio acento quichua, afirma que "es muy difícil llegar hasta allá arriba”, con los tres burritos, para bajar los bloques milagrosos.
Aguas arriba y abajo
Hace el mismo viaje, de unas cuatro horas, desde que tenía unos 15 años (hoy tiene 68), cuando había más hieleros y bastante más hielo. Ahora él es el último, el único que se aventura en solitario para aprovechar, con sus viejas hachas, esa mágica mina de agua sólida, aún presente en esta gigantesca montaña andina que, como muchas otras, se va derritiendo a un ritmo desolador y alarmante.
Según la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), el Chimborazo pierde unos 70 centímetros de cobertura glaciar por año, lo que lanza un oscuro pronóstico futuro. No sólo para Ushca y su curioso negocio sino, además, para las comunidades, quichuas o mestizas, que viven cerca de este volcán aún bendecido por la nieve. De él proviene buena parte del agua que sostiene la tierra y la vida de los hombres.
En las faldas del nevado, a una altura de unos 4.000 metros, se encuentra Mariano Toaza, a quien llaman Tayta Mariano (la palabra Tayta, en quichua, alude a un padre, o a una deidad protectora, como la misma montaña). Allí surge otro ingrediente acuífero: los pajonales, los pastos que cubren el páramo andino y que ponen también su cuota esencial en el ciclo hídrico. Ya sea cuando hay lluvia, o simplemente cuando la humedad ronda a estas alturas, estas plantas capturan el líquido elemento y lo dejan correr hacia la tierra, de modo que se recarga la napa freática. “Por eso los cuidamos”, dice el Tayta, sentado en el mismo pajonal.
En 1987, cuando el gobierno ecuatoriano creó la Reserva de Producción Faunística Chimborazo, los quichuas casi fueron desalojados, acaso porque se pensaba que impedirían las labores de conservación. Pero gracias a una inteligente reacción, apoyada por algunas ONG, como Ecociencias, emprendieron un proceso de recuperación de su saber ancestral propio, que apuntó a consustanciarse con propósitos más ambientales.
Adios oveja, adiós
Uno de los grandes cambios, fundamental para proteger el pajonal, que es el gran recurso que permite hacer una “cosecha del agua”, fue cambiar de fauna doméstica: se comenzó a erradicar a las ovejas, que se criaban masivamente “desde los tiempos de la Colonia”, tal como explica Olmedo Cayambe, otro quichua. Estos animales, aparentemente lindos e inofensivos, tienen la perniciosa cualidad de dañar, casi a mansalva, los suelos y pastos.
Debido a su dura pezuña, contribuyen notablemente en la erosión del piso, pero además arrancan la hierba con cierta furia. Peor aún: para complacerlas, los campesinos abrigaron la mala costumbre de quemar el pajonal, a fin de que los borreguitos pudieran alimentarse del pajonal tierno, ya que el grande les quemaba los ojos. El resultado fue la degradación de este ecosistema.
Juan Cayambe, padre de Olmedo, muestra la pezuña blanda de una alpaca, dentro de un corral: “No son como las ovejas, pues”, afirma. Darse cuenta, o mejor dicho recuperar, el papel de llamas, alpacas y vicuñas en la conservación del páramo fue crucial. Siempre lo hicieron sus padres, abuelos, bisabuelos, ancestros – “nuestros mayores”, comenta Olmedo-, pero una malhadada costumbre, que se instaló en la Colonia y luego en la época de las haciendas republicanas, puso a los borregos como el animal privilegiado de estos campos que no eran los suyos.
Volver a criar a los camélidos sudamericanos, por añadidura, no tiene sólo el propósito de peregrinar a las fuentes originarias. Poblando los páramos con estas especies se conservan los pajonales, que a su vez conservan el agua, que resulta vital allá abajo precisamente porque el agua de allá arriba, el hielo, se está yendo. Cuando, en unos años, el Tayta Chimborazo ya no tenga “canas”, la última reserva providencial será el subsuelo.
Andes calientes
Por supuesto que, para ello, pasarán aún décadas, solo que el proceso ya está en marcha y se nota por los continuos cambios de clima en la zona. No hace tanto frío, hay menos hielo, las lluvias o heladas pueden llegar en cualquier momento. La UICN ha registrado esas variaciones en un “estudio de caso” de la zona, aun cuando la propia observación de los quichuas sigue dando la alerta sobre cómo el calentamiento global habría llegado.
“Antes había incluso el ‘veranillo del niño’, ahora no es seguro”, sostiene Olmedo, para explicar que la presencia de un breve período seco, que solía venir en diciembre, cuando ya era época de lluvias, no es hoy un fenómeno tan predecible. Los indígenas de estos parajes podían, en tiempos pasados, predecir las cosechas de acuerdo a las variaciones del clima, a la presencia de algunas aves. Esa mediana certidumbre se está esfumando.
De allí que hayan tenido que reinventarse culturalmente, en busca de la adaptación al cambio climático. Aunque, en rigor, lo que han hecho es volver a un pasado, que nunca debieron abandonar, para enfrentar el futuro. Al retorno de las llamas y alpacas (las vicuña no son oriundas de Ecuador, fueron traídas de Perú en los noventa), se ha añadido la feliz vuelta a los cultivos rotativos, en vez del monocultivo, para que la tierra aguante.
Cuando el hielo ya no esté
Numerosas fincas en las que las habas juegan con el zapallo, la cebada, la papa, o con diversas plantas medicinales, se empiezan a expandir por la región, al punto que una sola persona puede tener hasta 50 especies en un campo no muy grande. Así, a la secuencia de proteger los pajonales, el agua y los camélidos sudamericanos, se añade la saga de la agricultura orgánica y la diversidad de flora, una clave más de adaptación.
El último hielero de Calshi cuenta que seguirá haciendo su trabajo mientras se sienta fuerte, pero que sus hijos ya no quieren dedicarse a lo mismo. Imposible saber si alguien seguirá sus pasos sacrificados. Lo que sí se sabe es que el Chimborazo se va y el único modo de salvar su herencia es cuidar el agua que, debajo del suelo, guarda el secreto de sus entrañas.
Cambiar todos
La experiencia de los indígenas de las faldas del Chimborazo está siendo recogida por el proyecto “El Clima cambia, cambia tú también”, que la UICN promueve en Bolivia, Ecuador, Colombia y Perú. El propósito del mismo es recopilar testimonios de habitantes de comunidades, en estos cuatro países, para ver cómo “desde sus prácticas tradicionales” están tratando de adaptarse al inminente cambio climático que avanza en los Andes.
El fin último es que estos cambios se conviertan en políticas públicas, algo que la mencionada organización, así como AECID (Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo), que financia el proyecto, esperan que suceda. El diálogo entre el saber tradicional y el conocimiento científico occidental resultan claves en esta iniciativa, que busca mejorar la calidad de vida y cuidar los ecosistemas.
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