Por favor, ¡no disparen a la ciencia!
Los políticos deben comprender la necesidad de no despilfarrar la inversión en capital humano hecha en España en el último medio siglo
Durante algunos días del último mes de noviembre tuve el honor de presidir un proceso de pruebas selectivas para científicos de plantilla del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), basado en el formato de concurso-oposición. Se trataba de seleccionar un investigador/a con una buena trayectoria de investigación en los mecanismos moleculares de las enfermedades. Aunque se convocaba una única plaza hubo inicialmente 57 solicitudes admitidas y finalmente 26 concursantes. El proceso consta de dos ejercicios en el primero de los cuales se exponen durante una hora ante el tribunal los jalones y logros más importantes de la carrera investigadora. De entre los candidatos que pasan al segundo ejercicio que consiste en exponer un proyecto de investigación, se selecciona el o los candidatos/as ganadores, en este caso uno solo.
Aunque el proceso que presidí no tuvo el más leve incidente reseñable desde un punto de vista formal, sí dejó en el tribunal un sentimiento agridulce y de profunda consternación y preocupación. Desfilaron y expusieron delante del tribunal investigadores e investigadoras, la mayor parte entre 35 y 45 años, con un nivel extraordinario de formación. La inmensa mayoría había pasado por muchos laboratorios en España y el extranjero, otros todavía estaban fuera y querían reincorporarse al sistema español de ciencia. Sus exposiciones versaron sobre múltiples temas, como la investigación en enfermedades neurodegenerativas, la terapia con células madre, los avances metodológicos para detectar defectos moleculares y genéticos, las enfermedades basadas en alteraciones de la respuesta inmune o la posibilidad de regenerar el tejido cardiaco. Todas ellas estaban fundamentadas en publicaciones del máximo nivel, algunas generadas en laboratorios españoles, las más en laboratorios extranjeros durante la etapa de formación de los candidatos. En otras palabras, instituciones como Harvard, Yale, el Instituto Karolinska o el Laboratorio Europeo de Biología Molecular hubieran querido disponer de la posibilidad de ofertar un puesto de trabajo a varios de los candidatos/as.
Por imperativo administrativo el tribunal no tuvo otra opción que la de seleccionar a un candidato excelente entre muchos candidatos/as excelentes, merecedores muchos de la plaza a la que concursaban, lo que inevitablemente condujo a experimentar un sentimiento de impotencia y frustración por parte de todos los miembros del tribunal y es fácil imaginar que, en mucho mayor grado, por parte de los candidatos que no obtuvieron plaza. La única sensación amable provenía de la convicción compartida por todos los miembros del tribunal de que, aunque se seleccionase a uno u otro candidato/a de entre varios del máximo nivel, era muy poco probable que se fuera a cometer una injusticia.
Este proceso selectivo simboliza una situación general de la ciencia española; no es ni mucho menos un hecho aislado. Aunque nunca se enfatiza suficientemente lo obvio, en este caso la necesidad de invertir en ciencia y tecnología, no quisiera abundar en este argumento, expuesto hasta la saciedad y demostrada su vigencia con solo analizar la correlación entre desarrollo de un país e inversión en I+D.
Lo que quiero transmitir a nuestros responsables políticos, y más en estos tiempos críticos que vivimos, es la necesidad absoluta de no despilfarrar la inversión en capital humano, limitado aún en cuanto a masa crítica, que hemos llevado a cabo en el último medio siglo. Bastantes de los candidatos que no han obtenido esta u otras plazas quedan en una situación inestable y muchos se verán obligados a emigrar o, en el mejor de los casos, a reconvertir su actividad en un trabajo de mucha menor cualificación.
Conseguir una formación en biomedicina o en cualquier otra área de la ciencia del nivel de los candidatos presentados es una tarea de muchos años, mucho esfuerzo personal y social y una cantidad no desdeñable de inversión pública en su educación. Educación, esta es la palabra, no lo olviden. Educación para la ciencia y su aplicación tecnológica. Educación para la innovación. Educación para no dilapidar el esfuerzo de inversión hecho hasta ahora, educación para la productividad y la responsabilidad. Educación para la ética, la política, la toma de decisiones justas y el análisis crítico. Educación para sensibilizar a la población y transformar definitivamente una cultura que tan poco proclive ha sido a la investigación durante siglos. Educación para el conocimiento de nosotros mismos, educación para la solidaridad. La educación como valor de cambio en los mercados. Créanme, por favor, no es la economía, es la educación.
Santiago Lamas es profesor de Investigación del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CSIC)
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