España es diferente
En el colegio nos contaban que Napoleón había pronunciado esa frase tras la batalla de Bailén, que el 19 de julio de 1808 supuso su primera derrota en campo abierto. A principios de los años 60, Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, la tradujo al inglés. Spain is different! se convirtió en un eslogan destinado a atraer turistas a un país donde parecía no existir nada más que sol y naranjas, tablaos flamencos y playas paradisíacas. Ahora, cuando han pasado dos siglos desde la campaña bélica y medio desde la publicitaria, España sigue siendo diferente, un país aparte, que a lo largo del siglo XX ha circulado siempre en dirección contraria, a un ritmo distinto al que ha marcado la evolución del resto de los países del Occidente europeo con la única y relativa excepción de Portugal.
Otro 19 de julio, el de 1936, el fracaso de un golpe de estado militar desató una larga, cruel y devastadora guerra civil que se prolongó hasta abril de 1939, en los albores de la II Guerra Mundial. Los golpistas sólo lograron derrotar a la República, una democracia legalmente constituida, gracias a la ayuda del Eje y a la aún más decisiva no intervención de las potencias democráticas, que cometieron el error de pensar que sacrificando a España disuadirían a Hitler de extender sus garras sobre Europa. Los resultados que cosechó aquella política son tan conocidos que no merecen comentarios.
Así se consumó la gran anomalía histórica de la España del siglo XX, el único país donde el fascismo ganó una guerra para permanecer casi cuatro décadas en el poder. El formidable impulso modernizador que supuso la proclamación de la II República en 1931, no sólo se paralizó de golpe. Franco devolvió a España a mediados del siglo XIX. Como ejemplo, el Código Penal republicano, uno de los más avanzados del mundo, fue derogado para reinstaurar el de 1851. Las mujeres que habían votado en 1933 -sólo después de australianas, neozelandesas y británicas- se convirtieron en menores de edad perpetuas, sin derecho a heredar, a administrar sus bienes o a firmar documentos legales. La guerra que sumió al país en una miseria sin precedentes, de la que no empezaría a recuperarse hasta 25 años más tarde -gracias, entre otras cosas, al turismo-, pasó a recibir el nombre oficial de Cruzada, proclamando que había sido la lucha de Dios contra el Anticristo. Pero la identificación de la Iglesia Católica con el Estado no atenuó una represión cuyas atroces dimensiones todavía no conocemos y tal vez nunca lleguemos a conocer. Algunos historiadores estiman que causó la muerte de, al menos, 150.000 personas en época de paz.
Gracias a la Guerra Fría, que hizo más deseable para Occidente una dictadura sanguinaria que una democracia con una izquierda poderosa, España volvió a ser un país humillado, mísero y lento, de mujeres vestidas de luto y hombres muertos de miedo. El terror, el hambre y el silencio se prolongaron durante más de dos décadas, inspirando conductas aún muy perceptibles para los niños de mi generación, en los años 60 y 70. Nuestros padres nos obligaban a comer todo lo que había en el plato como un reflejo del hambre que había marcado su infancia, nos arrancaban de las manos algunas viejas fotografías para volver a esconderlas a toda prisa en un cajón, y nos enseñaban lo que aprendieron de nuestros abuelos, que en el pasado dormían historias viejas, tristes, desagradables, de las que era bueno no hablar y mejor no saber nada.
Los hijos de los combatientes de la Guerra Civil fueron educados en el silencio. Cuando la muerte de Franco puso el destino de España en sus manos, sólo pudieron hacerlo que habían aprendido, no hablar, no preguntar, no desempolvar las fotos que dormían en los cajones. Ese fue el punto débil de la Transición, la fragilidad congénita de un proceso que desde una perspectiva institucional representará siempre, sin embargo, un éxito colosal, capaz de consolidar una democracia tan segura, tan sólida y tan estable como jamás había existido antes en España.
Por eso, porque ya vivimos en una democracia aburrida de puro imperturbable, sin los sobresaltos que amenazaron su nacimiento, ha llegado el momento de recobrar la memoria. 36 años después de la muerte de Franco -los mismos que él estuvo en el poder-, los españoles no conservamos ningún rasgo que nos vincule, ni remotamente, al delirio imperial que el Generalísimo impuso a sangre y fuego. Nuestro presente simboliza su fracaso y, al mismo tiempo, la victoria póstuma, pero no inútil, de los republicanos que lucharon hasta la extenuación para legarnos ni más ni menos que el país donde vivimos.
Es hora de reconocerlo para que España, por fin, deje de ser diferente.
Almudena Grandes es escritora
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