'El orgullo empieza en la entradilla'
Para todos nosotros, de cualquier edad, Carlos Mendo era un veterano. Había estado en mil batallas, y si lo dejabas te las contaba una a una, con todas sus circunstancias, con su parafernalia de datos. Todo de memoria. Sus batallas fueron las del periodismo; hizo excursiones en otros ámbitos, políticos o parapolíticos, pero siempre volvía con el equipo de periodista en la cabeza. Y fue periodista siempre, mientras respiró. Y este lunes dejó de respirar.
Todos tenemos nuestra historia de Mendo, desde aquel Mendo al que conocimos, con Fraga Iribarne, en la Embajada de Londres, hasta el Mendo que ahora decía en la radio lo que le daba la gana, y que escribía en EL PAÍS sus análisis de política internacional, donde estaba el Mendo en el que confluían su pasión y su historia, que era la de un hombre cargado con las contradicciones de su tiempo.
Este Mendo, mucho más metido en las turbinas de la ideología, era un Mendo de escaparate; en realidad, él se consideraba un hombre de agencia, un tipo que veía las cosas y las contaba con una urgencia ilustrada, la urgencia del que sabe que una noticia no depende del periodista, sino de la realidad. Y o cuentas bien la realidad, sujeto, verbo y predicado, o estás anulado como periodista. Eres, acaso, un hombre brillante, un ideólogo, un columnista; pero no eres verdaderamente un periodista como aquellos a los que Mendo nos leía sus entradillas.
Recuerdo muy nítidamente una de esas ocasiones, cuando Mendo, desde el exterior, en este caso desde Londres, veterano ya de todas las batallas, curtido en el franquismo y en lo que ocurrió después, es decir, en la democracia en la que vivimos ahora, sintió que estaba tan feliz con el oficio, con saber hacerlo, que lo tenía que contar. Y llamó al periódico, para leer su entradilla. No envió su despacho, con la vitola del mayor de edad que envía una lección a sus alumnos de Madrid, sino que quiso escuchar cómo los otros lo escuchaban, para hacerse merecedor del elogio o del castigo. Como un becario.
Recuerdo que era una historia sobre Napoleón, algún asunto de historia arqueológica a la que era tan aficionado él porque también eran aficionados a eso los ingleses. Él había conseguido cuadrar una entradilla de la que estaba orgullosísimo. Y al otro lado del teléfono, aquel agenciero de primera magnitud, aquel periodista que a todos nos daba, en vigor informativo, lecciones de pundonor y de sabiduría, sometió a los jovenzuelos que éramos nosotros el producto de su experiencia. Una entradilla perfecta, le dijimos.
Él decía que por ahí, por la entradilla, entraban los lectores, y los periodistas debíamos entrar también por lo mejor que teníamos, si es que teníamos algo. Si no había una buena entradilla estaríamos desnudos frente al lector, avergonzados de darles gato por liebre. Luego el periodismo ha dado mil vueltas, y seguirá dándolas, pero lo que decía Mendo es una verdad inmutable: eres lo que sabes, y eres si lo sabes contar. Eres periodista si lo sabes contar.
Esa era la arquitectura, digamos, la dimensión de su tablero; pero después estaba el entusiasmo; a la gente le extrañaba que este hombre de más de setenta años siguiera yendo a las redacciones, hablando en la televisión, escribiendo en el periódico, ocupando cada noche su espacio polémico en Hora 25, primero con el también inolvidable Carlos Llamas, ahora con Àngels Barceló. En esa energía había el entusiasmo, sin el cual no es posible concebir a Mendo. Mendo era el orgullo y la pasión del periodismo; en aquella anécdota de la entradilla hay para mí más de una metáfora de su actitud; vivió con esa actitud, murió dejando atrás el ejemplo de un periodista tal como uno soñó alguna vez que sería la gente de ese oficio. Si un día alguien quiere saber una lección de periodismo y desea personificarla, dotarla de ser y de sentido, vuelvan a Carlos Mendo, a sus crónicas, a su manera de ser periodista, a sus entradillas.
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