El complejo médico-industrial y los ensayos clínicos
En las postrimerías de su mandato presidencial el general Eisenhower llamó la atención sobre el inusitado poder político-económico que habría conseguido lo que denominó como "el complejo militar industrial" formado por la potente industria armamentística y el estamento militar americano. En la década de los setenta se empezó a aludir a otro complejo referido al sector sanitario que también alcanzaría importantes cotas de poder. Arnold Relman, en su discurso a la Massachussets Medical Society, le llamaría "el nuevo complejo médico-industrial". El complejo médico-industrial al que aquí nos referimos estaría integrado por la poderosa industria farmacéutica y de tecnología médica, junto a instituciones sanitarias diversas, profesionales, directivos y otros agentes sanitarios relacionados con aquella; este ?complejo? sustenta un gran emporio económico y además ejerce una influencia decisiva en aspectos tan transcendentales como la investigación, la formación y la asistencia médica.
Si el presidente Eisenhower alertó sobre el conflicto de intereses que plantearía el complejo militar armamentístico a la Administración americana en una materia tan sensible como la defensa nacional, un conflicto similar tiene planteado el complejo médico-industrial, con los diferentes sistemas de salud, en una materia no menos sensible como es la sanidad. Los ensayos clínicos son una de las actividades identitarias del mencionado complejo.
Con los avances científico-tecnológicos, la medicina fue soltando el lastre del empirismo sobre el que en buena parte se sustentaba. Instalados en las antípodas de ese empirismo, los médicos hemos asumido, como si de un dogma se tratara, la llamada medicina basada en la evidencia. Archie Cochrane, un epidemiólogo inglés de mediados del siglo pasado, apoyándose en el valor del llamado ensayo clínico aleatorizado, propició un cuerpo de doctrina basado en la supeditación de la prescripción médica a la previa demostración de su eficacia y seguridad con cohortes de población representativas. Los ensayos clínicos son los métodos empleados para probar la eficacia y seguridad de diferentes procedimientos terapéuticos, fármacos fundamentalmente, que son comparados a otros existentes en el mercado o con productos placebos. El desarrollo de un ensayo clínico habitualmente conlleva una fuerte inversión y su desarrollo abarca dilatados periodos, distribuidos en cuatro fases. Las dos primeras, y especialmente en la fase I, es donde se concentra el verdadero esfuerzo innovador e investigador de la nueva molécula. Una mayoría de los ensayos no superan esta fase. Cuando los resultados de los ensayos sobre un nuevo producto farmacológico son positivos, el fármaco puede ser comercializado, previa autorización de las correspondientes agencias reguladoras.
La mayoría de los ensayos clínicos están patrocinados por la industria sanitaria. Sus fases finales suelen desarrollarse en los hospitales públicos y, en bastantes de ellos, han proliferado con pujanza. En los hospitales hay suficientes pacientes con procesos y enfermedades diversas sobre los que se puede probar la bondad de un nuevo fármaco o de cualquier otro procedimiento diagnostico-terapéutico. Para obtener muestras representativas se intenta reclutar al mayor número de enfermos, que con su consentimiento (frecuentemente poco meditado) entran a formar parte del ensayo si reúnen los denominados criterios de inclusión. Alcanzada una muestra significativa, bien en el mismo centro o, lo que es más habitual, con el concurso de otros (ensayos multicéntricos), los resultados son valorados con métodos estadísticos. Los ensayos clínicos sustentados sobre pilares sólidos son procedimientos esenciales para la investigación clínico-farmacológica, pero resultan ineficaces e incluso peligrosos cuando se realizan con métodos poco consistentes. Son conocidos, por su repercusión mediática, los efectos deletéreos que produjeron determinados ensayos donde primaron más los intereses económicos que los principios éticos y las normas científicas.
En los hospitales públicos bastantes profesionales comparten la asistencia médica con la realización de ensayos clínicos, una actividad bien remunerada por la industria sanitaria. Muchos de estos ensayos tratan de probar la efectividad de medicamentos que cambian y aportan poco o nada respecto a otros existentes en el mercado, con los que paradójicamente no suelen compararse. Hay ensayos que carecen de rigor al no contar con grupos representativos y, en otros, se recurre a artificios estadísticos para magnificar y publicar resultados positivos exiguos, ya que los negativos raramente se publican. Son estas algunas de las deficiencias de una variedad light de investigación clínica que, paradójicamente, no sólo es consentida sino incluso más valorada en los currículos profesionales que la buena práctica médica.
Una gran proporción de los ensayos clínicos están controlados y financiados por las compañías farmacéuticas y de su difusión suelen encargarse profesionales de la medicina en congresos y foros diversos, subvencionados mayoritariamente por dichas compañías. Como han resaltado, entre otros, Marcia Angell y Richard Smith, ex editores de The New England Journal of Medicine y British Medical Journal, en la difusión de ensayos clínicos poco consistentes también participan prestigiosas revistas médicas, lo que les ha supuesto perder su tradicional independencia y bajar en el nivel de calidad. Pero, directa o indirectamente, todos se benefician con las compensaciones del complejo médico-industrial; los mismos hospitales públicos, además de los profesionales que participan en los ensayos, reciben también una sustanciosa parte del monto económico que las compañías pagan por la realización de los mismos.
Un extenso entramado de profesionales, agencias, fundaciones e instituciones sanitarias diversas de algún modo y en grado diverso acaban siendo fidelizados por la industria sanitaria. A través de estos profesionales e instituciones, las compañías farmacéuticas, además de promocionar sus productos, intervienen en la gestión y dirección de la investigación y docencia médica. Con una llamativa pasividad por parte de las diferentes administraciones sanitarias y universitarias, asistimos a un continuo trasvase más o menos larvado de la formación médica continuada a los ámbitos de la industria sanitaria. Los numerosos congresos, cursos, conferencias, etcétera, que aquella organiza y financia, aderezados con tintes lúdicos diversos, se hacen más atractivos que sus homónimos institucionales. Toda esta dinámica devenga en un territorio propicio para el marketing de la industria sanitaria, igual que ocurre con los ensayos clínicos. Habitualmente, cuando con un ensayo sobre un nuevo fármaco se obtienen resultados positivos, éstos, aunque sean poco convincentes, se difunden con profusión y, conseguida la aprobación de las agencias reguladoras, el nuevo fármaco es asimilado rápidamente por el mercado. Lo mismo sucede con la moderna tecnología diagnóstico-terapéutica, aunque no es infrecuente que estudios posteriores más sosegados pongan en tela de juicio aquellos beneficios.
Para regular las relaciones de la industria sanitaria con el sector médico, algunas organizaciones médicas y farmacéuticas han elaborado códigos éticos y normas sobre la buena práctica para la promoción de los medicamentos, que no han pasado de ser capítulos de buenas intenciones enunciados con llamativos epígrafes. Persiste, por tanto, esta especie de contaminación que sufren los sistemas de salud de manos de la industria sanitaria, como vienen denunciando diversas instituciones y profesionales de reconocido prestigio, que además exigen la adopción de reglamentaciones claras que lo eviten. Pero esto seguirá siendo una entelequia si nos conformamos con tímidas medidas reguladoras. Es preciso cambiar las actuales relaciones del sector médico con la industria sanitaria. Un modelo transparente conllevaría desvincular las aportaciones económicas que la industria destina para formación, investigación y asistencia médica de aquellas instituciones y profesionales con capacidad de prescribir libremente sus productos o de influir a través de medios científicos y docentes a que otros lo hagan. Deberían constituirse organismos independientes y con suficiente solvencia para ser los destinatarios y distribuidores de las mencionadas subvenciones. Organismos similares podrían controlar los ensayos clínicos, velando por su rigor, por la publicación de todos los resultados (no solo los positivos) y por su separación de la práctica médica habitual, cuando existan conflictos de intereses con las compañías farmacéuticas que los financian.
Normas de este tipo darían luz a unas actividades que proyectan bastantes sombras sobre este complejo médico industrial. Además, contribuirían a reducir la prescripción diagnostico-terapéutica de dudosa eficacia que lastra un buen sistema sanitario, pero progresivamente más costoso y difícilmente sostenible.
José Antonio Sobrino Daza es jefe del Servicio de Cardiología del Hospital Universitario La Paz
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