La sangre de Dinamarca
Ocurre cada primavera: los delfines calderones entran en la bahía de las islas Feroe, un lugar perdido en el Atlántico norte. Allí se les persigue y se les mata. La brutalidad de las imágenes ha provocado protestas en medio mundo
Parece el escenario de una película de espías. La niebla, como un algodón mugriento, no se va y el rumor no hace más que correr. Pasa de vecina a tendero, de niño a abuela, de pescador a estudiante. El caso es que, al cabo de unas horas, los 15.000 habitantes de Tórshavn lo saben. Este lugar es la capital de las islas Feroe, pertenecientes a Dinamarca desde 1380, aunque situadas a mitad de camino entre Escocia e Islandia. En un mapamundi, las islas parecen puñados de tierra que alguien tiró y cayeron, por azar, en algún sitio en medio del Atlántico norte. Los días son grises, pero las fachadas (blancas, rojas, azules) alegran la primavera. El rumor, noticia ya, alegra más a los lugareños. Los delfines calderón se acercan hasta los acantilados. Son grandes, sociales, confiadas. Vienen en busca de aguas más cálidas y de alimento. Se les divisa desde la playa. No saben lo que les espera.
Ya están aquí. Los habitantes de Tórshavn han acudido a recibirlos. Y a matarlos. Hay gente en la orilla, en lo alto de las rocas. Las barcas, sólo con hombres, salen al mar unos metros. Van en su búsqueda. Uno de los botes las descubre e iza una bandera. La flota entera está alerta. De buenas a primeras, las piedras vuelan y los calderones se asustan. El objetivo es acorralarlos en la bahía. Avanzan los barcos. Y la manada va nadando, en grupo, sin tener otra opción. Y llueven pedruscos. Después de una o dos horas, los cetáceos están exhaustos. La orilla está cerca. Y los hombres no paran de acecharlos. Y los calderones embarrancan. Y gimen (tienen mucha capacidad de sufrimiento). Llegó el final. Están acorralados.
Los jóvenes de la orilla, metidos ya hasta las rodillas en el agua, no ven el momento de ayudar: se lanzan tres o cuatro por cada animal. Los atan. Los arrastran. Ellos se resisten y golpean el agua con su cola hasta mojarles. Los mozos pueden más. Empujón final. Un hombre con mono y botas de agua espera con un cuchillo. Le corta a uno de los calderones el cuello como quien abre una sandía. Un corte limpio. La sangre fluye. Setenta cadáveres. La bahía se tinta de rojo.
Así un año tras otro. Desde hace mil. Greenpeace se queja. Es curioso que en noviembre de 2007, antes de que estallara la controversia, National Geographic eligió a las Feroe como el mejor archipiélago del mundo entre 111 para pasar unas vacaciones sostenibles. Ganaron a las Bermudas, a las Azores y a Hawai por la preservación de la naturaleza, la arquitectura histórica y el orgullo local.
El lugar es paradisíaco. Pedro Secorún, director del programa sobre el medio marino Thalassa (TV3), lo pudo comprobar y vio el horror. Hace algunos años recaló en las islas para grabar la masacre: "Es un acto de muerte y sangre, nada agradable. El ambiente es de fiesta, como antes en España en la matanza del cerdo".
El orgullo puede. Los habitantes se sienten satisfechos. Dicen que matan para comer. Que no cazan por cazar. Durante siglos, la grasa de los delfines calderones sustituyó a las vitaminas que no les era posible obtener de verduras y frutas, ya que la agricultura apenas existía. Hoy día se importan los alimentos, pero los habitantes de las Feroe quieren continuar comiendo calderón, que supone aproximadamente una cuarta parte de su consumo total de carne. Para ello, capturan unos mil anuales. A pesar de que la Convención para la Conservación de la Vida Salvaje Europea y los Hábitats Naturales ha puesto a las calderones la etiqueta de "protección alta". Greenpeace alerta de que cada vez hay menos y de que "por desgracia, la matanza de calderones no está regulada". El grupo ecologista no tiene una campaña específica sobre este tema por sus "recursos limitados" y porque da prioridad "al cese de la caza ballenera a gran escala y en alta mar". Mientras, la población de calderones se va hundiendo.
No son los únicos. Según WWF, se estima que se pueden estar capturando unos 40.000 ejemplares de cetáceos al año. Y eso que desde 1986 está prohibida la caza. A ojos de Luis Suárez, biólogo y responsable de especies de WWF España, el peligro para el resto del océano es latente: "Son animales que se encuentran en la parte más alta de la cadena trófica y su desaparición conlleva desequilibrios directos". Suárez cree que capturas como las de las Feroe "son inaceptables en la sociedad actual". Además, destaca, "el consumo de carne de estos animales no está recomendado por las autoridades sanitarias, porque contiene grandes cantidades de metales pesados y mercurio".
Jóhann, de 24 años y procedente de Fuglafjordhur (en la isla de Eysturoy), no tiene previsto abandonar sus costumbres. "El aire está lleno de CO2, ¿y por eso dejaremos de respirar?", argumenta. Le van los ordenadores, no le gusta nada leer y le encanta la carne de cetáceo: en salsa de ciruelas o simplemente con patatas cocidas untadas con la grasa del animal. "No veo nada malo en matar calderones de la forma en que lo hacemos", continúa. "No cazamos para la ciencia, sino para comer. Tampoco la vendemos". Jóhann matiza algunos de los puntos más controvertidos de la caza: "Es verdad que no la necesitamos para sobrevivir, pero forma parte de nuestra historia", "los animales no son torturados, sino matadas de la forma más rápida", "nunca he visto a nadie menor de 20 años participando".
Mirando cómo la sangre cae a borbotones hay muchos niños pequeños. Cuando los delfines calderones alcanzan Tórshavn, a los niños se les da el día libre en el colegio. Hay chavales de menos de diez años escalando entre los enormes cadáveres. Hay vísceras gelatinosas saliendo de las heridas. Hay chiquillos que escrutan los ojos y las colas de los cetáceos. Cuando la masacre termina, los cuerpos quedan tirados sobre la arena. Todos los hombres arriman el hombro para arrancar la piel. Entonces se descubre una carne roja y ribeteada por líneas de grasa. Se trocea en tiras y se echa en grandes cubetas. Cada familia tendrá su ración. Hay un sentimiento comunal.
Johannes Patterson es un granjero que nunca se pierde el ritual. Él pasea a sus ovejas por los montes desde los que se otea el océano. "Cuando naces en la isla, estás en una lista y sigues ahí hasta que mueres. Eso te da derecho a tu porción. Si lo ves por la tele, parece muy cruel. Pero ¿no podemos comer cetáceos y sí ternera del McDonald's?". Johannes alega que cualquier animal, antes de que alguien le hinque el diente, ha tenido que ser sacrificado.
No es eso, arguyen los internautas. En los blogs y los vídeos colgados en YouTube, la gente se queja de la brutalidad y de la saña. Internet ha difundido imágenes e información sobre este asunto como si la Tierra fuese una corrala de vecinos. Rápido. No todos aguantan a verlas. Quizá usted haya recibido un correo electrónico con fotos de calderones muertos y quizá lo haya reenviado. Fue lo que hizo la argentina Angy Haro. Luego abrió un grupo en Facebook contra la masacre. Otra integrante, Elisa Sarasqueta, envió una carta a la Embajada de Dinamarca en Argentina y le respondieron. Le agradecían la consulta y le informaban de que "las islas Feroe son una comunidad autónoma dentro del Reino de Dinamarca desde 1948". Que tienen "amplia competencia legislativa independiente", y ahí se encuentra la caza de calderones. Dinamarca no puede hacer nada. La Unión Europea, tampoco: las Feroe no pertenecen a ella. La misiva remite al Gobierno autónomo.
Johannes Eidesgaard es el primer ministro del archipiélago. Habló hace unos meses para la televisión ABC Australia: "Estamos tan aferrados a esta tradición porque nuestros ancestros sobrevivieron por la carne de cetáceo. Dependemos mucho del clima. Eso nos ha hecho pacientes. No somos los primeros en atacar. Los calderones son los que se acercan a la costa. No salimos al mar a cazarlos".
En su Gobierno también está Kate Sanderson. Es australiana, pero lleva en Tórshavn 22 años y su marido es natal de las Feroe. "¿Sabes qué decimos nosotros? Salva a los delfines calderones... para la cena". Y se ríe. "No están en peligro de extinción. En las islas sabemos que vivimos en un mundo globalizado y somos civilizados, pero queremos mantener estas habilidades. Tenemos una conciencia sostenible y no queremos acabar con los recursos porque dependemos del mar".
La mesa de trabajo de Sanderson siempre está llena de papeles. Son cartas y postales de todas las partes del mundo. Llegan decenas al día. No hay que rebuscar mucho: "No me gusta lo que hacéis con los calderones" y "¿qué tipo de enfermos sois? Parad esto ya". Los remitentes sólo han querido expresar su rabia. Las letras son grandes, abiertas, amorfas. El trazo es movedizo. Son de niños que acaban de aprender a escribir.
Violencia como espectáculo popular
Sufren, sangran y agonizan mientras los humanos se divierten. Las corridas de toros se han convertido en el blanco de las críticas más frecuentes y cuentan con tantos detractores como admiradores. En España se celebran más fiestas populares con maltrato animal. La ONG Libera enumera algunas. Asegura que en localidades de Extremadura y La Rioja, jinetes a caballo agarran del cuello a gallos atados al suelo. El caballo continúa corriendo, con lo cual el cuello del ave se desgarra. En un pueblo de Guipúzcoa, siempre según esta ONG, se enterraban los pollos hasta el cuello para que los decapitaran los aldeanos. Toros, burros y aves son el blanco de una diversión atroz. Esta misma semana el Toro de la Vega, en Tordesillas (Valladolid) ha reavivado la polémica. Otras muestras del horror mundial son las peleas de gallos en países de Latinoamérica, la caza del zorro en el Reino Unido y la tortura de perros y gatos en Corea del Sur.
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