La «propaganda sexista» que arrasó en taquilla: por qué ‘Una proposición indecente’ fue machista en los noventa y lo sigue siendo ahora
“¿Permitirías que tu mujer se acostara con otro a cambio de un millón de dólares?”, fue la potente premisa que convirtió la película protagonizada por Demi Moore y Robert Redford. Con motivo de sus nuevas adaptaciones, en forma de ‘remake’ y musical, repasamos los argumentos machistas de este clásico de 1993.
Fue la sexta película más vista en el mundo en 1993, por delante de clásicos como Algo para recordar o Philadelphia. Sus reclamos no eran otros que un trío protagonista estelar –sobre todo una Demi Moore en la cima de su popularidad– y una premisa de esas que en la meca del cine tildan de high-concept, de las que pueden ser vendidas a los ejecutivos de los estudios con solo una frase o, en el caso de Una proposición indecente, con una pregunta: “¿Permitirías que tu mujer se acostara con otro a cambio de un millón de dólares?”. El corazón de su premisa, dirigida solo al espectador masculino y presuponiendo que tiene alguna capacidad de decisión sobre el cuerpo y voluntad de su pareja, ya da suficientes pistas sobre por qué las asociaciones feministas de la época pusieron el grito en el cielo ante uno de los ejemplos supinos del machismo más taquillero de Hollywood. Casi tres décadas después de su estreno, la obra calificada como “propaganda sexista” vuelve ahora en forma de musical a las tablas londinenses y se prepara un remake para la pantalla de cine. ¿Estamos preparados para ello?
Una proposición indecente cuenta la historia de una pareja protagonizada por los pasionales Diana (Demi Moore) y David Murphy (Woody Harrelson). Ella trabaja como agente inmobiliaria y él es un brillante arquitecto, que ve cómo la recesión económica de principios de la década de los noventa arruina sus planes de futuro. A punto de perder la casa de sus sueños, y en lugar de mudarse a una más pequeña o cambiarse de trabajo, David convence a Diana para buscar un golpe de suerte en los casinos de Las Vegas. La cuestionable fortuna aparece en forma de un atractivo y caballeroso multimillonario, John Gage, interpretado por un Robert Redford que canaliza el misterio y la elegancia de Jay Gatsby. Obnubilado por los encantos de la joven, Gage le ofrece un millón de dólares a David a cambio de pasar una noche con su mujer.
En la subasta entre los dos hombres, que juegan al billar y a la que Diana asiste como espectadora, el personaje femenino apenas tiene voz sobre lo que ambos negocian. “No estoy a la venta”, alega de forma meramente cosmética, para demostrar unos segundos después que por supuesto que está a la venta si se trata de que David no renuncie a su soñada mansión californiana. Las feministas de la época denunciaron las dinámicas de poder retratadas por el filme, en el que el personaje femenino es tratado como un mero objeto de trueque. Hasta el abogado de la pareja, interpretado por Oliver Platt, felicita a Harrelson por el trato. “Deberías haber pedido dos millones”, sostiene sin atisbo de rubor y exigiendo un 5% de comisión por el ‘alquiler’ de la mujer de su cliente.
La película transitaba una ruta por la que habían caminado –con menor éxito de taquilla– otras películas como Luna de miel para tres o La chica del gángster, en las que los personajes femeninos tenían que solventar los problemas económicos de sus parejas. “Son versiones actualizadas de las prostitutas de Sin perdón (Clint Eastwood), mujeres que pagan con sus cuerpos los errores de los hombres. Esto ha pasado durante siglos. El nuevo giro es que estas mujeres están atadas emocionalmente a los hombres que les piden que se vendan a sí mismas”, explicó la psicóloga Sue Kuba a The Washington Post.
Pero más insultante que la proposición indecente que da título a la película resulta la toma de la decisión por parte de la pareja protagonista. El debate tiene lugar en una sola escena de apenas unos minutos de duración, con ambos desnudos en la cama. “No quiero hacerlo, pero lo haría por ti”, sostiene Diana, que considera el dinero imprescindible para su futuro –“terminar la casa, devolver el dinero a tu padre y deshacerte de tus deudas”. Excusándose en que solo se trata de su cuerpo, “no de mi mente ni de mi corazón”, no volvemos a presenciar ninguna otra secuencia en la que duden sobre la reprobación del trato, o en la que personaje de Moore exhiba, al menos, cierta vacilación o titubeo antes de ser moneda de cambio. Hasta para la sociedad de principios de los noventa esta exposición de los hechos era todo un escándalo.
Durante el transcurso de su metraje –atención, spoilers–, la pareja acaba rompiendo por las consecuencias emocionales de haber aceptado el trato y Demi Moore cae de nuevo en los brazos de un insistente Robert Redford, sin importarle, al parecer, que ese mismo hombre haya comprado antes su compañía. La mujer trofeo-objeto encarnada por Demi Moore tiene cierto paralelismo con el personaje de Julia Roberts en otro de los grandes pilares del realismo mágico y romántico de Hollywood de principios de los noventa, Pretty Woman, en la que Richard Gere desembolsaba 350.000 pesetas por una semana de sus servicios.
Tal es la tramposa fantasía promovida por este tipo de películas –un multimillonario caballeroso con el rostro de Redford o Gere no es precisamente el prototipo de cliente medio que paga por tener sexo con una mujer– que, como recogió Emma Roig en un artículo publicado en 1993 en El País, hasta un 64% de las mujeres estadounidenses confesaban que responderían afirmativamente al reto al que se enfrentó Demi Moore. Detrás de la cámara estaba Adrian Lyne, que se había erigido en el rey del thriller erótico de la época gracias a películas como Atracción fatal y Nueve semanas y media. A pesar de su impactante premisa, si algo comparte el cine de Lyne es una capa de conservadurismo intrínseco en su trama. Tras las traumáticas peripecias vividas por los protagonistas de Una proposición indecente o Atracción fatal, la unión de la pareja acaba prevaleciendo en el desenlace, expulsando a los intrusos y reforzando los valores familiares.
El auge de las películas que mostraban a las mujeres en roles inanes o vergonzantes coincidió en el tiempo con el primer gran desembarco de directivas en la industria del cine, anhelando una paridad que casi tres décadas después sigue sin materializarse. Precisamente, el estudio responsable de Una proposición indecente, Paramount Pictures, estaba dirigido por una mujer, Sherry Lansing, que había roto el techo de cristal como ejecutiva de Hollywood en los años ochenta. Cuestionada al respecto, Lansing no solo negó cualquier acusación de sexismo con respecto al argumento del filme, sino que la calificó como “toda una declaración feminista”. “Diana decide con quién quiere acostarse, decide qué quiere hacer con su cuerpo. Fue su decisión irse con Robert Redford”, defendió en The New York Times. Lansing también estaba detrás de otros controvertidos ejemplos del género como Acosada o Atracción fatal, que levantaron polvareda por las representaciones de los personajes interpretados por Sharon Stone y Glenn Close, respectivamente.
Una proposición indecente supuso todo un éxito internacional de taquilla y tuvo a las parejas de medio mundo preguntándose durante meses si ellos también accederían al trato y, al otro medio, escandalizado por siquiera atreverse a proponer semejante detonante argumental. La crítica, sin embargo, la castigó sin miramientos y acabó llevándose el premio Razzie –los antiOscars del cine– a la peor película del año. En 2018 se anunció la preproducción de un remake, con la guionista de la adaptación cinematográfica de La chica del tren, Erin Cressida Wilson, a cargo del proyecto. Un guion que, visto lo visto, necesitará de un cambio radical para no ser vapuleado por los espectadores de la actualidad. Este próximo 28 de mayo también verá la luz en Londres un musical basado en la novela original de Jack Engelhard, que ya ha levantado la esperada polvareda mediática en la prensa británica sobre la idoneidad de su estreno.
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