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Un ‘selfie’ desde prisión: la última excentricidad de la estafadora de la jet set neoyorquina

Engaños a bancos y a socialites por más de 300.000 dólares mantienen a Anna Delvey (Anna Sorokin) recluida en una prisión de máxima seguridad. Una serie basada en su hazaña para Netflix y la burla a las normas publicando en Instagram son los últimos hitos de esta historia.

Anna Delvey (Anna Sorokin) en un evento.
Anna Delvey (Anna Sorokin) en un evento.Matteo Prandoni

Más de 300.000 dólares estafados a su entorno cercano y a bancos para conseguir materializar su proyecto, un club exclusivo al estilo de los Soho House que nunca llegaría. Y también para sostener un tren de vida con gustos caros en el que, durante más de un año, las estancias en hoteles de a 500 dólares la noche, las cenas en restaurantes como el francés Le Coucou y los viajes a Marruecos en los que dejaba a deber hasta 60.000 dólares en apenas una semana, eran la norma. Anna Delvey (en realidad Anna Sorokin) consiguió la vida de lujo que soñaba sin contar siquiera con una tarjeta de crédito a su nombre. A base de giros postales falsos y cheques sin fondo, la joven rusa de 26 años se construyó una identidad alternativa en la que interpretaba a una heredera alemana con más de 25 millones de dólares en su fondo fiduciario. Escondida casi siempre bajo unas gafas de sol gigantes de Céline y vestida rigurosamente de negro Givenchy, el personaje aguantó hasta que Sorokin fue arrestada a final de verano durante una escapada a Malibú.

«La maga de Manhattan», así la apodó Rachel Deloache Williams. La editora de fotografía de Vanity Fair Estados Unidos, que se confesaba una de sus víctimas, fue la primera en contar su historia en abril. Ya casi terminado mayo, Jessica Pressler publicada un extenso reportaje sobre ella en New York Magazine que suscitaba el interés de los medios estadounidenses. Vulture incluso imaginó el casting perfecto para una posible película. Y, tal vez inspirada en ello, Shonda Rhimes (Anatomía de Grey, Scandal) acaba de adquirir los derechos de la historia para el que será su primer proyecto en Netflix. ¿El último episodio de este delirio? Tras conocerse la noticia, Anna publicaba un selfie en Instagram (ahora borrado) bajo la localización de Rikers Island, Nueva York, la prisión de máxima seguridad donde permanece desde octubre.

«Thelma & Louise», escribía en la imagen. En ella, con el skyline neoyorquino de fondo y un filtro de orejitas, aparecía junto a Neffatari Davis. Neff es una aspirante a dirección de fotografía de su edad a la que Anna conoció durante su estancia en el hotel 11 Howard, en el Lower Manhattan. Ella trabajaba en la recepción del recién estrenado edificio y el primer acercamiento entre ambas se produjo con un billete de 100 dólares a cambio de una recomendación de algún restaurante. Anna los soltaba sin pestañear. “La gente peleaba por llevar sus paquetes arriba”, contaba Neff a Jessica Pressler. Como en la película de Ridley Scott, Neff se convirtió en la compañera inseparable de Anna. Se la llevaba a cenar, pagaba masajes y sesiones de entrenamiento para las dos e incluso le compraba ropa. Siempre en efectivo.

«La había visto en Instagram (entonces con 40.000 seguidores), sonriendo y bebiendo en fiestas y saraos, a menudo acompañada por mis propios amigos y conocidos», decía Rachel D. Williams. Cómo había llegado a codearse en esos círculos de la sociedad neoyorquina no estaba del todo claro. Ella contaba que a través de unas prácticas que sí realizó realmente para la publicación de moda Purple. Allí había establecido buena relación con el editor jefe, Olivier Zahm, y se convirtió en habitual de citas como la Semana de la Moda de París o Nueva York, llegándose a ir de cena incluso -aquí viene el cameo- con Macauly Culkin. Anna hablaba poco o nada de sus orígenes, pero a Williams, según contaba, hubo un detalle que le llamó la atención de esta supuesta joven heredera alemana: el empeño con el que, para ser una ‘niña rica’, Anna insistía emocionada en sacar adelante su ambicioso proyecto de club exclusivo y espacio dedicado al arte contemporáneo que llevaría el nombre de Fundación Anna Delvey (ADF). A Rachel, como a Neff, ya la tenía.

Buscar inversión para el proyecto era su empeño. Según contaba Neff a New York Magazine, era habitual verla deambular por el hotel al teléfono o enviando emails al respecto. A través de Gabriel Calatrava (el hijo del arquitecto español), supo de un edificio en alquiler que parecía perfecto para erigir su espacio, Church Missions House, en la esquina de Park Avenue y la 22. Después, se dedicó a buscar inversores privados, llegándose a plantar en las reuniones en un jet privado alquilado para la ocasión haciendo uso de un justificante de transferencia de 35.000 dólares falsificado de Deutsche Bank. Y pidiendo préstamos bancarios que no cuajaban por la imposibilidad de demostrar esos 60 millones de dólares en bienes e inmuebles que Delvey decía tener en Suiza.

Nada que ver con la realidad. Nacida en Rusia en 1991, Anna fue criada en una familia humilde, con un padre camionero que, tras declararse insolvente en 2013, se reinventaba como empresario de dispositivos de bajo consumo, según investigó Jessica Pressler. Sí era cierto que había vivido en Alemania, desde los 16 años y en un pueblo cercano a Colonia. Más tarde, justo antes de la etapa neoyorquina, se había mudado a Londres a estudiar en la prestigiosa escuela de artes y diseño Central Saint Martins y desde 2013 rondaba Nueva York. En la ciudad británica conocería a Marc Kremers, supuesto amigo de confianza y director creativo en su proyecto a quien la transferencia de 16.800 dólares prometida a cambio de su trabajo nunca le llegó.

Las primeras dudas surgieron en el hotel. Dos meses después de su ingreso en 11 Howard, que había sido en condiciones excepcionales por ser amiga del dueño y promotor Aby Rose, no había ninguna tarjeta registrada relacionada con su cuenta, la deuda ascendía a 30.000 dólares y la transferencia prometida para cubrir su estancia tampoco llegaba. Un hecho que coincidía en el tiempo (abril de 2017) con el episodio de la cena con Neff en Sant Ambroeus. Cuando Anna, como de costumbre, fue a pagar, ni tenía efectivo ni le funcionó ninguna de las 12 combinaciones de números de tarjeta que probó. Neff se ofreció a pagar la cuenta, pensando que se lo debía después de tantas veces. Al día siguiente le devolvió tres veces esa cantidad, en billetes. Una cifra que, junto a esos 30.000 que debía al hotel, Anna habría conseguido a través de una serie de cheques falsos por valor de 160.000 dólares que consiguió depositar en Citibank, de los cuales conseguiría retirar 70.000 en efectivo. Pero el problema de la tarjeta seguía ahí, ¿por qué no daba sus detalles si se trataba de una joven solvente que pretendía emprender? Un mes después, con la deuda volviendo a crecer y aún sin los datos necesarios, se bloqueó su habitación y se retuvieron sus cosas.

Fue su propia amiga Neff quien la avisó. Anna, restándole importancia, propuso a la recepcionista un viaje a Marrakech, que esta rechazó por trabajo pero al que sí se sumaron Rachel D. Williams y el entrenador personal de Delvey, otro habitual del círculo a quien Anna pidió alojamiento y demás favores en más de una ocasión. Alojándose en el palacio La Mamounia, el problema de la tarjeta de crédito se repetía. Era rechazada pero esta vez la cuenta ascendía a 62.000 dólares y las amenazas de seguridad para Anna eran fuertes. Rachel, bajo la promesa de la estafadora de hacer una transferencia inmediatamente, acabó pagando la deuda, pero a día de hoy solo ha recibido 5.000 dólares de vuelta.

El principio del fin. Tras varios intentos (cada vez más cortos) de repetir jugada en hoteles de la ciudad y en un viaje huida a California con sus últimos miles de dólares estafados, Anna Sorokin era detenida en Malibú con el verano llegando a su fin. Incapaz de pagar la fianza que se le exige y declarándose inocente, su última vez en juicio fue en enero y continúa presa en la prisión femenina neoyorquina de máxima seguridad Rikers Island, donde cumplirá condena los próximos 15 años. «Este lugar no es tan malo en realidad», ha contado a Pressler. «La gente suele pensar que es horrible, pero yo lo veo como una experimento sociológico». Interesada en cómo se está contando su propia historia, pide a la periodista que le enseñe revistas que hablan de ella. En las últimas horas, además del selfie junto a su amiga, otra nueva publicación etiquetada en la ubicación ‘Rikers Island Prisión de Máxima Seguridad’. Un vídeo «throwback Thursday» cenando de Le Coucou (también eleminado) que, junto a la otra imagen que rompía la inactividad de su Instagram desde agosto, ponía en jaque a sus más de 48.000 seguidores. The Cut especulaba con la posibilidad de que su amiga Neffatari hubiese tomado el control de la cuenta. Si Anna, como explica Jessica en su reportaje, «miró el alma de Nueva York y aprendió que si distraes a las personas con objetos brillantes, con grandes fajos de dinero en efectivo, con los indicios de riqueza y les muestras el dinero, prácticamente no podrán ver nada más». Ahora parece haber mirado profundamente a la sociedad del 2.0 y está intentando conseguir el mismo efecto con su relato en redes. El gancho definitivo para el común de los mortales.

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