¿Se acabó el pudor?
En la web social, la vergüenza analógica parece filtrarse con otra moralidad. La información personal trasciende los vínculos individuales en aras de un nuevo concepto de sabiduría colectiva.
Tiene algo de malo compartir fotografías de mi bebé en Internet?», se preguntaba el año pasado Isabel Llano, recién estrenada su maternidad. La pregunta tuvo que planteársela a conciencia, tal vez porque esta exitosa bloguera tiene una impronta digital infrecuente: casi 200.000 seguidores en Facebook, 55.000 en Twitter y un canal de YouTube con 120.393 suscripciones y más de 20 millones de visionados. Esta ingeniera informática asturiana se lanzó a la Red en noviembre de 2009 cuando decidió colgar un vídeo en YouTube en el que enseñaba cómo hacerse un moño con un calcetín. Llano se convirtió en Isasaweis a través de su blog, donde comparte con la gente las cosas que hace y que les pueden resultar útiles. «Primero fueron truquitos de belleza; después, recetas de cocina; y cuando me quedé embarazada, lo compartí con mis seguidores». Una vez nacido su hijo, ¿debería quebrar su privacidad familiar y compartirla con sus seguidores? Finalmente, Llano publicó una foto del retoño. «Y no pasó nada. Solo que la gente me dijo que tenía un hijo precioso», dice la bloguera.
El dilema de Isasaweis reside en la tendencia que marcan Facebook, Google+, Twitter, Pinterest, Instagram, Tuenti o YouTube, las principales redes sociales, que parecen señalar un camino irreversible: en la sociedad digital moderna, mostrarse no es un delito. Los ejercicios de sinceridad online contribuyen a construir un retrato nuevo sobre nosotros mismos y a que la colectividad se nutra de tanto flujo de información. En la web, la exposición o sobreexposición termina siendo un plus no condenable. Es más, exigible. «Desconfía de quien se oculta; respeta y ama a quien se muestra», parece decir el nuevo credo digital. ¿Hemos perdido el pudor a mostrarnos?
«A mí me preocupa más la privacidad de los demás que la mía, por eso no escribo cosas que pueden afectar a otros. No me preocupa tanto el pudor, aunque tampoco pretendo caer en el exhibicionismo», dice Martin Varsavsky, emprendedor, director de Fon y popular bloguero con miles de fieles seguidores. Para Varsavsky, las redes sociales son «la inteligencia colectiva de tu entorno», a la que se accede con un nivel determinado de sinceridad. «Si eres alguien que cree poco en compartir, tampoco vas a enterarte de críticas o de ideas que pueden hacerte mejorar». Varsavsky cree en la web social como generadora de conocimiento, muy por encima de cualquier reticencia analógica. «Las redes sociales demostraron que la gente tenía muchas más ganas de compartir que miedo a hacerlo», concluye.
Marisa Toro, directora de Comunicación de Google, traza el asunto desde un ilusionado optimismo, pero se le atraganta, como a Varsavsky, el término «pudor». «Creo que lo que está ocurriendo en estos momentos es que realmente las personas hemos desarrollado los beneficios sociales que tiene Internet», dice alabando una plataforma en la que el ejercicio básico es «compartir la información y que sea accesible a todo el mundo». Para Toro, el ecosistema creado en los últimos años con la explosión de la vida social «eleva a la máxima potencia su espíritu esencial de compartir. El siguiente paso es cómo convertimos toda esa información en conocimiento», explica.
Otro emprendedor con perfil público abierto y expuesto en la Red es Ricardo Galli, fundador de www.meneame.net. Para él, el pudor no se acabó con la sociabilidad digital. «Es un problema difícil de aislar, que suele amplificarse en las redes por el efecto cámara de eco. Si estás rodeado de gente sin pudor, es fácil creer que nadie lo tiene, pero hay más personas que son muy reservadas en la Red», asegura.
Y si nuestra presencia en las redes sociales es una clara exposición pública, donde cada uno se manifestaría tal y como se expone públicamente, edulcorando o no su huella cibernética, ¿habría una relación directa entre el yo que uno proyecta y su comunidad de seguidores? Para Toro, en la vida social de Internet, nos mostramos igual que en la vida analógica: «Quien tiene muchos amigos en la vida real es probablemente alguien que tiene muchos seguidores en Internet».
Entonces, ¿cómo diferenciar el celo analógico a compartir o no compartir nuestra intimidad con desconocidos digitales y la gestión de la sacrosanta privacidad? Ricardo Galli la analiza desde dos niveles: las tonterías que podamos compartir y el mal uso que se puede hacer de los datos personales en la Red. Para él, la percepción de la privacidad es muy variable y depende de la edad, la cultura y el ambiente social en el que se desarrolle el individuo. «Los menores de 20 años tienen una idea muy diferente de la privacidad de la que tienen los maduritos. Ellos han nacido y crecido con la Red y los tuentis, así como antes podías haber nacido en un pequeño pueblo donde no había secretos de los negocios y amores de cada uno».
Varsavsky, en tono optimista, destierra la pérdida del pudor o el triunfo de la egomanía en la Red para regresar a la idea del principio, la necesidad de la gente de ampliar sus círculos sociales: «Tus amigos podían no ser tus mejores consejeros sobre literatura, música, ciencias… Ahora todo se comparte. Hay a quien le sale un grano en la piel, cuelga una foto en Twitter y pregunta: “¿Qué tengo?”. Otro usuario, probablemente médico, le dirá: “Tienes herpes zóster”. Y mira qué pudor, pero alguien encontró una solución. Estamos ante la inteligencia colectiva y el pudor es un precio muy bajo para acceder al poderío intelectual de las redes sociales». El mensaje está claro, parece que lo que más recomiendan es el pudor controlado. Una Instagram de las vacaciones, una canción, una poesía en Twitter o un silencio en Facebook terminarán por enriquecer nuestro entorno próximo de la misma manera que beberemos de aquello que los demás ofrezcan con generosidad. La Red, dicen, nos hará más poderosos, sociables y sabios.
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