Sarah Jessica entra en faena
La actriz icono de estilo salta al ruedo con nueva película y actitud torera. Descubrimos a la Carrie Bradshaw más flamenca.
Aunque las actrices tengan talento manejando sus emociones para interpretar papeles de lo más variopintos, encontrarse con una cara a cara, aparentemente sincera y relajada en su papel de objeto de interés mediático no es lo habitual. Pero ahí está Sarah Jessica Parker, entrando con paso decidido en los estudios habilitados para las fotos de este reportaje en Nueva York.
A primera vista nos sorprende su extrema menudez –mide 1,60 metros, tiene un cuerpo estrechísimo y muy fibroso– y también su amabilidad y simpatía: un espontáneo «¡qué guapos sois todos!» desarma al equipo. La actriz destensa el ambiente en cuestión de segundos saludando uno a uno a todos los presentes con un apretón de manos y una encantadora sonrisa.
Lleva un vestido negro de algodón que combina con unas zapatillas All-Star blancas con los cordones desatados, que la hacen parecer casi una niña. De su brazo cuelga un bolso de tela y la acompaña un séquito de tres personas. Otras tres se le han adelantado y la esperan desde hace un rato frente a la mesa de maquillaje: Leslie, de origen cubano, su maquilladora desde hace siete años; Gina, su manicurista desde que se encontraron en el set de Sexo en Nueva York hace una década; y su peluquero, contratado recientemente.
Leslie, que la conoce bien, nos contará más tarde que ella es así: «Muy espontánea. Le gusta cuidar a la gente que tiene alrededor. Es una de las personas más especiales que he conocido». Cuando llega la hora de mostrarle el vestuario se vuelve a respirar cierto nerviosismo: no todos los días se viste a la intérprete de Carrie Bradshaw… Pero Sarah Jessica vuelve a demostrar su accesibilidad y sencillez: mira fascinada la chaqueta de torero y alaba su trabajo artesano, al igual que el de la peineta gigante que reposa sobre la mesa; luego devora con los ojos los zapatos de terciopelo negro de Miguel Palacio, sobre cuyos tacones se aúpa para enseñárselos a los publicistas que llegaron con ella. Repite el nombre del diseñador español en alto y uno de ellos saca la libreta y lo anota. Ya ante el fotógrafo, no teme a la cámara, capote o mantilla; hace suya cada prenda por muy ajenas, como estas, que le sean. En un momento dado, ante un comentario de un miembro de su equipo por sus gestos toreros, casi le saltan las lágrimas de risa. Da las gracias por todo y a todos. Se lo está pasando bien.
A lo único que le pone pegas es al rojo de labios, que no le agrada. «Creo que es para mujeres muy jóvenes», comenta. Y su maquilladora, en tono confidencial, añade: «¡Pero si ni siquiera usa maquillaje! Trata de vivir con mucha normalidad; lo que más le gusta es estar en casa con sus niños».
Efectivamente, en el rostro de Sarah Jessica no hay rastro de pinturas o indicios de haberse dejado acariciar por el bótox o el bisturí. Y si lo hubiese hecho, el médico realizó su trabajo con mucho esmero; porque, al contrario de lo que ocurre con otras caras famosas (Nicole Kidman y su cutis momificado quizá sea el ejemplo más sangrante), nadie diría que Sarah Jessica ha pasado por el quirófano. Tiene 46 años, aunque demuestre unos pocos menos, pero parece una mujer cómodamente instalada en su edad. Y si uno no supiera su identidad y se la cruzara por la calle –algo bastante posible porque utiliza habitualmente el metro de Nueva York–, ni su ropa ni su aspecto llamarían la atención. ¿Es posible ser Sarah Jessica Parker y escapar a la dictadura de Carrie Bradshaw, el personaje que con sus vestidos de firma y sus vertiginosos manolos la hizo célebre en la serie que la catapultó al estrellato? A juzgar por el poco interés que muestra por pasearse por la vida con aire de estrella, Sarah y Carrie no son la misma persona. En lo único que se asemejan es en su protección de la intimidad física. Lo comprobamos de inmediato cuando la actriz coge entre sus manos un vestido con transparencias de Gucci que, de forma automática, mira con desconfianza. «¿Seguro que no voy a estar demasiado desnuda, verdad? ¿ No se me verá el trasero?». Desde que el mundo la conoció encarnando a la principal protagonista de Sexo en Nueva York, el espacio que triunfó a finales de los años 90 por ser el primero que llevó a cuatro mujeres a hablar sin tapujos sobre sus experiencias sexuales en televisión, ella siempre se ha negado a aparecer sin ropa. De hecho, es la única actriz del reparto que jamás lo hizo.
Entonces, la comedia de situación fue calificada de revolucionaria porque se hablaba de orgasmos y de cómo las mujeres lidiaban sexualmente con los hombres; aunque vista en la distancia hay quien la considera más bien conservadora. Bajo su aparente libertinaje trascendía un mensaje algo machista y tradicional: para alcanzar la felicidad todas las mujeres necesitan un hombre-marido-amante-padre de sus hijos, además de zapatos y complementos caros con los que sentirse más guapas. «El momento económico que vivimos ha cambiado mucho la situación. Las mujeres no podemos ser esclavas de los precios que imperan en el mundo de la moda. Yo creo en su democratización, en los productos asequibles. Y lo cierto es que ahora incluso los grandes diseñadores han creado líneas pensando en esos parámetros, porque son conscientes de que los consumidores lo exigen».
La artista lo explica un día después de la sesión de fotos, sentada como una adolescente sobre un sillón de una suite en el hotel Waldorf Astoria, descalza y con las piernas cruzadas, luciendo un veraniego vestido rojo y blanco de Oscar de la Renta. Esa idea de democratizar la moda, tan poco Carrie Bradshaw, no son solamente palabras. Una de las grandes sorpresas que dio la actriz al finalizar la última temporada fue convertirse en el rostro de una marca popular como Gap. Poco después entraba en el negocio del diseño creando una línea de ropa económica, Bitten, a través de las tiendas Steve & Barry’s. «Desgraciadamente no se tomaron las decisiones adecuadas y los almacenes han desaparecido». Y con ellos su primera empresa de ropa.
No deja de ser paradójico que la mujer que se convirtió en uno de los iconos mundiales de la moda más lujosa, a la que han vestido a través de la serie todos los grandes diseñadores del siglo XXI, no haya triunfado del todo en ese negocio. Desde hace casi dos años también trabajaba como presidenta de la casa Halston Heritage, pero este mes anunció que abandonaba el cargo. «La empresa quiere embarcarse en una línea de franquicias y a mí no me interesa», explica escueta sobre un tema del que aún no hay ni un comunicado oficial.
Pese a ello, en lo económico no le va nada mal. Recientemente la revista Forbes la situó en el primer puesto de la lista de las estrellas que más dinero habían ganado en el año 2010 (30 millones de dólares), algo que la hace exclamar: «¡Uy, no me hables de eso! No sé de dónde han sacado esos números. A mí no me gusta nada hablar de dinero y te aseguro que este año no ha sido boyante». Pero no puede negar que su trabajo como actriz y productora está siendo más que rentable. Las reposiciones de la serie le dan cuantiosos ingresos y la última película Sexo en la ciudad 2 generó 300 millones de dólares. Además, sus tres líneas de perfumes, Covet, Lovely y SJP NYC, sí tienen éxito comercial. «Hacer perfumes es un sueño que tuve desde mi adolescencia. Ya entonces contaba con una opinión muy marcada sobre ellos, pero tardé años en atreverme a decirle a alguien que me interesaba entrar en ese campo». Y… ¿cómo se educa el olfato para trabajar entre fragancias? «Yo creía que no sabía nada, pero he descubierto que tengo un instinto natural para ello, igual que mi hijo, que es capaz de decirte todos los componentes de una esencia. Lo que sí ha sido difícil es entender toda la parte del negocio; es muy complicado, un mundo muy competitivo que además en estos momentos sufre la crisis, porque los perfumes son artículos de lujo y son lo primero que uno deja de comprar cuando hay poco dinero».
Sarah Jessica Parker comenzó a actuar cuando era una niña, pero nunca se imaginó que alcanzaría fama mundial como actriz y mucho menos que se convertiría en un icono de referencia estilística para otras mujeres. «El único sueño que tenía de pequeña no estaba relacionado con la fama o el dinero. Me encantaba jugar a ser otras personas y ese juego me hizo dedicarme a la interpretación, pero jamás me imaginé que me llevaría hasta la moda. Supongo que siempre tendré que darle las gracias a Carrie Bradshaw porque ha creado una segunda carrera para mí. Además, trabajar con Patricia Fields (la estilista de Sexo en Nueva York) fue como hacer un máster en buen gusto: he podido desarrollar un paladar estético del que carecía». Esa educación en temas de imagen la ha llevado a entregarse a creadores como Alexander McQueen, Sarah Burton (quien ahora dirige la marca del fallecido diseñador británico), Oscar de la Renta y Narciso Rodríguez, firmas que viste habitualmente para sus actos públicos. «En mi casa apenas había dinero, éramos ocho hermanos y mi madre nos hacía la ropa. Por eso yo hoy sigo viendo un vestido bonito como un lujo por el que siempre doy las gracias», dice con humildad.
Mientras se desarrolla la conversación la actriz tiene su Blackberry en mano y ante cualquier duda que le surge le manda un SMS a su marido, el actor Matthew Broderick. «Hoy debe de estar de mí hasta el moño porque no he parado de llamarlo y de escribirle», comenta jocosa. Con él tiene tres hijos: James Wilkie, de ocho años, y Marion y Tabitha, gemelas de dos años nacidas con la ayuda de un vientre de alquiler. Compaginar trabajo y maternidad no ha sido fácil. Por eso se ha sentido a sus anchas en el papel de la película que está promocionando actualmente, Tentación en Manhattan, de estreno el 21 de octubre, en la que interpreta a una madre trabajadora que trata de conciliar su vida familiar y laboral sin morir en el intento. «Creo que toca un tema del que se habla en todas partes. Muchas mujeres discuten sobre qué significa ser hoy madre y profesional. Afecta muy de cerca a mi generación, por eso me parece que es un filme relevante que aporta ideas al respecto».
Sabe de lo que habla. Con los años, Sarah Jessica es mucho más que una actriz; es una mujer de negocios. Tuvo la suficiente visión de futuro como para entrar en el mundo de la producción durante la segunda temporada de Sexo en Nueva York y haber sabido alimentar esa faceta hasta el punto de crear su propia productora, Pretty Matches, con la que ha desarrollado múltiples proyectos, incluido un reality show sobre artistas plásticos titulado Work of Art –«porque adoro el mundo del arte»–, que este mes lanza su segunda temporada. «Dicen que las actrices de mi edad tienen problemas para conseguir papeles. Yo, por suerte, aún no lo he vivido. Pero si eso ocurriera y la producción se convirtiera en mi principal trabajo, no me importaría. No obstante, mi pasión, por encima de todo, sigue siendo la misma que cuando era niña, ser actriz y jugar a ser otras personas».
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