_
_
_
_

¿Qué me pongo para ir a trabajar?

Cuando parecía que el ‘casual friday’ se había extendido también al lunes, va y aumenta el interés por los códigos de vestimenta clásicos (aunque renovados) en el entorno laboral.

¿Qué me pongo para ir a trabajar?

En la serie Scandal pasan muchas cosas inverosímiles. Por ejemplo, hay una agencia de inteligencia internacional tan secreta que ni el presidente sabe que existe. También, la hija de un espía y una terrorista tiene un affaire con el líder del mundo libre. Además, una administración republicana aprueba una ley de control de armas. Pero quizá lo que más cuesta creer es que una mujer hiperocupada atraviese su frenética jornada laboral vestida de blanco, de pies a cabeza, con guantes y capelina, y llegue al final del día –ese momento en el que se reencuentra con su sofá, también blanco, y su copazo de vino tinto– sin mácula. ¡Ah! Y con los bucles del pelo perfectos, porque curiosamente nunca se le aflojan.

Aunque el de Pope no sea un modelo muy práctico, sí está resultando influyente, confirma Kat Griffin, de la web Corporette, dedicada a dar consejos de moda a mujeres profesionales. «Mis lectoras, desde luego, se fijan en lo que llevan Olivia Pope (Kerry Washington en Scandal) o Alicia Florrick (el personaje de Julianna Margulies en The Good Wife)», asegura Griffin. Algunas prendas, como la gabardina color crema de Tory Burch que Washington lleva en varios episodios, acumulan miles de pines en Pinterest y es fácil encontrar versiones más asequibles recomendadas en Internet, como pasó con las blusas de seda de Gillian Anderson en The Fall.

El verano que se emitió la primera temporada de esa serie, Asos notó un pico en la venta de ese tipo de prendas. Habrá que ver si sucede lo mismo con los vestidos cruzados, tipo Diane von Furstenberg, que luce Maggie Gyllenhaal en The Honourable Woman, otra heroína con una vida profesional –encabeza un conglomerado con origen en la venta de armas en Oriente Medio– tan compleja como su vestuario.

Según Griffin, no se trata tanto de calcar sus looks, que casi siempre incluyen tacones de 12 centímetros, como de introducir elementos más actuales en la vestimenta laboral. Ésa era una de sus misiones cuando inició su proyecto después de haber trabajado como periodista y como abogada en el gabinete jurídico de una empresa con sede en Wall Street. «En aquella época me interesaban las tendencias y leía blogs y revistas, pero lo que encontraba era completamente impracticable. Recuerdo haber leído en una cabecera muy popular que las sandalias de gladiador eran una gran idea de estilismo para las entrevistas de trabajo. No encontraba algo útil, así que decidí crear un lugar en el que se estableciera un mejor diálogo entre la moda y la realidad».

Marta Soul

En su web no aparecen políticas ni empresarias conocidas. «No me gusta verlas como iconos de estilo. No se dedican a eso y no se les debe exigir que vistan bien. Y las que lo hacen seguramente tienen ayuda de estilistas, entrenadores, asesores… cosas que no están al alcance de las mujeres normales». A éstas les da dos macroconsejos fundamentales: «El primero es: conoce tu espacio. Lo que funciona en la oficina de tu amiga puede no servir para la tuya. Y el segundo: no lleves cosas que distraigan. A veces significa tirar por algo muy conservador y otras, simplemente, evitar zapatos que hagan mucho ruido o pendientes que cuelguen».

Según Laura Eceiza, socióloga de la Moda y profesora en la Universidad Europea de Madrid, los códigos de vestimenta se han relajado. «Hasta los 90 eran mucho más estrictos. Los zapatos y los bolsos debían ir conjuntados, los calcetines tenían que ser del mismo color que el zapato, mezclar ciertos tonos era síntoma de mal gusto… En los últimos 20 años hemos sufrido un giro radical». Pero precisamente porque el abanico se ha ampliado, también parece haber más desorientación. «Nos sentimos perdidos ante una oferta inmensa, abrumados, y no sabemos cómo dar una imagen adecuada a lo que queremos transmitir», apunta.

De ahí que surjan webs y servicios de asesoría como Corporette o Working Outfits, que ha fundado la sevillana Rebeca Ávila. «Llevo más de 15 años trabajando en relaciones públicas y he aprendido que la imagen es mucho más que un simple estilismo, es una potente herramienta para conocerse mejor y ganar en seguridad», afirma. En su página, prescribe soluciones para situaciones específicas (reuniones, presentaciones, entrevistas de trabajo) y las adapta a diversos ámbitos profesionales. «Incluso dentro de los sectores más rígidos, como la banca o la abogacía, puede haber mil matices», explica. Silvia Cruz, una treintañera que trabaja en una importante entidad financiera, entiende a qué se refiere Ávila con lo de la rigidez. «El día que hice la primera entrevista me compré un traje azul de Zara y una camisa blanca. Parecía una camarera y me sentía rarísima. Ahora le he ido cogiendo el punto y me siento más yo [hoy lleva una falda beis y un top color mostaza], pero me ha costado». Aun así, define su armario como completamente «bipolar». De su vida civil no aprovecha ni los bolsos. «Incluso llevo las uñas distintas. De lunes a viernes, en rosa claro; y los fines de semana, sin esmalte o de color rojo subido».

Para evitar ese ‘efecto camarero’ y otros errores, la ONG británica Smart Works ofrece ropa y consejos a mujeres con bajos ingresos y con dificultades para salir del desempleo. Les ceden un look completo y les dan claves para afrontar las entrevistas de trabajo. La organización colabora con The Outnet, donde los bolsos, tras todos los descuentos, pueden seguir costando lo mismo que el salario mínimo interprofesional. Pero lo que se proponen sus fundadoras es dar recursos, que parecen de sentido común, a mujeres que culturalmente no han podido tener acceso a ellos. Y al parecer funciona. En su web recogen testimonios como el de Kim, una señora de 51 años que había enviado más de 100 solicitudes de trabajo sin éxito. Con su traje prestado, se sintió «como con un millón de dólares» en la entrevista y consiguió empleo en el servicio de atención al cliente de una empresa de telefonía.

«En los contextos profesionales se recurre casi inconscientemente a modos de actuar y de expresarse especialmente artificiales. Por ejemplo, cuando conoces a alguien y le preguntas cuál es su profesión, su imagen se transforma automáticamente», reflexiona Marta Soul, la artista que firma las imágenes que acompañan este reportaje y que se exhiben en el espacio La Fábrica de Madrid hasta finales de noviembre. La colección, con el título de Welljob, muestra a mujeres en entornos laborales idílicos. «He querido representar el sueño de alcanzar el éxito profesional y la idea del empleo como meta personal que parece vivirse en la actualidad», explica la fotógrafa. ¿Existen uniformes también en el mundo del arte? «Sí, hasta hace cinco años, las gafas de pasta eran parte del uniforme del comisario de arte. Hay un conjunto de elementos estéticos que de pronto hacen que la persona encaje o no en un contexto profesional específico». Más recientemente, en los entornos creativos las sneakers se han convertido en otra parte esencial del uniforme, de ahí que algunos blogs avisen (con y sin ironía) a sus lectoras de que no tengan la ocurrencia de asistir a ferias de arte como la Frieze de Londres con tacones. Allí, si uno quiere pasar por un insider, se va con unas Air Jordan reeditadas o con unas Stan Smith. En el ámbito académico, en cambio, la aspiración es no mostrarse ni demasiado formal, como en la esfera corporativa, ni demasiado interesado en la moda, como en los trabajos creativos.

Marta Soul

Lo denunciaba recientemente Francesca Stavrakopoulou en un interesante artículo en The Guardian. En una ocasión, a esta profesora de Religiones Antiguas en la Universidad de Exeter le señalaron amablemente en un congreso que se recogiera el pelo y se pusiera zapatos menos extravagantes para «parecer más seria». Según dice, las mujeres del ámbito universitario que visten de manera considerada «muy femenina», como ella, corren el riesgo de parecer frívolas, pero a las que adoptan un uniforme más corporativo se las acusa de practicar el power dressing; es decir, de ser ambiciosas hasta la saciedad. «¡Qué diferente es la cosa para el hombre académico! Si lleva un traje, simplemente se le percibe como profesional y elegante. El género masculino ya tiene asociado intrínsecamente el poder. Por eso mismo, también pueden permitirse ir hechos un desastre. Los profesores que llevan sudaderas, vaqueros y camisetas son vistos como gente cercana por los estudiantes. Los que son más mayores y llevan manchas de yema de huevo en la americana de tweed, como excéntricos e intelectuales».

La escritora y académica Mercedes Cebrián, quien ha ejercido como doctorada en la Universidad de Londres y en la de Pensilvania, en Filadelfia, se reconoce en lo que cuenta la profesora británica: «Yo misma me sorprendí al ver a una investigadora española de otro centro de estudios que llevaba tops de encaje negro. Reconozco haber tenido pensamientos rancios al respecto, contagiada por el temor a salirse de la estética neutral que se les supone a las mujeres intelectuales».

En el Design Museum de Londres se acaba de inaugurar una ambiciosa exposición que reflexiona sobre estas cuestiones, sobre cómo las mujeres se sirven de la moda para otorgarse poder. El entramado de la muestra lo ha diseñado la arquitecta Zaha Hadid, alguien que no tiene el mínimo interés en pasar desapercibida en sus decisiones estéticas. Una parte de la muestra analiza cómo han vestido las féminas poderosas. Acaba en Hillary Clinton y empieza en la reina egipcia Hatshepsut, la primera que adoptó elementos de la moda masculina para que la tomaran más en serio. No hace falta ser muy listo para ver la línea directa entre Hatshepsut y los trajes agresivos de los años 80, con hombreras que pretendían dar a las mujeres lo que les falta para parecer hombres y así pasar por alguien que merece ejercer el poder.

Para la exposición, más de una veintena de profesionales de alto perfil público han cedido un conjunto suyo acompañado de un texto explicativo. La comisaria, Donna Loveday, admite que aspiraba a tener a la reina de Inglaterra y a Angela Merkel. Dijeron que no, pero sí están Vivienne Westwood, la alcaldesa de París Anne Hidalgo y Miriam González Durántez –la abogada vallisoletana que comparte su vida con el vice primer ministro, Nick Clegg–. González cuenta que tiene dos armarios, uno profesional, acorde con «lo que se espera de los hombres y las mujeres» en su trabajo, y otro privado, «más sencillo y divertido». Asegura que gasta mucho más en ropa desde que su marido ejerce el cargo y, aunque no lo diga, también está mucho más escudriñada y observada. Hubo quien criticó el tocado «estilo Carmen Miranda» –para sus detractores– que llevó a la boda de los duques de Cambridge, pero eso no parece frenarle. El vestido que ha cedido para la exposición es rojo y de Zara. Se lo puso el día que dijo en público que los hombres que concilian son los que tienen más «cojones».

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_