Por qué Boy George fue el primer moderno que conocimos: la increíble historia del Blitz Club
El documental ‘Blitzed!’, de Netflix, nos recuerda que, mucho antes que los ‘clubbers’ no binarios de ahora con ropa de Humana, ya estuvieron los nuevos románticos redefiniendo desde la precariedad una moda que se perpetúa hasta hoy.
Hubo un tiempo, en la Inglaterra del descontento que se internaba en la década de los ochenta, en que la cultura nocturna se tornó en revulsivo, en arma de asalto, en gesto lúdico de protesta contra la mano dura de Margaret Thatcher. El nacimiento del clubbing, tal y como lo conocemos hoy, se sitúa en esos días en que el nihilismo punk dio paso a una subversión mucho más vistosa y colorista. Las cenizas del glam, la reacción al movimiento disco estadounidense y el futurismo de David Bowie asentaron las bases de un pequeño club londinense, The Blitz, que serviría de refugio de madrugada para estudiantes contra la norma de las academias de arte y moda y dadaístas de clase obrera que habían asaltado el tocador de sus madres. Apenas duró 18 meses, entre 1979 y 1980, pero supuso el kilómetro cero para una filosofía de vida que se extiende hasta hoy, con esas criaturas de género fluido vestidas con ropa rescatada de vete a saber qué armario que siguen poblando la noche.
Lo recuerda el documental Blitzed!, que se puede disfrutar en Netflix, con testimonios de algunos de sus más insignes protagonistas vivos, desde el cantante Boy George hasta el guitarrista de Spandau Ballet, Gary Kemp, o la aclamada diseñadora de vestuario de Juego de tronos Michele Clapton. Allí echaron los dientes Chrissie Hynde (The Pretenders), Adam Ant, Billy Idol, Siobhan Fahey (Bananarama), Sade o John Galliano.
Y, por encima de todos, el amaneradísimo Steve Strange, que acabaría siendo número uno en media Europa con la canción Fade to grey de Visage. Junto con el que acabaría siendo batería de ese grupo, el heterísimo Rusty Egan, asaltó un bistró en la deprimida zona de Covent Garden donde emular la atmósfera de los clubs decadentes de la Alemania de los años treinta.
Frente al neoyorquino Studio 54, donde todo era sexo, cocaína y celebridad; The Blitz ostentaba androginia, anfetaminas y vocación underground. Mientras Egan inventaba en cabina nuevas formas de baile partiendo de Bowie, Roxy Music y Kraftwerk; Strange custodiaba la puerta. Su mantra cuando alguien no estaba a la altura con el look: “Vuelve a casa, haz un esfuerzo”. “Aquí los hombres se tienen que arreglar tanto como las mujeres, da igual que cultiven un estilo eduardiano, dickensiano o el que sea”, le gustaba proclamar. El día en que Mick Jagger quiso entrar, seducido por los cantos de sirena de la nueva subcultura, le soltó: “Lo siento, no vas lo suficientemente arreglado”. “Nadie echa a la mayor estrella del rock del mundo de ningún sitio. Fue un gran golpe publicitario. Ese tipo de cosas a Steve se le daban genial”, recuerda Boy George en el documental sobre su difunto amienemigo, con quien pasaba las noches rivalizando en protagonismo.
En el pretérito de Culture Club, George trabajaba en una tienda de moda (llamada, precisamente, Boy) y era un reconocido cleptómano que se sacaba un extra sisando de los bolsillos del ropero de The Blitz, donde trabajaba. La hoy diseñadora de vestuario Michele Clapton lo recuerda como algo extremadamente competitivo: “No valía decir ‘hoy no hago el esfuerzo’, porque sabías que luego estabas a expensas de la mordacidad de los demás a costa de tu look. Por mucho que no tuvieras pasta, tenías que agudizar la creatividad”.
Boy George compartía casa okupa en Warren Street con Stephen Jones. Estudiante en St. Martins, Jones encontró su rol como sombrerero loco que acabaría coronando a la mismísima reina de Inglaterra. “Si en la escuela se te ocurría proponer cualquier cosa relacionada con la cultura callejera, te ganabas un cero. Lógicamente, se produjo el efecto contrario: nos rebelamos contra el academicismo y nos tiramos a las calles”, nos cuenta. Y resume el ritual así: “Las noches comenzaban dos días antes. Planificabas tu look, te pateabas las tiendas de ropa usada de Oxfam, reinventabas las prendas sobre la marcha, revolvías exasperadamente tu armario. Tras no menos de dos horas de arreglarte, te metías en el metro, confiando en que nadie te pegara una paliza por el camino. Ya en el club, juzgábamos despiadadamente los atuendos de los unos y los otros, intentando descifrar qué demonios pretendíamos decir con ellos. Te pedías la bebida más barata, procurabas que te durara el máximo tiempo posible y no la soltabas por si te la mangaban. Y a partir de entonces, todo se basaba en posar durante horas y bailar como robots. Aunque la auténtica acción estaba en los baños. El sexo, las drogas, el drama… La explosión de la prensa de tendencias se basó en subirse a esa ola”, resume de corrido entre risas.
Posiblemente la decadencia de The Blitz comenzó con la visita del héroe que lo había inspirado: Bowie se plantó allí una noche en busca de protagonistas para su videoclip de Ashes to ashes y les copió el look de Pierrot gótico. Llegaron los medios. Se bautizó el movimiento: Blitz Kids, nuevos dandies, el Culto sin Nombre… Richard James Burgess, el primer productor de Spandau Ballet, les regaló el titular: los nuevos románticos. La emblemática banda fue la primera en actuar en The Blitz. Lo recuerda su guitarrista, Gary Kemp: “Allí nadie quería ver tocar a un grupo, lo que querían era mirarse los unos a los otros; eran chavales corrientes queriendo ser lo más importante de la sala. Pero nosotros sabíamos que todo movimiento juvenil en la cultura pop siempre ha tenido su banda representativa. Y, aunque suene presuntuoso, nos dijimos: es nuestra oportunidad”. Allí estaba Chris Blackwell, fundador de Island Records. Los fichó esa misma noche. A los seis meses, Spandau Ballet estaban actuando en Top of the Pops con sus pintas de bucaneros espaciales.
La industria de la moda se subió al carro. TopShop copió la esencia new romantic en sus colecciones. La escena alternativa dejó de serlo. Como recuerda Gary Kemp: “De repente esa ropa estaba en todas partes. Lady Di llevaba blusas con cuellos de volantes y pantalones bombacho: lo mismo que se ponía esa gente rara cuando se inauguró The Blitz, ahora lo llevaba la familia real. Eso es parte de su éxito y de su fracaso; porque deja de ser especial y pierde la mística pero, por otro lado, es lo que buscábamos, trascender”.
Stephen Jones atribuye a “la colisión entre la moda y el advenimiento de los videoclips” la difusión mundial (y decadencia) del fenómeno. Fue precisamente en el de Do you really want to hurt me, de Culture Club, donde Jean Paul Gaultier vio por primera vez al sombrerero, coronado con un primoroso fez turco. Le llamó de inmediato y lo convirtió desde entonces en uno de sus colaboradores esenciales. Igual que Vivienne Westwood, Thierry Mugler o Claude Montana. Otra superestrella salida de St. Martins y de la cola de los baños de Blitz, John Galliano, solicitó a Jones que le acompañara en la aventura de elevar las cotas de extravagancia cuando fue fichado en 1996 por la casa Dior. Pero esa ya es otra historia muy alejada del underground.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.