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Placeres de verano | Echar una siesta y algo más

Los niños odian la siesta porque es el placer adulto por excelencia. ¿Existe una siesta perfecta?

Un hombre realiza una siesta debajo de una higuera junto a su mascota./ ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS).
Un hombre realiza una siesta debajo de una higuera junto a su mascota./ ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS).ÓSCAR CORRAL
Raquel Peláez

Hay tantos tipos de siesta como personas. Cris exalta la “siesta de coche”, que, según ella, es especialmente placentera “porque me ahorra muchísimos tramos de viaje por la meseta enormemente tediosos”. Lola me habla de la “siesta de fartar”: “La que echas después comer fabada. Te lleva a otra dimensión”. Juan se acuerda de la “siesta de sábado”: para él esta no es necesariamente en sábado, aunque sí necesariamente de sobremesa y con un telefilm alemán sonando de fondo. Íñigo ensalza la “siesta espontánea”: “De pronto, no sabes cómo, te estás despertando como nuevo”. Aunque los expertos sí saben por qué la siestas espontáneas son tan reconstituyentes: Marián Martínez, de la Sociedad Española de Sueño, explica que cuanto más cortas, mejor. Es decir, es muy importante llevarle la contraria a Camilo José Cela (que era muy cipotudo y muy bruto y abogaba por «pijama, padrenuestro y orinal») y no prolongarla más de media hora. De esa forma uno no entra en fases de sueño profundo y el regreso no se convierte en un paseo por Júpiter con un yunque al hombro.

En verano, sin embargo, las reglas de la siesta se desdibujan: el caso es echarla. Mi siesta favorita es la del carnero, también llamada “del borrego” o “del burro», que me gusta echar sobre la una, después de nadar. “Se cree que este tipo de siesta recibe dicho nombre porque era el momento del día durante el que el pastor aprovechaba para echar una cabezadita mientras el ganado comía, y descansar del trabajo realizado hasta ese momento. Solía realizarse también para buscar refugio del calor en las horas más insoportables del día”, me explica Martínez, de la S.E.S. Al parecer, esta siesta tiene también una raíz fisiológica: el cuerpo, sobre la una de la tarde, entra en una especie de depresión natural. A mí me gusta subirme a ella, como si fuese lo contrario de una surfista. Cabalgo bajones para honrar el privilegio de no tener que hacer nada, ni siquiera la comida.

Marta me pone sobre la pista de la “siesta de pinar” y me explica que, a diferencia de la que se produce en la playa, siempre seductora (la brisa acariciando tu cuerpo, el sonido de las olas meciéndote, el sol besando tus mejillas) pero siempre traicionera (ese grito infantil que te saca de cuajo del lugar imaginario donde transcurre una pesadilla guionizada involuntariamente por las conversaciones circundantes, ese pisotón de niño que pasa corriendo y te llena la cara de arena acto seguido, esa boca seca frente a esa toalla llena de babas, esa espalda abrasada porque la crema protectora dejó de hacer efecto hace una hora), la del pinar nunca falla. Al margen de las indudables ventajas de su sombra difusa y suave, el típico pinar de playa suele estar en la parte alta del arenal, de forma que sus satánicas majestades (es decir, sus hijas, que se quedan un rato al cuidado de otro) no pueden tocarle las narices en el preciso momento en el que está a punto de besarse con Morfeo. “Aunque su nombre indique que se ejecuta bajo una agrupación de coníferas vale cualquier otra especie arbórea”, matiza, haciéndome ver que la siesta boscosa es un asunto de interior también. Y me cuenta que hay una planta con copa y tallo de leña bajo la que está terminantemente prohibido quedarse dormido: el nogal. Esto lo sabe porque una vez hace 25 años plantó con nuestro abuelo una nuez que en la actualidad ya es un frondosísimo árbol y él se lo advirtió. Es un buen consejo con cierta base científica: al parecer el fruto del nogal, cuando aún está verde, emana cianuro, que en grandes dosis mata pero en bajitas da un dolor de cabeza horroroso.

Marta es mi hermana y si sale en este artículo es porque fue, junto a dos primos, mi primera nap buddy, anglicismo que he creado para subirme a la moda de usar términos ingleses para cosas españolas de toda la vida y que designa a esa persona que nos hacía compañía cuando después de comer y por obligación, nuestros mayores nos metían en un cuartito en penumbra con el argumento de que debíamos procesar lo recién comido en silencio, pues de lo contrario feneceríamos. El asunto de la digestión era absolutamente mentira, pero lo del peligro de muerte no: había que tener mucho cuidado de no despertar a los progenitores, pues podían emerger de las tinieblas convertidos en bestias iracundas adoradoras de Herodes. Yo recuerdo esperar junto a mi hermana y mis primos con la ansiedad de un ingeniero de Cabo Cañaveral la cuenta atrás desde que nuestros padres nos anunciaban que había llegado la hora de la siesta hasta que podíamos volver a comportarnos como cabras. Esa cabezada reparadora es la que a ellos les daba la fuerza necesaria para volver a bajarnos a la playa o a la piscina a que creásemos los mejores recuerdos de nuestra vida pero… ¡ay del que la pusiera en riesgo!

Es el de la siesta un placer totalmente adulto: no solo porque los niños la aborrezcan, ya que únicamente pueden percibirla como una completa pérdida de tiempo (tampoco en la infancia nos interesa la comida; muéstreme a un niño gastrónomo y le señalaré un pobre desgraciado), sino porque muchas veces es el mejor momento del día para practicar un sexo particularmente silencioso. Estoy segura de que algún primo que se incorporó al grupo de nap buddies salió de ahí.

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Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.
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