Intimidad / intimidar, por Eva Hache
«En las casi tres horas que duró el trayecto en tren escuché cerca de 120 conversaciones telefónicas»
Yo recuerdo, casi con emoción, cuando hablábamos bajito por teléfono. Cuando cerrábamos con celo, y eso que costaba, las puertas de las cabinas. Cuando nos encerrábamos en una habitación solitaria para charlar largamente aun con riesgo de estrangular el cable con una puerta. Ese cable que en las películas americanas daba para trasladarse por toda la casa, pero que en nuestras casas españolas se quedaba siempre corto. Ahora lo que se ha quedado corto es el caletre. Porque dime tú que es necesario que yo me entere de lo que a ti te pasa, en la vida y por la cabeza, que yo tenga que saber de lo que tú hablas. Sin querer.
Sin querer. En el bar, en el café, en la acera o en el tren. El tren. ¡Ay, el tren!
Como esto estaba quedando rimado a pesar de mis deseos (y eso debe ser porque llevo tanto dolor dentro que, en vez de la prosa, me sale el verso) he aprovechado para colarles un poema cargadito de sentimientos. Perdón. Se titula Me duele el AVE.
El otro día hice un viaje en tren. Menos mal que es un tren de alta velocidad, porque un trayecto de estas características y de ocho horas no lo aguanta el santo Job hasta arriba de opio y marihuana. En las casi tres horas que duró el viaje, escuché cerca de 120 conversaciones telefónicas. Exceptuando unas 57, que explicaban a familiares o queridos la siguiente fórmula: «Ya estoy en el tren. Salimos ya. Llegaré en casi tres horas»… y después de casi tres horas: «Ya estamos llegando» (conversación lógica porque todo el mundo sabe que los familiares y queridos no llevan reloj). El resto de las charlas eran sobre trabajo. Y, a mi modo de ver, no era horario de trabajo. Y no saben ustedes ¡qué verborrea, qué capacidad de hablar de ejercicios, de objetivos, de usuarios, de colegas, de estrategias, de recursos! ¡Qué profusión de detalles, de datos! Sinceramente, me enteré de cosas que no debería saber sobre unas, así a ojo, 30 empresas. Y ese es el problema, que pasan los días y no me quito de la cabeza siete direcciones de correo electrónico y 12 números de teléfono que yo creo que no debería haber retenido. Y todas las mañanas me levanto pensando en hacer llamadas y escribir correos electrónicos a todos y liarla. Porque información tengo de sobra para liarla muy parda.
Siento miedo. De mí, sí. Pero sobre todo de ellos. Descubrí que son los verdaderos causantes del crac económico mundial. ¿Es que acaso no se han dado cuenta de que, con este exceso de actividad, con ese frenesí, están acabando con el trabajo de mucha gente? ¿Desde cuándo el currante español se ha partido tanto el lomo cuando el jefe no miraba? ¿No han calculado ¡ellos, el colmo de la exactitud!, que si en esas dos horas y pico se relajaran quedaría algo que hacer mañana? ¿Es que no veis, ¡locos!, que, al daros tanta prisa, vuestro trabajo se acabará y os echarán a la calle? ¡Qué desolación!
Pero, atención: no me llames vieja, no me llames loca. Lo que yo quiero se llama progreso de verdad. Dudo que haya alguien más interesado que yo en que, de una vez por todas, se invente la telepatía fina. Que nos implanten el chip ya. Que se nos vea a las personas caminando por la calle con la mirada al frente y aparentemente ausente. Con ese toquecito de los replicantes. Que se sugiera una comisura alegre o una furtiva lágrima a punto de desembarcarse de un ojo. Pero que no sepamos. Por favor. Que no sepamos. Que ya sabemos. De más.
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