El trazo atómico de Óscar Mariné
Óscar Mariné, icono del diseño español, muestra su universo en su refugio creativo de Ávila.
Cowboys, vinilos, figuras de acción de Superman, cómics de Marvel, una colección íntegra de miniaturas de Star Wars –con sus Ewoks y todo–, una falsa caja de chocolatinas ilustrada por Robert Crumb, fanzines, revistas (muchas revistas), carteles de conciertos –de John Mayall, de Donovan–, cuadros tipográficos llenos de referencias a la cultura pop –Where is my mind?, Over the Rainbow, Don’t let me be Misunderstood–, una edición de coleccionista de I Robot de Isaac Asimov, zapatos de flamenco gastados de tanto taconear de Eva Yerbabuena…
En la nave-refugio-estudio abulense de Óscar Mariné (Madrid, 1951) cabe de todo. Uno no sabe dónde mirar, porque allí está concentrado un universo creativo en continua expansión. «Llevo toda la vida estudiando, me encanta, lo sigo haciendo cada día», dice él con la sonrisa puesta. Le gusta contar chistes, pero se toma su trabajo muy en serio. «Tengo miles de libros. Son buscados y cuidados, la base de una educación. Las formaciones más sólidas son lentas», defiende. Va contra la corriente en estos tiempos de inmediatez, pero no reniega de las nuevas tecnologías. Son sus aliadas: «Una de las ventajas que tienen los ordenadores es que puedes trabajar debajo de un ciruelo, y eso ofrece otra forma de pensar».
Repite el adjetivo «atómico» cuando se refiere a algo que le entusiasma. Siempre ha sido inquieto: empezó a diseñar haciendo camisetas que vendía por correo –«Era una acción de moda, las camisetas eran una actitud, un mensaje, letales, atómicas, las gente las amaba», recuerda–; en los ochenta creó su productora discográfica, Pancoca, y lanzó Madrid me mata, biblia de la movida madrileña; luego vivió en Nueva York, donde instaló también su estudio; hizo carteles para películas de Almodóvar y Medem; el diseño de marca del festival Zinebi de Bilbao y el del estudio de arquitectura Foster & Partners; rediseñó El País y sus suplementos… Por todo eso, en 2010 recibió el Premio Nacional de Diseño, disciplina que cree esencial. «La gente sigue sin entenderla, ve que es algo menor. No es así: las bases de la cultura están en la comunicación», defiende mientras hojea un libro sobre la proporción áurea, uno de los muchos que tiene esparcidos sobre su mesa.
¿Para ser diseñador hay que tener una buena base de arte?
Hay que conocer todos los mundos, pero el del arte es fundamental. Yo tengo libros de pintura, fotografía, arquitectura… me gusta todo por igual. Y no solamente me gusta, soy muy inquieto, leo. De la necesidad se hace virtud: cuando empecé a trabajar en España no había absolutamente nada publicado y tuve que buscar por todo el mundo.
Decidió ser diseñador cuando aún no era una profesión.
Mi padre es director de fotografía y yo, desde pequeño, empecé mirando por una cámara. Aprendí a encuadrar, eso me cambió la vida: miraba la realidad desde el otro lado. Era un espectador. Y eso me ha permitido interesarme por las cosas.
¿Se puede enseñar a mirar?
Sí, estudiando y desarrollando un criterio. La lentitud y la solidez te hacen respetar el trabajo e intentar hacerlo bien. El arte tiene que contar algo nuevo, es la punta de lanza de la cultura, de todo el conocimiento. Yo nunca he sido artista, he trabajado en el mundo del diseño, pero mis maestros son diseñadores que con el tiempo han sido artistas: Rodchenko, Lissitzky, la Bauhaus. Todas mis referencias vienen de cuando el arte y la gráfica estaban juntas, y también la comunicación.
De hecho su obra está en el Reina Sofía y el Museo de Navarra le dedicó una retrospectiva a principios de año.
Sí, pero es una cosa relativamente reciente, no tengo muchos compañeros que expongan en museos. Yo me he dedicado a un arte más underground, alternativo, hacía portadas de discos y carteles de películas, apartado del mundo de las galerías.
Así se forjó un nombre en los años de la movida madrileña.
Eso que se conoce como la movida era ni más ni menos que una época en la que nos apoyábamos unos a otros con diferentes trabajos y en diferentes disciplinas. Fue un hito en España: aquí, que la gente trabaje junta y se apoye no es tan fácil.
¿Se dejó el individualismo y se fomentó la camaradería?
Totalmente, estábamos todos en el mismo barco. Esto ha pasado a la historia como si fuéramos todos una banda de borrachos, pero no es cierto. Nos lo pasábamos bomba, eso sí, pero luego trabajábamos mucho. Fuimos una generación solidaria, en el punk se trabajaba muy colectivamente. En aquella época viví en Londres y ese movimiento hizo resurgir la industria inglesa de la moda, le dio un contenido político, una actitud y una fuerza que los demás no tenían.
¿Ver esa libertad le llevó a crear Madrid me mata? ¿Cómo convenció a figuras como Robert Mapplethorpe o Larry Clark para colaborar, en una época sin Instagram ni email?
Si la creatividad no la plasmas en algo real, de poco sirve. Yo les escribía y ellos aceptaban. Mapplethorpe, cuando estaba en la cima absoluta, nos mandó unas fotos, con una penalización enorme si las estropeábamos; cuando las mandamos a la fotomecánica sudábamos, porque pensábamos que como se nos estropeara una nos arruinaba para toda la vida. Pero fue un hito: a David Byrne le gustaba la revista y a Tibor Kalman también le conocí porque le fascinaba Madrid me mata.
A Kalman, gurú del diseño gráfico de los ochenta y noventa, le encargaron revitalizar la calle 42 de Nueva York en sus peor época. ¿El diseño puede transformar la sociedad?
Él lo hizo. Habían intentado de mil maneras quitar a los yonquis y a las prostitutas de allí y él lo logró poniendo frases de Jenny Holzer en las fachadas, algo que empezó a atraer a periodistas, gente que iba a hacer fotos, curiosos… Lo cambió todo en muy poco tiempo. Y no había Internet. El diseño sirve para todo: es usar la inteligencia del ser humano para hacer las cosas mejor. En España tenemos que aprender mucho, porque somos unos grandes importadores, pero no ha llegado ese momento magnífico de exportar nuestra cultura, eso que llaman la marca España. Hubo épocas buenas: en los ochenta salimos en revistas del mundo entero como una cultura emergente y con gente muy lista. Ahora llevamos unos años fuera. Hay que volver a primera división.
¿Cómo conseguirlo?
Pues yo creo que es fundamental que, como país, rememos todos para el mismo sitio. Y dentro de las profesiones también: tiene que haber ambiente, masa crítica, se tiene que hablar de las cosas. Son proyectos de Estado.
Habría que superar partidismos.
Yo lo sueño, tiene que haber personas que se dediquen a tirar de eso. Y no estoy hablando de subvenciones, sino de políticas inteligentes, que no esté la gente parada. Una persona creativa tiene que estar en movimiento. Somos un país echado hacia dentro y muchas veces la imagen externa, lo que se llama la estética, no se cuida con el mismo esmero que la parte interna.
Suele decirse que Francia o Italia se saben vender mejor.
Aquí la cultura sigue siendo cosa menor. En Francia, cuando se muere un cantante como Johnny Hallyday, le hacen un funeral de Estado. Aquí se muere Paco de Lucía y le manda un telegrama de pésame el Rey. Aquí a los artistas no se les cuida, no les hemos cuidado nunca. Ni a los artistas ni a los científicos ni a los pensadores. Es un tema pendiente, no solamente son importantes los banqueros o los constructores.
¿Alguna vez has visto a un político en una exposición?
Solo van a cortar la cinta en las inauguraciones. Que vayan de verdad, no porque les toque hacerlo en la agenda del día.
¿La cultura es la mejor embajadora de un país?
Sin duda. Mira el cartel de Todo sobre mi madre: esa mujer española, moderna y absolutamente chulona se paseó por el mundo con esa actitud de guerrera total, mucho antes del #MeToo. En Cannes le habían encargado el cartel a un pintor conocidísimo, Francesco Clemente, y nosotros pusimos en los colores rojo, blanco y azul y se lo mandamos sin la parte inferior. Cuando vieron la bandera francesa les encantó. Y luego le pusimos la bandera española, con el amarillo de abajo. Ahí está, con esos colores tan polémicos y que tantos problemas dan, ha recorrido el mundo. Y lo sigue recorriendo.
¿Se deben dejar de lado las polémicas de los últimos tiempos, las disputas por las banderas?
Sacando la bandera a los balcones, y agitándola y montando bulla no se soluciona el tema de los lazos amarillos. La solución es bajar el tono e intentar comprender. Yo pertenezco a una generación en la que nos entendíamos con todo el mundo. Eso de solamente salir a dar vueltas con la gente que piensa igual que tú es una pesadez; está mucho mejor que cada uno piense lo que quiera y llegar a entenderse. No vamos a estar todo el día peleándonos y que nos vean desde fuera y se partan de risa. Es un absurdo para la economía y la cultura españolas.
Los rostros femeninos protagonizan muchos de sus cuadros, además del cartel de la película de Almodóvar. ¿Por qué ese empeño en reivindicar a la mujer?
Porque la de las mujeres ha sido la única revolución que ha funcionado. Os lo habéis ganado y os habéis juntado todas. Ahí sí que ha habido un ejemplo de unidad. Habéis ido de la mano, ahí está el triunfo. La gente más valiente de mi generación han sido las mujeres. Eran las que más arriesgaban, las que iban siempre a la cabeza. Por eso me gusta pintar mujeres. Aunque también pinto vaqueros, creo que los tíos somos todos un poco vaqueros, con esa épica de las películas del Oeste, tan ingenua.
También es un amante del papel: libros, revistas, prensa. ¿Cómo ve el futuro de este sector que conoce a fondo?
El sector editorial ya ha dado la vuelta, con una sacudida muy grande, pero ahora vas a Nueva York y las librerías están llenas de novedades, The New York Times se vende por suscripción y se gana más dinero que antes. Las cosas están mejorando. Hacer un periódico, se lo decía a Norman Foster, es como construir un rascacielos: hay muchas técnicas, parte de ingeniería… Eso es fácil. Lo que es difícil es lograr que tenga una personalidad. La gente sigue sin entender lo que es el diseño gráfico, piensa que es algo menor, pero es importantísimo, desde la época de los romanos al Renacimiento. Las bases de la cultura están en la comunicación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.