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El alivio (y la paz mental) de no tener que dar tu opinión sobre todo

Opinar es un derecho y una necesidad psicológica. Sentirse en el deber de tener opiniones acerca de cada asunto y, además, de imponerlas y erigirnos en guardianes de la moralidad y lo correcto es tóxico, agotador, inmaduro e innecesario.

Sheldon Cooper
Cortesía de Antena 3

¿Tenemos todos derecho a opinar? Por supuesto. ¿Estamos obligados a ello? Parece que incluso con más fuerza, si nos basamos en la observación de cualquier publicación en una red social o medio de comunicación. No hay ninguna duda (o no debería) de lo enormemente positivo que resulta que la ciudadanía tenga la posibilidad de expresarse. De hecho, las cifras del coronavirus han venido a constatar que las democracias gestionan mejor las crisis. Es sano para el individuo, para la sociedad y para el planeta que cada ser humano desarrolle sus propios criterios y tenga la absoluta libertad de expresarlos, punto. Pero de fenómenos como la policía de balcón o los linchamientos virtuales se podrían deducir dos cosas: que las nuevas tecnologías han dado pie a nuevos y numerosos inquisidores voluntarios y que estos son capaces de generar mucho sufrimiento. También se podría inferir que cuando alguien tiene que exponer con esa vehemencia casi violenta sus juicios, probablemente tampoco se sienta demasiado bien internamente. «Dar y elaborar nuestros argumentos no deberían ser actos dolorosos. Es muy llamativo que alguien se sienta profundamente dolido por causas ajenas a su vida. Cuando respondemos tan enérgicamente y de manera tan desproporcionada, podemos plantearnos la hipótesis de que esa persona puede estar contactando, a un nivel inconsciente, con experiencias previas de su historia vital en las que tuvo que defenderse con fuerza en situaciones en las que sentía que su supervivencia o su integridad dependían de ello, por ejemplo, personas cuya opinión no fue tenida en cuenta, o fueron duramente criticados, o humillados, o castigados o muchas otras situaciones en las que hubo carencias relacionales», explica para Smoda la psicóloga Leire Villaumbrales, directora de Alcea. ¿Un ejemplo frecuente de criticas desproporcionadamente apasionadas? Los actores linchados en redes simplemente por hacer su trabajo o por realizar alguna acción solidaria (basta con ver los comentarios al pie de este artículo).

La caza al famoso

Sheila Estévez, psicóloga especialista en conflictos emocionales, añade además que «la tendencia a culpabilizar a aquel que está más lejos de uno mismo es arcaica y sirve para sentir menos culpa al canalizar el propio malestar fuera de uno, cargando sobre esta figura toda la frustración. Es indiferente lo que haga dicha persona, lo importante es que se canalizará a través de ese famoso la frustración popular, sea en un sentido o en otro. Que haya diferencias sociales, culturales o económicas propicia personificar lo bueno o lo malo en ese tercero que es el famoso o aquella persona alejada de uno». No se debe confundir esta caza de brujas, (basada solo en emociones) con movimientos como Me Too (basados en hechos), aunque la línea que los separa pueda resultar a veces difusa (tanto que llegado a producirse situaciones terribles e irreparables). El hecho de la participación ciudadana pueda usar las mismas herramientas que las murmuraciones puede llamar a engaño, pero nadie lo aclara mejor que Barack Obama. “Hay que deshacerse rápidamente de esa idea de pureza, de que nunca estarás en situaciones comprometidas y de que siempre estarás políticamente alerta», decía el expresidente en un encuentro en Chicago organizado por su propia Fundación, y ponía como ejemplo que incluso aquellos a quienes más admiramos tienen fallos y que nuestros peores enemigos, virtudes. «Percibo un peligro sobre todo entre los jóvenes, y se ve acrecentado por las redes sociales. Tienen la impresión de que la forma de conseguir que cambien las cosas es simplemente ser lo más crítico posible con otras personas. Es como si pensaran que si tuitean o crean un hashtag sobre cómo alguien no hizo algo bien o no usó el verbo correcto ya pueden estar tranquilos porque han actuado. Eso no es activismo. Eso es lo fácil».

Sin embargo, parece que hay quien se siente Martin Luther King tras afear la conducta de otra persona (no necesariamente un famoso, basta un conocido en Facebook). La psicóloga Leire Villaumbrales cree que se debe a tres factores: «las redes sociales y whatsapp pueden tener una gran alcance y llegar a grandes audiencias, de esta manera responden al hambre reconocimiento: que mi opinión cuente y tenga un impacto en un gran público y que además se valore y tenga en cuenta. También ofrecen la protección de estar detrás de la pantalla, a veces incluso el abrigo del anonimato, disminuyendo el miedo que surge en ocasiones a la hora de expresar una opinión. Por último, esta distancia también imposibilita que veamos la reacción que nuestras palabras provoca en la otra persona; todo este lenguaje no verbal que nos da muchos datos sobre lo que siente el de enfrente y modula también nuestras respuestas».

Hechos vs. opiniones

Aunque muchos defiendan argumentos como si se tratara de teoremas irrefutables, el propio Marco Aurelio escribía en sus Meditaciones que «la vida es una opinión». Y sin necesidad de recurrir a la filosofía, en una escena de Del revés, los personajes (que eran dos emociones y un amigo imaginario que vivían en la mente de una niña) hablaban de la diferencia entre hechos y opiniones cuando de repente estos (que eran unas cajitas) se mezclaban y uno de los personajes comentaba que sucedía constantemente. Pocos han interiorizado el mensaje de esta fábula sobre inteligencia emocional. «Es importante tener en cuenta que opinar implica compartir un pensamiento sobre un tema, y ello debe llevar implícito que cada opinión es la suma de experiencias, creencias, informaciones y la interpretación a partir de uno mismo. Si quiero que acepten mi punto de vista tendré que aplicarme la misma fórmula: aceptar no significa estar de acuerdo, pero si tener en cuenta una realidad más global, la opinión de todos. De no ser así, en lugar de aceptar la realidad, la toxificamos y a su vez nos resignamos ante esta y ello genera mayor frustración y malestar que el que teníamos al principio», explica Sheila Estévez. ¿Qué hay detrás de aquellos a los que tanto les cuesta entender que sus creencias no tienen por qué ser las del resto? A menudo, inmadurez emocional y poca tolerancia a la frustración. «Si encendemos la televisión», explica la psicóloga Leire Villaumbrales, «no es raro encontrarnos conductas infantiles: rabietas, peleas de ‘y tú más’, enfados porque me has dicho que tengo que hacer algo que no quiero hacer, insultos, etc.». Sheila Estévez añade además que «la manera en que respondemos ante un argumento opuesto al nuestro deja de manifiesto si tenemos baja tendencia a la frustración o si tenemos la capacidad de trascender el hecho de tener la razón, por dar con lo que se ajusta mejor a la verdad, cosa que es fruto de la madurez intelectual y emocional. Quienes se quedan bloqueados en el propio argumento actúan como niños. Querer tener razón es subrayar el propio ego, cosa que la madurez emocional, psicológica y de pensamiento trasciende en pro de la verdad o razón en sí». En redes sociales y grupos de Whatsapp somos testigos de discusiones tan acaloradas como estériles: «Estas conversaciones muchas veces estimulan luchas de poder en las que gana el que consiga convencer. Parece que respondemos a una necesidad de que el otro escuche y asuma nuestra postura como cierta y por lo tanto rectifique la suya, que es la equivocada. Cuando esto ocurre estamos descontando la capacidad de análisis y de toma de decisiones de la otra persona. Es una postura muy poco respetuosa con el hecho de que el otro pueda también tener verdades igualmente válidas, aunque sean distintas a las nuestras y de alguna manera también una postura egocéntrica», apunta la psicóloga.

Graduados cum laude en Google

Si un extraterrestre o una Inteligencia Artificial sin información previa analizara nuestras redes sociales ahora, podría colegir que solo en España hay millones de personas doctoradas en enfermedades infecciosas, gestión de emergencias sanitarias y ciencias económicas (y, lo que es más admirable, que a menudo la misma persona tenga formación y experiencia en las tres especialidades a la vez). El fenómeno que permite a algunos sentirse capacitados para cuestionar de igual a igual a un especialista tras una investigación superficial y parcial de la materia que ese especialista lleva años estudiando no es nuevo, pero con Internet ha despegado y gracias a las fake news se ha puesto en órbita. «Hoy en día tenemos mucha información a un clic», prosigue Villaumbrales, «es verdad que leemos mucho y que nos podemos formar una opinión alrededor de muchos temas y eso nos lleva a la sensación de ser pequeños expertos en muchos ámbitos olvidándonos que un experto tiene un recorrido de años de formación que entre otras cosas le permite contrastar la información ficticia de la real. Es ese sentido nos podemos crear una falsa sensación de control y de conocimiento». Estévez además señala que «el gran problema es que cada día se tiene más información, pero menos conocimiento: se nos mezclan los datos y en ese coctel cada uno capta un sabor, y no siempre es el mismo. Como siempre me gusta decir, cada uno tiene su lectura del cuento, el malo para unos, es el héroe para los otros, y así encendemos el debate. La actitud crítica, sumada al no posicionarse por encima de los demás, será la mejor fórmula para estar informados y poder dar una opinión sostenida por el conocimiento».

De la necesidad de juzgar

Lo de evaluar al otro es humano y tiene beneficios grupales. «Desde nuestros padres, que tienen una labor de vigilancia y de enseñanza de límites y valores, a los maestros que son los encargados de transmitir enseñanzas regladas y consensuadas socialmente, hemos crecido siendo tutorizados, o bajo supervisión de nuestro entorno. De aquí viene el hecho de que en algún punto a todos nos importe lo que los demás opinan de nosotros y que tengamos referentes o modelos a seguir», explica Sheila Estévez. La vigilancia social es clave para mantener comportamientos civilizados, pero a veces esa fuerza de grupo consigue justo lo contrario, como en el caso de los sanitarios, personal de supermercado o contagiados acosados por sus vecinos. «En estas ocasiones», observa Villaumbrales, «hemos visto actuaciones que tenían la intención de imponer las normas y apelar a la moralidad. Y lo hacían de una forma muy agresiva, exigente e intransigente. Quizás es la manera en la que estas personas consiguen ellos mismos acatar las normas; aferrándose rígidamente a lo moral y exigiéndose el cumplimento».

¿Duelen de verdad tanto los zascas? Muchos ni siquiera afectarán al zasqueado, mientras que es indiscutible la inquietud del zascante, como en el caso de quienes critican con saña a actores y deportistas con carreras apabullantes. Un aspecto bastante paradójico de esta observación en alerta constante que tanta frustración causa a quienes la ejercen es que, la mayoría de las veces, nadie les obliga a hacerlo. «Algunas personas viven las opiniones de los demás como una invitación a la confrontación, como si escucharan con un filtro que transforma lo que oyen en ‘te estoy atacando, ahora defiéndete’ y reaccionan impulsivamente. Para otras, puede ser un deseo de ser valoradas como personas sabias o inteligentes. Y otras pueden sentir la necesidad de demostrar que el otro está equivocado. Si hay personas que dan su opinión respondiendo a una sensación de ‘obligación’ con mucha probabilidad están reaccionando a conflictos internos individuales», añade Leire Villaumbrales.

¿Debemos dejar de dar nuestra opinión?

La libertad de expresar nuestra opinión no es solo un derecho fundamental reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Constitución Española, también es una nutritiva necesidad psicológica. «Cuando opinamos libremente y estando en paz, tendemos a aceptar los argumentos de los demás sin vernos invadidos por ellos, la finalidad de conversar sobre un tema y permitir que todos puedan opinar, permite crecer. La información razonada coge cuerpo y al elaborarse se transforma en conocimiento, que es algo mayor, más construido, ir más lejos de la idea inicial nutriéndose de los argumentos que facilitan todas las partes», señala Estévez. «Sin embargo, cuando la finalidad de dar la opinión es que se nos dé la razón está en juego el valor subjetivo de la justicia, de la lealtad, de la bondad, de la verdad, de la generosidad y tantos otros en los que nos creemos realmente en posesión, o de los que hacemos ademan de tener por estar firmemente convencidos se trata de una especie de ceguera o sordera a lo que nos viene del exterior, con el fin de retroalimentar nuestro ego, o nuestra razón, cosa que partiendo de este fin suele acabar en malos términos generando conflictos interpersonales, al generar distancia en lugar de acercamiento». Especialmente en momentos complicados como el actual, es natural que afloren emociones como rabia, tristeza, culpa, vergüenza y miedo. La clave estaría en cómo gestionarlas y en escuchar al otro. «Es normal reaccionar emocionalmente ante algo que interfiere con nuestra manera de vivir. La clave bajo mi punto de vista está en la intensidad y la forma de esas reacciones. El límite entre la sana participación ciudadana y la necesidad patológica de imponer opiniones está en la capacidad de escucha, de respeto y de negociación. Y en la capacidad de poder poner mis emociones al servicio de una relación respetuosa con el otro. Incluso la rabia y el enfado», concluye Villaumbrales.

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