¿Dedicar nueve meses de tu vida solo a crear en Roma? Sí, es posible con estas becas
De escritores a arqueólogos, pintores, músicos o escultores. La Academia de España en la capital italiana cumple 146 años dando refugio creativo a artistas e investigadores de todas las edades y disciplinas. Vemos cómo es por dentro este centro cultural ubicado en el Gianicolo.
Un antiguo monasterio del siglo XVI, con su jardín, enormes ventanales y la ciudad desplegada a sus pies. Dentro, estudios de artistas e investigadores, ordenadores, modernas cámaras de vídeo, históricos legajos, lienzos, esculturas, una máquina de coser, objetos rescatados del rastro dominical de Porta Portese. Silencio y movimiento conviven en la Real Academia de España en Roma, que desde 1873 ha sido el refugio creativo de 966 residentes, de pintores a escritores, de compositores a videocreadores, comisarios, restauradores, museólogos, arquitectos o dibujantes de cómic. «Aquí se genera el patrimonio del futuro», afirma Ángeles Albert, directora de la institución desde 2015.
Quienes pasan allí los hasta nueve meses que permiten las becas –otorgadas por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid) del Ministerio de Asuntos Exteriores– desarrollan proyectos y crean piezas que muchas veces nutren colecciones estatales. «En el Prado hay 147 obras hechas por becarios de la Academia o por directores que fueron artistas, también hay en el Reina Sofía, diferentes embajadas… Es una Academia dispersa», sugiere Albert. Esta edición son 23 los beneficiarios (elegidos entre 500 candidatos), que empezaron a llegar el pasado octubre y en junio finalizaron su residencia. Lo conseguido en estos meses se ha mostrado en la exposición La radice del domani, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
«El intercambio que se establece en la Academia es enriquecedor, conoces otros puntos de vista, proyectos que te aportan ideas», explica María del Mar Villafranca. Fue directora de la Alhambra durante 11 años y es ahora cuando ha visto cumplido «el sueño de todo historiador del arte de ser becario de la Academia de España en Roma», investigando la figura del arquitecto Leopoldo Torres Balbás. Porque en los 9.000 metros cuadrados que ocupa este monasterio de San Pietro in Montorio, mandado construir por los Reyes Católicos en la cima de la colina del Gianicolo, más arriba del Trastevere, conviven especialidades y también generaciones, las becas no tienen límite de edad. «Se mezclan disciplinas y no existen jerarquías, somos todos iguales, aunque uno tenga 40 años de experiencia y otro ocho», destaca Silvia Fernández Palomar, la única diseñadora de este ‘curso’. Llegó con un proyecto inspirado en el artista y diseñador italiano Bruno Munari y la idea ha ido mutando. «Es algo que ocurre aquí, la estancia modifica la obra, la enriquece», reflexiona la escritora Begoña Huertas, cuya novela ahora «tiene una derivada plástica, nacida del contacto con otras materias». Algo parecido le ha ocurrido a Julia Huete, que presentó un proyecto de cómic y ha acabado explorando la abstracción en distintos medios, «porque el hecho de que haya varias disciplinas te permite entender tu trabajo desde otras perspectivas».
Esa transversalidad es clave, asegura la directora. Tanto como el contacto continuo con profesionales del sector cultural español, italiano e iberoamericano, que visitan los estudios y departen con los residentes. En una de esas actividades, celebrada durante Arco en Madrid, la videocreadora Itziar Barrio conoció la Academia y decidió solicitar la beca. Cuando la seleccionaron, dejó temporalmente su estudio neoyorquino y se sumergió en la Roma de Pier Paolo Pasolini. «Para los artistas visuales las residencias son muy comunes, pero lo especial de esta es que estás con arqueólogos, arquitectos, gente de todas las edades… Eso no es habitual, y aporta mucho diálogo», subraya.
El intercambio es una constante desde los orígenes de la institución. «El arte es una religión», sostenía su decreto fundacional, y unir Europa a través de la belleza de la creación artística fue uno de los motivos que la inspiraron. «El de las academias es un fenómeno netamente romano, hay cerca de 40. Nacen de la mano del Grand Tour y de la idea de creer en una Europa basada en la cultura», explica la directora. Junto a la puerta de su despacho hay un busto de Emilio Castelar, político que impulsó su fundación. Dentro se cuela la luz del atardecer romano, varios cuadros cubren la sala de altos techos. Uno de ellos es Café de periferia (1969), de Teresa Peña.
Tiene un sentido que esté ahí: hasta la llegada de Peña en 1965 solo había habido otra pensionada, la pianista, compositora y pionera en la dirección de orquesta María de Pablos (en 1928). En total, un 33,7% de los becados que han pasado por estas residencias creativas a lo largo de sus casi 150 años han sido mujeres. Albert –que fue la primera directora general de Bellas Artes del Gobierno español– es la tercera directora de la institución, tras Trinidad Sánchez-Pacheco (1986-90) y Rosario Otegui (2005-08). «A partir de la democracia empiezan a incorporarse más mujeres y también hay una apertura sistemática a la actividad cultural para el público general», apunta. Antes se podía asistir allí a conciertos o charlas, pero desde 2015 las instalaciones permanecen abiertas a diario de 10.00 a 18.00 horas, porque, recalca Albert, «es importante que la sociedad entienda que el patrimonio le pertenece, que ha de ser cómplice en su conservación».
En esas visitas la estrella es la joya arquitectónica del conjunto: el templete diseñado hacia 1502 por Bramante. El permanente contacto con obras de arte como esta influye en los proyectos, la ciudad misma lo hace, indica la escritora en lengua gallega Lara Dopazo, que ultima una antiguía de Roma y reconoce que «es un lujo tener tiempo para leer, escribir y pensar». Además, vivir en la Academia abre puertas secretas. «He podido entrar en los talleres de restauración del Vaticano, donde normalmente no se accede», apunta la restauradora María Gamero, que investiga los cambios de su especialidad en el siglo XIX. La artista Anna Talens, otra de las residentes, dice que «el lugar es un catalizador, genera la experiencia». Ella vive en uno de los torreones, el punto más elevado del edificio. Allí ha creado unas instalaciones que replican el amanecer y el ocaso romanos, un juego de reflejos con el suelo y sus cristaleras: «Siempre dicen que dopo Roma [después de Roma] viene mucho, pero aquí siento una plenitud absoluta que va a ser difícil de superar. Ha sido un encuentro emocional».
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