Caminar la línea
Camus escribió que en lo más profundo del invierno finalmente aprendió que dentro de él habitaba un verano invencible. Y en las ciudades parece que siempre sucede igual. Con la llegada de los días largos vuelve la vida: las aceras se pueblan de gente, sudorosa y feliz, y los parques se llenan de runners, paseantes y lectores tumbados en toallas gigantes. Cada año me pregunto dónde se estaban escondiendo esas personas, debajo de qué piedra estaban hibernando. En verano por fin podemos liberar tensión, y esa calidez invita a muchos a salir a disfrutar del aire libre hasta que se vaya la luz. Es como si de repente fuera posible que muchas vidas quepan en un solo día, con el césped de los parques extendiéndose bajo los pies de los que los recorren. Dejamos atrás los escenarios oscuros y cerrados, y cualquier actividad cobra más brillo con el cambio de escenario: sustituimos la piscina interior por las brazadas en la playa, la cinta de correr por los parques.
En muchos de estos parques me he quedado observando a los equilibristas que caminan decididos sobre una fina cuerda atada a los troncos de dos árboles. El corto trayecto exige la concentración absoluta de los que recorren, suspendidos entre las hojas de las plantas y el césped del suelo. La expresión en inglés para esta práctica es walk the line, caminar la línea. La frase hace referencia también a la posición intermedia entre dos opciones antagónicas, entre dos opiniones opuestas, y a la práctica del autocontrol. El cantante Johnny Cash la utilizó como declaración de amor y fidelidad, haciendo referencia al salto de fe que le exigía su relación con June Carter (“because you’re mine, I walk the line”). Paseando hace poco por el parque del Retiro no dejaba de sorprenderme la cantidad de deportistas y espontáneos que se mezclaban con los visitantes de las casetas de la Feria del Libro. Nunca he sido una gran atleta, y admiro a la gente que se entrega con disciplina al ejercicio, especialmente durante la temporada de calor. Las escenas del Retiro me transportan a otros parques en los que he pasado días de sol. La Ciutadella en Barcelona, donde pasé horas al salir de clases en la universidad; Hampstead Heath en Londres (donde leí por primera vez a Julian Barnes), con grupos de ingleses tomando cerveza y haciendo pícnic, celebrando un día en el que el tiempo es clemente; Central Park, con ciclistas recorriendo el verde de la Gran Manzana arriba y abajo, y telón de fondo de tantos paseos y lecturas. En cierto modo, existe una conexión invisible entre los espacios verdes de todas estas ciudades, donde sus habitantes conviven entre ejercicios de equilibrismo y lecturas relajadas.
Los que caminan la línea en los parques son un reflejo del trajín de nuestros días, oscilando entre extremos. Cuando la madre de la escritora Cheryl Strayed falleció prematuramente, la hija cosmopolita no encontró otra manera de enfrentarse a su duelo que dejar atrás la ciudad y lanzarse a los bosques del Pacific Crest Trail. El ejercicio en el exterior nos pone de frente a las contradicciones con las que vivimos. Y, cada vez más, la necesidad de compensar la vida urbana con el contacto con la naturaleza se convierte en una constante. Muchos, como Strayed, reconectan consigo mismos con la naturaleza como marco: “Tenía que ver con la sensación que producía estar en la naturaleza. Con qué se sentía al caminar durante kilómetros sin más razón que ser testigo de la acumulación de árboles y praderas, montes y desiertos, torrentes y rocas, ríos y hierba, amaneceres y puestas de sol. Era una experiencia poderosa y fundamental”.
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