Beatriz Palacios, joyas de ahora como las de antes
Nos asomamos al universo creativo de esta ingeniera de minas que hace 10 años cambió el rumbo de su carrera para crear piezas contemporáneas y artesanales. “En realidad siempre hemos sido una firma sostenible”, asegura.
Hace una década, el tiempo libre de Beatriz Palacios (Madrid, 42 años) era más bien escaso. Cuando en 2011 esta joyera fundó su marca epónima, aún ejercía como ingeniera de minas y aprovechaba las tardes después del trabajo —también las noches, los fines de semana y hasta las vacaciones— para formarse en su verdadera pasión. “Los accesorios siempre me habían parecido la mejor forma de distinguirte del resto y mostrar tu auténtica personalidad, pero cuando me tocó elegir carrera hice lo que se supone que había que hacer. Mi familia no me animó a estudiar diseño y acabé matriculándome en ingeniería porque siempre había sido muy buena en matemáticas”, recuerda.
Un año viviendo en Dublín tras finalizar la universidad, rodeada de artistas y diseñadores, fue el detonante de un presente que probablemente lo único que tenga en común con sus estudios sea el conocimiento de los minerales y la rigurosidad técnica. “Fue allí donde me di cuenta de que el arte podía ser un medio de vida. Al volver a España encontré un trabajo de ingeniera, pero invertía todo lo que ganaba en formarme como joyera”. Recibió clases particulares durante cuatro años y después se cruzó en su camino Tomás Padua, uno de los pocos maestros joyeros que quedan en España y junto a quien todavía trabaja a día de hoy elaborando piezas “bonitas, cómodas, versátiles y que sienten bien”. Joyas modernas que se crean con el mimo y la delicadeza de antes en un pequeño taller ubicado en Casa Palazuelo, uno de los primeros edificios comerciales de Madrid, muy próximo a la Plaza Mayor.
Allí las épocas se entremezclan de la misma forma que ocurre en sus diseños. Si se atiende a la fachada y al imponente interior serpenteado por una escalera de doble tiro y una cúpula acristalada bien podríamos pensar que estamos en una galería comercial del Nueva York de los años veinte. Ya en el taller, sobre la mesa de trabajo, descansan desordenadas herramientas de los años cincuenta heredadas de joyeros jubilados. Y en las vitrinas, o sobre las manos de Beatriz, sus últimas creaciones conjugan contemporaneidad con referencias tan variadas como el arte religioso, el hip hop de los setenta o la joyería de luto victoriana, temática de la que parte su nueva colección Blitz.
“La inspiración varía mucho cada temporada. Visito exposiciones, atesoro muchos libros de arte y cuando encuentro algo que me gusta no puedo parar de investigarlo hasta acabar dedicándole una colección. Entonces se crea en mi cabeza una paleta de colores y formas de manera automática”, explica. Por encima de todas esas referencias, siempre está su gusto personal. El anillo infinito, pensado para llevar en el nudillo, es una de sus piezas más reconocibles y mejor vendidas, además de una síntesis del ADN de la marca y del éxito de sus creaciones.
“Lo han copiado hasta la saciedad”, reconoce. “Al principio me molestaba, sobre todo, porque es injusto que marcas con más poder copien a las pequeñas, pero con los años me da igual. En cada colección concibo nuevas ideas que todavía no están en el mercado y los que me copian siempre van a ir por detrás”. Esas ocurrencias audaces e innovadoras son las que han puesto sus diseños en el radar de concept stores tan influyentes como la milanesa 10 Corso Como, la tienda del MoMA de Nueva York o algunos de los templos del diseño más cool de Japón, país enamorado de sus joyas. “También funcionan muy bien en Estados Unidos o Corea del Sur. Desde el nacimiento de mi marca sabía que tenía vocación internacional porque son diseños muy sofisticados”.
Uno de sus más recientes proyectos es el lanzamiento de Sustained, una línea unisex creada a partir de materiales reciclados que limita los residuos al máximo y en la que incluye pendientes individuales, una constante en la marca, creados a partir de piezas vintage de los setenta. “Siempre hemos sido una firma sostenible: lo hacemos todo aquí y contamos con proveedores de confianza, pero quería aprovechar excedentes y hacer upcycling con restos de stock que he ido comprando en mis viajes durante años sin saber para qué iba a utilizarlos. Está teniendo muy buena acogida entre el público masculino”.
Esa búsqueda de la belleza dando una segunda vida a piezas antiguas también es una constante en su casa en el barrio de Legazpi, donde reside desde hace 12 años junto a su marido, el artista irlandés Kenneth Lambert. Allí charlamos minutos antes de visitar su taller rodeadas por varias de sus obras, muebles rescatados de la basura y algunos tesoros encontrados en El Rastro. “El arte es muy importante para ambos. Ken tiene un gusto exquisito para todo, hasta para elegir dónde colocar cada cosa”, confiesa. “Aunque Beatriz Palacios es una marca muy personal, él también me inspira cuando diseño”.
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