Abrazar el caos
Hay una pregunta que me gusta hacer a las personas que conozco y que cada cierto tiempo me hago a mí misma: si pudieras escoger cualquier momento de la historia, ¿en cuál habrías querido vivir? La cuestión implica un montón de variables y elementos (de género, de clase, de geografía), y casi siempre acabo llegando a la conclusión de que nací en la época correcta, en la que me tocaba vivir. A pesar de los aspectos negativos de la hiperconectividad digital, me gusta sentir que gracias a la tecnología tengo un cierto control sobre el transcurso de mi vida: planear viajes, organizar eventos, mantener el contacto con familia y amigas en la distancia, investigar el rastro online de personas con las que voy a trabajar o a las que quiero conocer.
Hay un confort particular en esa conectividad que no le funciona a todo el mundo. El hecho de estar siempre disponibles, o de que nuestro pasado se pueda encontrar fácilmente en la red, deja poco espacio para la espontaneidad y lo imprevisto. En el momento en el que nos fijamos en el signo del zodiaco para descartar a una potencial pareja, dejamos de lado un océano de opciones. Y aunque me siento muy cómoda en lo predecible y planificable, en el fondo también hay una parte de mí que ansía el caos y el desorden.
Después de todo, decidí irme a vivir a Nueva York, la capital del alboroto por excelencia. Cuando acababa de llegar, sus imprevistos constantes eran lo que más detestaba, y me desquiciaban hasta las lágrimas —trenes que no funcionan, cancelaciones de planes a última hora, factores meteorológicos que te pillan por sorpresa, roedores que invaden tu apartamento sin avisar—. Tres años más tarde, veo que la capacidad de estar receptiva a cualquier cambio es de las mejores cosas que me ha dado la Gran Manzana. Cuando la escritora Deborah Levy cumplió 50 años su matrimonio se derrumbó, y con él muchas partes de su vida que habían sido como un barco amarrado en el puerto durante décadas. En El coste de vivir, Levy escribió que aunque supuestamente el caos es a lo que más miedo tenemos, con la edad ha llegado a creer que puede convertirse en el mejor elemento a nuestro favor: “Si no creemos en el futuro que planeamos, en la casa por la que nos hemos hipotecado, en la persona que duerme a nuestro lado, es posible que una tempestad (que acecha desde hace tiempo en los nubarrones) nos acerque al modo en que queremos estar en el mundo. La vida se desmorona. Intentamos aferrarnos y sujetarla. Y entonces nos damos cuenta de que no queremos hacerlo.”
Aunque me encanta hacer listas de libros que quiero leer y sitios que quiero visitar, y disfruto de la felicidad que me dan las relecturas y lo conocido, los momentos más especiales siempre llegan de forma insospechada. Las mejores citas, espacios, circunstancias y libros se han abierto camino por vías del todo azarosas, tirando abajo muchos de mis planes e ideas preconcebidas. Antonio Muñoz Molina escribió sobre la increíble sensación de llegar a un libro de manera inesperada, una sensación muy parecida a la que he sentido en algunos cambios de rumbo de mi propia vida: “No hay nada como la alegría de descubrir algo completamente nuevo, de comprobar que, por mucho que los años induzcan a la melancolía o a la simple desgana, el espectáculo de lo real siempre es inabarcable. Siempre hay ciudades y libros y músicas y películas a los que llegar por primera vez, que lo toman del todo por sorpresa, despertándole la limpia pasión de admirar y aprender. Entonces resulta que no haber leído algo todavía no es una deficiencia inconfesable, sino la oportunidad de una celebración”.
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