‘Baby bótox’ o por qué no se puede culpar a ‘Sexo en Nueva York’ de tener crisis de los 40 a los 25
Mientras que a Samantha no se le pasa la cirugía estética por la cabeza hasta los treinta y largos (idea que acaba desechando, por cierto), a las de mi generación nos han explicado con más empeñolo que es el baby bótox que la Cl@ve PIN
Cuando se estrenó Sexo en Nueva York corría el 1998, yo todavía no había nacido y las protagonistas ya tenían casi diez años más de los que yo tengo mientras escribo este artículo. Ahora tengo 25 y estoy absolutamente aterrorizada viendo cómo Charlotte se niega a cumplir los 36 al comienzo de la 5ª temporada. Pero no con el terror moralista que se puede esperar de alguien que ha crecido en la generación de los hilos de Twitter y del #loveyourself (pues os sorprendería saber que mis coetáneas y yo estamos, para según qué cosas, menos deconstruidas de lo que pensáis), sino con el terror del inevitable porvenir.
El terror del ‘es muss sein’, que diría Kundera. Y es que yo también me niego a cumplir los 36, aunque no por convencimiento; he visto el castigo que se les inflige a las de mi condición (mujeres que cumplen años, que envejecen) y no quiero correr la misma suerte que ellas. Gente tronchándose de risa mientras te apuntan con el dedo índice a la tiroides –que no está metabolizando igual que antes–, niños que lloran porque no te echas retinol, amistades que se rompen a causa de no tener las tetas tan firmes como hace unos años y llamadas en número oculto a altas horas de la madrugada que te dicen con la voz distorsionada que Anne Hathaway está igual que en 2006 y tú no.
No puedo poner la mano en el fuego y asegurar que llegar a los 36 años sea exactamente así, pero supongo que es algo parecido. Lo que sí que puedo decir con certeza es que leo los comentarios que escribe la gente cada vez que sube una foto Selena Gomez (niña Disney primigenia, posterior pibón y actualmente repudiada dado los cambios físicos que le provoca la medicación del lupus) y no puedo no sólo no tenerle pánico a envejecer, sino a pasar de los 29. No porque yo sea una persona estúpida y frívola (que también, pues lo cortés no quita lo valiente), pero mientras que a Samantha –de la misma escuela que Charlotte, empecinadas en quedarse en los 35– no se le pasa la cirugía estética por la cabeza hasta los treinta y largos (idea que acaba desechando, por cierto), a las de mi generación nos han explicado con más empeñolo que es el baby bótox que la Cl@ve PIN. Para aquellos que tengan la suerte de no saberlo, baby bótox un término anglosajón que viene de baby (estafa) y bótox (piramidal), consiste en un tratamiento estético preventivo para las arrugas, es decir, evita que tengas arrugas cuando no tienes arrugas. Lo de la Cl@ve PIN ya ni idea.
A lo que voy es a que a las chavalas nos cuesta mucho hacernos amigas de nuestro cuerpo para que luego nos vendan la moto de que la mayor traición viene de él, “la gran conquista es el propio cuerpo”, decía Umbral en Carta abierta a una chica progre. Nos están haciendo la envolvente cada vez más pronto con esto de infundirnos el miedo a envejecer cuando, curiosamente, es la segunda realidad más inminente que nos atiene. La primera es la muerte, que no da tanto miedo porque todavía no hay quorum sobre lo que nos espera después; pero si el hinduismo está en lo cierto y nos reencarnamos en especies según los actos de nuestra vida pasada, las que en esta somos chicas tuvimos que haber matado a alguien en la anterior.
Es por esto por lo que, cuando veo La fortuna es una vieja dama (3x05), no puedo culpara Charlotte por ser incapaz de cumplir 36 años, por muy reprobable que sea argumentarlo con que “los hombres prefieren chicas de 35″; tampoco puedo culpar a Miranda de llevarse un único cambio de ropa para un finde semana en Atlantic City, porque sólo tiene una chaqueta que le tape el culo de madre primeriza; ni puedo culpar a Samantha, Carrie y Charlotte de justificar a grito pelado a unos calaveras que ese culo no es el suyo (ahora sí, porque acaba de ser madre, pero el suyo suyo no es ese). Y lo curioso es que seguramente hace cinco o seis años lo habría hecho, pero, por mucho que me cueste empatizar con ellas porque son asquerosamente exitosas y todos sus apartamentos tienen luz natural y ventilación cruzada, no las culpo. Ahora, a los 25, me he vuelto más benevolente, como una abuelita (porque como os he dicho, me estoy haciendo mayor). También me he dado cuenta de que, pese a lo que llevo pensando toda mi vida, la juventud no es una cualidad intrínseca de la que estoy dotada, sino un estado que en algún momento abandonaré o que –en el menos digno de los casos– me dejará. Y a día de hoy, consciente de mi condición y del tiempo finito de esta, me gustaría aprovecharla más que nunca, pero lo único que se me ocurre son cosas como tirarme en paracaídas, probarlos psicotrópicos o ir a La Pampa, y la verdad es que no me apetece ninguna, así que seguiré haciendo lo mismo que he estado haciendo hasta ahora.
Hacerte mayor es una de las muchas cosas que (perdón por la redundancia) sólo aprendes cuando te haces mayor; como hacer una compra semanal o que ser adulta no significa dejar de tenerle miedo a la oscuridad, sino también cogérselo a la luz porque está cara. Las cosas están yendo muy rápido últimamente, no sé si por la rampante posmodernidad, porque la adultez te cambia los ritmos circadianos o por secuelas del COVID (que hace mucho tiempo que no se le echa la culpa de nada), pero veo a gente de mi quinta diciendo que ya nunca tendrán el mismo cuerpo que tenían con 18 años lo cual, aunque es indudablemente verdad, es pronto para reconocerlo. Nos han estado diciendo tanto tiempo que éramos muy maduras para nuestra edad que al final hemos acabado teniendo la crisis de los 40 a los 25 años.
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