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No me digas que no se puede hacer

Ana Pastor escribe: «Jill, a quien se le prohibió competir, es madre de dos grandes de la Liga inglesa»

No me digas que no se puede hacer
Getty Images

Jill Harper tuvo siempre claro que su condición de mujer no sería un obstáculo para cualquier meta que se propusiera, aunque en sus primeros años de vida la realidad tratara de demostrarle lo contrario. Nació en Bury, una localidad británica de unos 60.000 habitantes cercana a Mánchester. El padre de Jill era un apasionado del fútbol al que la naturaleza solo otorgó hijas. Tras dos nacimientos, ningún varón. A pesar de eso, todas las niñas de la familia Harper fueron entrenadas en la disciplina deportiva que su padre amaba. Jill destacó enseguida, hasta el punto de que en los primeros cursos se convirtió en toda una estrella en la escuela. Eran los años 60 y no era muy común ver a una joven ser la número uno en un deporte claramente masculino. Su presencia debió convertirse en una amenaza, así que decidieron apelar a las existentes reglas de The Football Association y se le prohibió competir. El caso llegó a aparecer incluso en la prensa local de la época: el mejor jugador de toda la escuela no podía jugar… ¡era una chica!

El apellido de soltera de Jill dice poco a la historia del fútbol. Sin embargo, Jill Neville, como se llamó al casarse con el señor Neville, es muy reconocido en el Reino Unido. Jill es la madre de dos de los jugadores más célebres de la Liga inglesa: Phil, capitán del Everton, y Gary, que se ha retirado este mismo año tras ser una de las grandes referencias del Manchester United y formar parte de la llamada Generación del 92, a la que también perteneció David Beckham. Gary ha dicho adiós, pero se lleva 11 Premier League y dos Champions, entre otros muchos títulos. Detrás de ese espectacular palmarés está ella. Fue Jill quien inició a sus hijos. Fue ella quien comenzó a enseñarles la técnica y quien dirigió esos primeros entrenamientos hasta que, años más tarde, se convirtieron en estrellas mundialmente conocidas.

Pero Jill no se conformó con proyectar en sus hijos las aspiraciones capadas por absurdas normas basadas más en las diferencias de género que en el talento. Ella siguió buscando su propio camino. Hoy es la mánager general del Bury Football Club tras pasar 23 años por distintos puestos del equipo. También su marido ocupa un lugar en la modesta entidad que ahora está en Tercera División. Una vez más, una mujer en un territorio de hombres. Y no es el único caso en ese país. Quizá todas ellas se preguntaron en algún momento de dónde venían esas líneas rojas que dividen los deportes, los trabajos y hasta los derechos. Seguramente sintió alguna vez una mirada de desaprobación mientras era ella quien enseñaba a sus hijos en el patio de casa a controlar y a acariciar la pelota. Pero Jill, como otras mujeres en el fútbol y en la vida, buscó las respuestas en ella misma y en el mundo que dejamos a nuestros hijos. Y no se conformó ni cayó en la resignación.

Es curioso. Hoy en día somos miles las mujeres que acudimos a los estadios a disfrutar de los partidos de nuestros equipos y muchas las periodistas deportivas que ya se dedican a esa disciplina. Sin embargo, es muy difícil encontrar datos estadísticos de lo que aún se considera, y tal vez con razón, una minoría. «No me digas que no se puede hacer…», probablemente pensaría Jill. «No me digas que no se puede hacer…», pensarán muchas.

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