«El sexo vende asientos»: cuando las azafatas estaban obligadas a llevar minifalda
En los años cincuenta y sesenta, las aerolíneas utilizaban a las auxiliares de vuelo como reclamos publicitarios. Debían ser bellas, no podían estar casadas ni superar los 30 años, y vestían ajustados uniformes diseñados por grandes nombres como Emilio Pucci.
«¿Recuerdas cómo era antes Southwest Airlines? No había azafatas en pantalones cortos. ¿Recuerdas?». Con esta frase presentó la compañía aérea tejana sus nuevos uniformes en 1972. En el anuncio, tres jóvenes atraviesan la pista hacia el avión ataviadas con unos microshorts de color rojo, top a juego y cinturón blanco conjuntado con botas altas, mientras espetan la única frase del guion. La estrategia de marketing, reforzada por un eslogan sin remilgos («el sexo vende asientos»), funcionó. Las ventas de billetes se dispararon animadas por esa especie de Ángeles de Charlie que prometían hacer mucho más llevaderas las horas de vuelo sirviendo a los pasajeros cócteles bautizados con nombres tan sugerentes como ponche de pasión o poción de amor.
La estampa, que ahora resulta bastante marciana y produciría tanto estupor como indignación, no solo se vivió a bordo de los aviones de Southwest Airlines. Las auxiliares de vuelo de Air Bahama combinaban sus pantaloncitos cortos con un top de minúsculas proporciones que incluso dejaba su ombligo al aire, y las de Pacific Southwest Airlines eran auténticas chicas yeyé que acomodaban maletas y servían cafés embutidas en ajustados vestidos cortados a ras de glúteo. «No siempre los llevaban durante todo el vuelo, pero era un recurso que utilizaban las aerolíneas para mostrar su esplendor», explica a S Moda Pablo Torres Weist, estilista y dueño de una de las colecciones más extensas e impresionantes de uniformes de azafatas de nuestro país.
«Hasta finales de los años cincuenta, los uniformes tuvieron un marcado carácter militar, pero con el boom del turismo que estalló en los sesenta, y el comienzo de la democratización de los vuelos, las compañías buscaban que la experiencia de volar fuera única. Tener azafatas bellas con uniformes sexys les daba prestigio y glamour. Incluso las elegían pensando en que su belleza fuera representativa del país de destino para ofrecer una experiencia de viaje que empezaba en el propio avión», añade el experto.
En aquella época de alergia al pantalón y exaltación de los atributos femeninos como reclamo comercial, los coloridos caleidoscopios del diseñador italiano Emilio Pucci también cogieron altura. La ahora desaparecida compañía aérea estadounidense Braniff confió al creador sus uniformes en 1965; y el anuncio que dio a conocer la colaboración tampoco tiene desperdicio. Bajo el premonitorio título de The Airstrip –un juego de palabras en inglés entre ‘air‘ (aire), ‘trip’ (viaje) y ‘striptease’– una azafata hace un sugerente baile mientras se va despojando de las distintas prendas diseñadas por Pucci. La idea era mostrar la versatilidad de unos uniformes pensados para ir transformándose según las fases del vuelo, pero, de paso, convertían a sus propias azafatas en una razón más para elegir la aerolínea.
Subiendo la apuesta, Braniff incluso diseñó un cartel, disponible en castellano, en el que bajo el lema «hace falta algo más que mis minishorts de Pucci para que un ejecutivo sea del Clan» queda patente que los atributos físicos de las auxiliares de vuelo se presentaban como un reclamo más de los servicios que podían disfrutar a bordo los pasajeros. «Cuando uno viaja día por medio, no hay Pucci ni buenas piernas que valgan», reza la campaña defendiendo las bondades del plan para clientes VIP de la compañía.
Cosificación y azafatas son dos conceptos que han ido de la mano desde los inicios de la profesión, cuando la estadounidense Ellen Church se convirtió en la primera de la historia. En aquel momento, para optar al puesto no solo había que estar soltera, sino que era necesario cumplir unos estrictos requisitos de altura, medidas y edad. Por encima de los 30, mejor abstenerse. Si se tenía marido o se estaba embarazada, imposible. Gloria Steinem lo resume muy bien en su libro My life on the road: «Las azafatas eran contratadas como camareras decorativas a las que se les daban indicaciones de geisha«.
Aunque se requerían conocimientos en enfermería por si algún pasajero experimentaba problemas de salud a bordo o había algún accidente, el físico prevalecía para hacerse con el puesto. Según publicaba la revista Time en 1938, «para ganar entre 100 y 120 dólares (88 y 106 euros) al mes las candidatas debían ser guapas, delgadas, solteras, enfermeras graduadas, tener entre 21 y 26 años y estar entre los 45 y los 55 kilos». Si bien es cierto que algunas de las condiciones tenían que ver con las dimensiones de los aviones de entonces, que requerían de personas menudas para moverse en aquellas estrechas cabinas. Quienes llevaran gafas o tuvieran la nariz demasiado ancha también serían ignoradas. Así quedaban fuera de juego no solo aquellas aquejadas de miopía, sino también las mujeres negras.
En ese contexto, los tacones, las fajas, el maquillaje y los sombreros o tocados estaban a la orden del día. «Las azafatas empezaron a pasar más tiempo en clases de peluquería y maquillaje que en formación y su papel se sexualizó cada vez de forma más abierta», explicó a Here Magazine John H. Hill, responsable de la exposición Fashion In Flight: A History of Airline Uniform Design celebrada hace tres años en el SFO Museum de San Francisco. «Gran parte de la culpa la tenía el machismo de la época, ya que las promociones y el marketing todavía estaban dirigidos a una clientela predominantemente masculina. Algunas aerolíneas explotaron esta táctica hasta niveles absurdos», añadía el experto.
«En España las cosas eran distintas y, debido a la dictadura, nunca tuvimos uniformes tan sensuales ni había ese destape», apunta Torres Weist. «Repasando los modelos de aquella época diría que el primero que diseñó Elio Berhanyer para Iberia tiene cierto punto sexy porque era un body pegado al cuerpo que marcaba la silueta, pero no es nada comparable a lo que ocurría en otros países», opina.
A partir de la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964, que ayudó a las mujeres a desafiar las restricciones basadas en la discriminación de género, mejoraron las condiciones de las auxiliares de vuelo, pero el proceso de desprender de connotaciones sexuales los uniformes fue mucho más lento. En la actualidad, por ejemplo, Southwest no solo no obliga a sus empleadas a embutirse dentro de unos minúsculos shorts, sino que ofrece pantalones largos como opción de vestimenta. Sin embargo, en compañías como Singapore Airlines, el look de belleza perfecto sigue siendo obligatorio e incluso asesoran a sus empleadas sobre qué peinado les sienta mejor. Emirates, por ejemplo, pide a sus auxiliares que lleven los labios pintados de rojo y establece recomendaciones respecto a las sombras de ojos o la manicura.
Como apuntaba Sylvia Maier, profesora de estudios de género de la Universidad de Nueva York a la edición estadounidense de la revista Traveler, el debate sobre los uniformes «reúne cuatro cuestiones igualmente legítimas: el derecho de una mujer (u hombre) a vestirse como desee en el trabajo, el principio de no discriminación entre los tripulantes masculinos y femeninos, el deseo de una empresa de vender su marca y proyectar una imagen particular, y las necesidades de seguridad y protección».
Sea como fuere, de lo que nunca se han desprendido los uniformes es de su vinculación con la moda más allá de la mera funcionalidad. Diseñadores como Christian Lacroix para Air France, Vivienne Westwood para Virgin Atlantic o Gianfranco Ferré para Korean Air han contribuido a hacer de ellos prendas de coleccionista. «En España se hacían a medida hasta 1989. Las piezas que hicieron Pedro Rodríguez, Elio Berhanyer o Pertegaz para Iberia son increíbles», concede Torres Weist. «También los que ha diseñado recientemente Teresa Helbig [convirtiéndose en la primera mujer en hacerlo] para la compañía son muy bonitos. Con los años se ha ido ganando en comodidad, pero sin renunciar al diseño».
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