Mi triunfo vital
“Me he convertido en mi propia auditora de sostenibilidad. Ejerzo en privado”.
«He triunfado en la vida». Este pensamiento me vino por sorpresa un martes en el que terminaba de ver, a las ocho de la mañana y aún en la cama, una película de Lubitsch. Mientras la disfrutaba estaba desayunando unas tostadas con el mejor pan de Madrid (cómo me gustan las afirmaciones categóricas) y un café en taza de heroína de Jane Austin. Cuando vi el The End pensé: «Este momento es muy grande». La posibilidad de ver varias mañanas a la semana, antes de empezar a trabajar, una película entre sábanas me parece un triunfo vital. Y yo que pensaba que desayunar en la cama era decadente. Ja. Este es uno de los estímulos más potentes que he encontrado en estos últimos tiempos en los que, como ha definido The New York Times, estamos todos languising, languideciendo.
Una de estas mañanas me desperté combativa y vi Seaspiracy. Este documental explora el daño ambiental que produce la pesca excesiva y repite algo que ya sabemos: que el océano está lleno de plástico y que dicho plástico se disuelve en micropartículas que terminan en el estómago de los peces y en el de las personas. Lo terminé de ver, acongojada, y entré en el cuarto de baño. Empecé a repasar con música de thriller en mi cabeza todos los envases de plástico que tenía. Y tenía. La cosmética no se puede permitir el lujo de evitar recorrer el camino, largo, lento pero innegociable, de la sostenibilidad. Así de guerrera me sentía yo esa mañana y en eso pensaba mientras me pasaba la pastilla de jabón de arriba a abajo para exfoliarme.
A los dos días decidí seguir en el mar y ver, en mi sesión de cine madrugón, La última noche del Titanic. En esa película de 1958 descubrí que el barco se publicitaba apelando a que en primera clase los huéspedes podían encontrar Vinolia Otto. Este producto era una pastilla de jabón que se había lanzado dos años antes de la tragedia, en 1910, y que era tres veces más cara que una normal. Me acordé entonces de la cosmética sólida, tan antigua en su forma, aunque el fondo haya mejorado y las pastillas de ahora sean limpias, es decir, tengan una lista de credenciales respetuosas con el cuerpo, las personas que las elaboran y su entorno. Ese jueves me enterneció que el crucero más grande del mundo, el que no se iba a hundir, quisiera seducir a los pasajeros con el jabón del camarote.
Otra mañana elegí para ver El paciente inglés. Era un día del fin de semana, porque el metraje de la película exigía más tiempo. Estaba yo envuelta en amor, con la garganta seca de la arena del desierto y queriendo vivir una vida en la que me vistiera Ann Roth, cuando me reencontré con la escena de la bañera. Se ha hablado mucho del momento en el que, en Memorias de África, Robert Redford lava el pelo a Meryl Streep, pero muy poco de la secuencia en la que Kristin Scott-Thomas se lo lava a Ralph Fiennes que, por cierto, acababa de estar cosiendo. Abro paréntesis: Anabel, «define sexi». «Eso, un tipo que acaba de coser cantando It’s Only a Paper Moon de Nat King Cole dentro de una bañera en la que su amante le lava el pelo». Cierro paréntesis. Me fijé, porque mi trabajo es fijarme, y vi cómo ella usa una botella de cristal llena de jabón. De repente volví a pensar todo el plástico que no va a desaparecer en siglos y fui corriendo al cuarto de baño, atemorizada, a ver cuánta cosmética en cristal tenía. Tenía.
Me he convertido en mi propia auditora de sostenibilidad. Ejerzo el puesto en privado, porque no hay nadie más pesado que una ecoevangelista. De vez en cuando doy paseos por casa y pienso si puedo hacer alguna corrección. No sería capaz de cambiar de manera radical, no tengo fuerzas ni quizá empuje, así que me conformo con hacer ajustes. Elegir cosmética en cristal, sólida, con poco packaging o con materiales alternativos es un primer paso de los 10.000 que tendría que dar. Estoy concienciada, pero bebo en botellas de plástico, compro alguna camisa que sé que al año que viene me va a aburrir y no siempre miro de dónde vienen los aguacates.
Cuando Ralph Fiennes cosía su camisa estaba siendo sostenible sin saberlo. Hace años leí en este periódico una entrevista a Pascale Mussard, miembro de la familia Hermès, en la que decía que el lujo era lo que se podía reparar. Cada vez que decido enhebrar una aguja y coser un botón de una camisa estoy honrando a esa prenda; cada vez que llevo un zapato a arreglar le estoy diciendo: «Sé que eres bueno, yo te voy a cuidar». Y entonces es cuando la torpe auditora de sostenibilidad que llevo dentro se relaja y piensa en la película que verá a la mañana siguiente.
Anabel Vázquez es periodista. ¿Sus obsesiones confesas? Las piscinas, los masajes y los juegos de poder.
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