El día que amenazaron con detener a Marlene Dietrich por vestir pantalones en un tren
Durante el siglo XIX y parte del XX las mujeres no podían hacer uso de esta prenda porque estaba asociada exclusivamente a los hombres. El movimiento feminista, así como la audacia de varias celebridades que desoyeron las convenciones sexistas, hicieron posible el cambio.
Simplemente por llevar un pantalón, por desafiar las nociones convencionales de la vestimenta femenina, muchas mujeres fueron difamadas, ridiculizadas, despreciadas, agredidas e, incluso, arrestadas. En la actualidad esta retahíla de viles actos levantarían una oleada de protestas. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, y buena parte del XX, dicha prenda fue un inequívoco símbolo del opresor poder masculino en Occidente. De hecho, cualquiera que osara ponerse uno era acusada de travestirse porque atentaba contra las normas de género de la época.
Hasta hace bien poco, sorprendentemente, algunas legislaciones continuaban respaldando este arcaico razonamiento. Sin ir más lejos, no fue hasta 2013 que en Francia se derogó una ley aprobada en 1800 que prohibía su uso entre las mujeres; siempre y cuando no fueran en bicicleta o montaran a caballo. Por mucho que la ley fuera ignorada durante décadas, su simple existencia demuestra el duro camino que se ha tenido que recorrer para superar los tabúes y las convenciones sexistas.
Indudablemente, a lo largo de la historia, los pantalones han sido un indicador de la lucha de las mujeres por la igualdad. Todo se lo debemos a pioneras como la escritora francesa George Sand, quien en el siglo XIX los combinaba con chaquetas y corbatas mucho antes de que Diane Keaton encarnara a Annie Hall en la cinta de 1977 dirigida por Woody Allen. O la sufragista estadounidense Amelia Jenks Bloomer, la editora del primer periódico por y para mujeres, The Lyli, desde cuyas páginas se reivindicaron a finales de ese mismo siglo los bombachos de estilo turco conocidos como ‘bloomers’. Sin ellas millones de mujeres hubieran seguido siendo rehenes de un restrictivo armario.
El debate no adquirió una nueva dimensión hasta los años treinta. Coco Chanel, más allá de firmar el acta de defunción del corsé, enalteció el pantalón como un símbolo de empoderamiento y elegancia. Y a la par, en Hollywood, algunas de sus mayores estrellas también se rebelaron contra este extemporáneo statu quo.
Sí, Yves Saint Laurent presentó oficialmente en 1966 su icónico Le Smoking, el primer traje sastre para mujeres que incluía un pantalón. Pero basta recordar que, en 1930, Marlene Dietrich ya había lucido un esmoquin en Marruecos, su debut en la gran pantalla estadounidense. La andrógina escena, en la que por si fuera poco besa a otra mujer, dejó sin habla al público. Ahora bien, si una anécdota define a la perfección la tenacidad de Dietrich, esa fue la que protagonizó fuera de las cámaras en 1933.
Mientras viajaba a bordo de un transatlántico desde Nueva York, la actriz recibió un telegrama del Prefecto de Policía de París. El mensaje era claro: si aparecía en la capital francesa con pantalones de hombre, de inmediato, sería arrestada. Lejos de alarmarse, Dietrich hizo alarde de su indomable carácter. Tras atracar en Cherburgo, tomó un tren hasta París vestida con un traje, un abrigo masculino, boina y gafas de sol. A pesar de que las autoridades la estaban esperando en el andén, no cumplieron con su amenaza. Días después, a modo de disculpa, la obsequiaron con una pulsera de Paul Flato.
Otra figura del séptimo arte que convirtió el pantalón en su mejor arma, también en la década de los 30, fue Katharine Hepburn. Estudios como la RKO y la Metro intentaron moldearla a su gusto, pero jamás se salieron con la suya. Tal como ella misma aseveró en el documental de 1993 All About Me: “Hace mucho me di cuenta de que las faldas son inútiles. Cada vez que oigo a un hombre decir que prefiere a una mujer con falda le digo: ‘Ponte una, ponte una falda”. De todos modos, tiempo antes, en horario de prime time, ya había dejado clara su animadversión hacia esa prenda en concreto. Cuando la periodista Barbara Walters le preguntó en 1981 si poseía alguna en su guardarropa, contestó sin titubear: “Tengo una. Me la pondré para tu funeral”.
La revista Vogue publicó en 1939 un artículo titulado El caso de los pantalones, donde se podían leer frases como “y si la gente te acusa de imitar a los hombres, no hagas caso. Nuestros nuevos pantalones son irreprochablemente masculinos en su confección, pero las mujeres los han hecho totalmente suyos por los colores en los que los encargan y los accesorios que añaden”. El mensaje, por motivos muy diferentes, no caló hasta ese mismo año con el estallido de la Segunda Guerra Mundial: las mujeres de Estados Unidos y el Reino Unido adoptaron el pantalón en las fábricas mientras sus novios y esposos combatían en el frente.
Aunque en los cincuenta hubo un resurgimiento de las fajas constrictoras, en los sesenta se produjo una liberación de la llamada ropa informal coincidiendo con el auge del movimiento feminista, sobre todo en Estados Unidos. Eso lo cambió todo. Diseñadores como Yves Saint Laurent o André Courrèges abrazaron el prêt-à-porter, y los vaqueros para mujeres (así como la minifalda) se apoderaron de las calles de medio mundo. En consonancia con aquellos tiempos, el pantalón al fin se dejó ver en un escaparate tan conservador como las alfombras rojas: Barbra Streisand recibió su primer Óscar en 1968, por su papel en Funny Girl, con un traje negro transparente y lleno de lentejuelas de Arnold Scaasi.
Mención aparte merece Jackie Kennedy. A principios de los sesenta, ejerciendo de primera dama, solía ir uniformada con elegantes vestidos de Oleg Cassini o Chanel (ahí está el icónico traje rosa de dos piezas de la maison que, lamentablemente, pasó a la posteridad por ser el que llevaba el día que asesinaron a John F. Kennedy). Pero, para sorpresa de muchos, su armario mutó radicalmente cuando se convirtió en la señora de Onassis en 1968. No solo se reinventó con looks igual de veraniegos que juveniles, sino que durante la década siguiente fue la mayor embajadora de los pantalones blancos y palazzo. Lejos del escrutinio público, halló la libertad para vestir como realmente siempre había querido. La sororidad de todas esas mujeres que le precedieron, sin duda, lo hizo posible.
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