Gabriel García Márquez, por Adela Cortina
Demostró que la cultura vital y la civilización auténtica no son cosa de la abundancia económica
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
Así comienza una de las novelas más apasionantes que se publicaron en el siglo XX, a la altura de su segunda mitad. Hace pocos días, se recitaron estas palabras en diversos foros y en los medios de comunicación, recordando con ellas al autor universal que les dio vida, el colombiano Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982, quien con ellas empezaba Cien años de soledad, la historia de la familia Buendía, relatada en clave mágica.
La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande, Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada y algunas más fueron las obras que le hicieron acreedor al máximo galardón literario y, sobre todo, al reconocimiento universal.
Junto a otros genios latinoamericanos del buen decir y escribir, como Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Miguel Ángel Asturias, García Márquez sacó a la luz la riqueza de un mundo desconocido, la riqueza de esos países a los que se tenía por subdesarrollados, por la absurda razón de que su Producto Interior Bruto no alcanzaba la media a la que había que llegar para considerarse desarrollado.
Ese extraordinario elenco de novelistas puso negro sobre blanco la increíble riqueza, la riqueza real, de personas, tradiciones, comunidades, paisajes que hacían –y hacen– fascinantes los mundos de Colombia, Perú, México, Chile, República Dominicana, Cuba, Guatemala y tantos otros. Demostraron que la cultura vital y la civilización auténtica no son cosa, afortunadamente, de la abundancia económica, sino de la grandeza de ánimo.
Por eso Amartya Sen, otro premio Nobel, pero en este caso de Economía, mostró también que no se puede medir el grado de desarrollo de un país contando el número de coches o el de electrodomésticos, ni tampoco el de ordenadores o teléfonos móviles, ni siquiera considerando la renta per cápita. Con una gran cantidad de bienes de este tipo, un país puede encontrarse por debajo de la línea del desarrollo auténtico si sus habitantes no tienen la capacidad suficiente como para saber aprovecharlos y llevar adelante una vida feliz.
Por eso propuso tomar como medida del desarrollo de un pueblo la capacidad de sus gentes para elegir los proyectos de vida que les parezcan atractivos, la capacidad de apostar por propuestas de vida buena. Y uno de los elementos clave es la cultura. Un país con poca riqueza cultural no sabe disfrutar con inteligencia de bienes tan valiosos como la poesía, la buena música, la literatura, las artes plásticas, la naturaleza, las relaciones de amistad, la solidaridad, los proyectos de justicia compartidos, los proyectos de vida en plenitud.
Estos días, los homenajes a García Márquez se dirigían a esa persona concreta, con nombre y apellidos, al novelista universal. Pero, a la vez, a los pueblos latinoamericanos, que, con su riqueza, hicieron posibles esas bellísimas novelas.
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