¿Es sexista el mundo del libro?
La escritora Maureen Johnson publicó hace unos años una novela titulada The Key to the Golden Firebird (sin publicar en España) que «va sobre tres hermanas que se enfrentan a la muerte súbita de su padre», explica en su blog. Sus editores creyeron que lo más apropiado para eso era una portada rosa Barbie, con el título del libro escrito en la camiseta de una modelo y una pegatina en forma de corazón aclarando: «A novel» («Una novela»).
«Ahora, como ejercicio mental –pidió Johnson recientemente– imaginen que en lugar de Maureen yo me llamase Maurice Johnson. ¿Tendría mi libro ese aspecto?». A partir de ahí, la autora retó a sus seguidores en Twitter y Tumblr a jugar al Coverflip (cambio de portadas). La idea consistía en tomar la cubierta de un libro clásico o reciente, cambiar el género de su autor (por ejemplo, Jane Franzen en lugar de Jonathan Franzen) e imaginar cómo hubiera sido.
Diseñadores y lectores aficionados se volcaron con el proyecto y en apenas unas horas dieron con portadas falsas de lo más creíbles. Si Jeanette, en lugar de Jeffrey, Eugenides hubiera escrito La trama nupcial, especulaban, la cubierta llevaría a una novia con ramo incluido en lugar de la elegante portada tipográfica que utilizó la edición original. «Muchas autoras (entre ellas superventas como Jodi Picoult) se pusieron en contacto conmigo para comentar el experimento. Margaret Atwood lo mencionó en un artículo. Creo que es algo que nos toca a muchas», comenta Johnson a S Moda.
Sylvia Plath, ¿chick lit? Los clásicos tampoco se libran. En febrero pasado, Faber publicó una reedición de La campana de cristal, de Sylvia Plath, con motivo del 50 aniversario del libro. Por si no tenía suficiente tirón decidieron comercializarla con una nueva cubierta en la que aparece una mujer aplicándose maquillaje. The London Review of Books la calificó sencillamente de «boba» y periodistas como Tracey Egan Morrisey fueron un poco más allá: «Para un libro que va sobre la depresión clínica de una mujer, exacerbada por los sofocantes roles de género que se supone que debe cumplir, es bastante estúpido ponerle una foto barata retro de una pin up maquillándose».
Desde Faber se defendieron asegurando que trataban de acercar el libro a un nuevo público «que pueda disfrutar de él sin saber nada de poesía ni del contexto del trabajo de Plath». La portada podía resultar más atractiva en las grandes superficies pero, como notaron muchos, otras ediciones recientes de aniversario, como las de George Orwell, no recibieron el mismo tratamiento.
En el sector editorial español también sucede, «aunque seguramente en menor medida, porque las colecciones permiten menos juego», apunta Elena Ramírez, editora de Seix Barral. «El mercado anglosajón es ferozmente competitivo y los libros a veces se venden casi al peso, como un objeto empaquetado para competir», añade.
Aun así, las cubiertas son sólo una pequeña parte de un problema mayor que algunos detectan: la industria editorial, enormemente poblada por mujeres –en España son mayoría en los puestos editoriales, aunque no tanto en los directivos– y sostenida gracias a un público consumidor también abrumadoramente femenino, no está exenta de sexismo.
Claire Messud defendió el derecho de su última protagonista a ser poco simpática y dio lugar a la polémica al rebelarse contra el rol de «chica maja».
Getty Images
La asociación VIDA, que busca «explorar la percepción crítica de lo que escriben las mujeres» publica desde hace tres años una minuciosa colección de estadísticas detallando el número de críticas y libros escritos por féminas en los principales medios literarios anglosajones. En algunos, como Granta, se acerca al 40% (en parte porque esa revista literaria publica un número anual exclusivamente femenino, un gesto ya de por sí polémico) y en otros, como la respetada New York Review of Books apenas llegan a un 20% de reseñas de libros escritos por autoras y menos de un 10% de firmas femeninas. La asociación admite que desde que publica sus datos, las cosas han mejorado sensiblemente.
No todo el mundo está de acuerdo en que las mujeres lo tengan más difícil. El joven novelista Teddy Wayne (Kapitoil, Blackie Books) esgrimió en un provocador ensayo titulado La agonía del hombre novelista que «a la mayoría de autores literarios hombres, excluyendo el escalafón superior de los Franzen, Eugenides y De Lillo, les resulta más difícil que a las mujeres labrarse una carrera literaria financieramente estable (…)». Wayne argumenta que las autoras se benefician de una doble exposición mediática, al aparecer a la vez en revistas femeninas y literarias, y compara a los hombres que escriben con los actores porno: «Son menos y ganan menos que ellas, que tienen mucha más demanda de público». Además, el escritor aduce que las mujeres compran en Estados Unidos unas dos terceras partes del total de libros y un 80% cuando se habla de ficción literaria. Allí existe una tupida red de clubs de lectura, casi 100% femenina, a la que corteja la industria. «El libro arquetípico que escogen esos clubes está escrito por una mujer, tiene personajes femeninos, incluye una historia de amor, un relato de crecimiento personal o una narrativa madre-hija, quizá con trasfondo histórico».
De lo que Wayne está hablando, sin decirlo, es de ese género inventado llamado women’s fiction, un término que desagrada especialmente a la agente literaria Mónica Martín. «¿Por qué no existe la male fiction? Porque se supone que es lo normal, lo que debe ser. Si Clarín hubiese vivido hoy y fuese mujer tendríamos otro análisis de La regenta. Y lo mismo con Madame Bovary y con Lolita. ¿Es women’s fiction la novela Las bostonianas de Henry James?». Ana S. Pareja, la editora de Alpha Decay, amplía el foco: «Por norma general se espera que las mujeres escriban para mujeres y los hombres, para ambos sexos. El hecho de que ellas compren más libros enturbia la percepción que tenemos y perjudica a las autoras que van por libre», apunta.
Pareja recuerda algunos casos curiosos que le ha tocado vivir con las escritoras que publican en su sello, como la argentina Pola Oloixarac, que es joven y muy atractiva. «Recuerdo frases sonrojantes en la prensa generalista sobre ‘sus largas piernas’ (o pestañas). Al mismo tiempo, la belleza física de algunas autoras ayuda a que más periodistas se interesen por ellas». Elena Ramírez lo confirma: «Si la autora es bonita, tiene sentido del humor y usa tacones le saldrán toda clase de propuestas de promoción, para posar maquillada en las revistas u opinando sobre cualquier cuestión al margen de su obra. Le publicarán menos críticas serias en los suplementos y tendrá que demostrar durante muchos años lo que vale para conseguir una portada. Lo logrará cuando vista mucho de negro, vaya despeinada o se haya hecho mayor. O sea extranjera, claro».
La última y curiosa polémica sobre mujeres y letras que saltó a los medios hace unas semanas no tiene que ver con las autoras ni con su eco mediático, sino con los personajes femeninos de sus libros. La novelista Claire Messud promocionaba The Woman Upstairs, en el que la protagonista es una mujer de 42 años que se rebela contra el rol de «chica maja» que la sociedad le ha otorgado. Una periodista del Publishers Weekly le lanzó a Messud la siguiente pregunta: «Yo no querría ser amiga de Nora, ¿y usted? Su visión es insoportablemente negativa».
La respuesta de la autora fue épica y furibunda, y no tardó en replicarse vía Twitter: «¿Qué clase de pregunta es esa, cielo santo? ¿Querría usted ser amiga de Humbert Humbert, de Mickey Sabbath, de Hamlet, de Edipo, de Óscar Wao, de cualquiera de los personajes de Las correcciones o de La broma infinita, de cualquiera de los tipos que jamás hayan imaginado Pynchon o Martin Amis?». Messud, y a continuación otras autoras como Curtis Sittenfeld, han empezado a rebelarse contra un último vestigio sexista en la literatura: la necesidad de que los personajes femeninos sean más empáticos y agradables. «Si usted lee para hacer amigos tiene un grave problema –continuó la escritora–. Leemos para encontrar vida, en todas sus posibilidades». Y en todos sus géneros y formatos, se podría añadir innecesariamente.
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