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El significado oculto del vestuario de ‘El discreto encanto de la burguesía’ o la perversión recatada hecha ropa

Todas esas botonaduras, esas lazadas al cuello, esos fulares no son sino vestidos que piden ser desabrochados, escotes que exigen ser liberados y pañuelos cuya utilidad no es otra que la de la fantasía.

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En 1972, Buñuel estrenaba El discreto encanto de la burguesía, una película –rodada en Francia, en España la sacrosanta censura seguía haciendo de las suyas– en la que el director muestra a seis personajes impecablemente vestidos, peinados y maquillados tratando desesperadamente de cenar juntos (desde hace unas semanas puedes encontrarla en Filmin). Por en medio se suceden toda clase de inesperados episodios protagonizados por algunos de los gremios fetiche del director –guerrilleros, obispos, militares, políticos, policías o ricos– que no hacen sino imposibilitar el sofisticado ágape. Episodios que, a través de la estructura narrativa de la repetición, transitan sin prejuicio entre lo real y lo onírico. Cuenta Medardo Fraile en Entradas de cine que Buñuel le dijo una vez a un productor mejicano: “No se preocupe, si el film queda demasiado corto, meteré un sueño”. Aquí metió alguno más. 

La película, que ganaría el Oscar a mejor film extranjero, ejerce de eso que tanto le gustaba a Buñuel, de azote a la burguesía. Esa decadente y anodina burguesía europea de los setenta que tan a conciencia exhibía sus buenos modales, su elegancia y sus encantos y cuya fútil banalidad en las conversaciones con constantes alusiones a la ropa, la comida, la vajilla o los perfumes podía matar de aburrimiento al más paciente. Aquí lo importante era parecer. Bajo esos refinados modales, esos estilismos glamurosos, esos rituales sociales repetidos hasta el absurdo y esos inanes formalismos se escondían toda clase de oscuros secretos –adulterio, tráfico de drogas, engaño, golpes militares–…

Así en clave de comedia más que de sátira (“No es una sátira y mucho menos feroz. Creo que es la película que he hecho con un espíritu de humor más amable”), Buñuel se despechaba otra de sus ”comedias del deseo” (como las califica Peter William Evans en su libro Las películas de Luis Buñuel: la subjetividad y el deseo). Porque si algo sucede en esta película es eso: ese deseo sexual latente y su perversa contención, esa apariencia de perfección bajo la cual se cuelan, según William Evans, “signos de sumisión carnal”. Todas esas botonaduras, esas lazadas al cuello, esos fulares no son sino vestidos que piden ser desabrochados, escotes que exigen ser liberados y pañuelos cuya utilidad no es otra que la de la fantasía.

Las mejillas sonrosadas de Fernando Rey traicionan sus trajes tres piezas, los recatadas faldas esconden ligueros que necesitan urgentemente ser quitados en el más inesperado de los lugares y los vertiginosos escotes siempre en la espalda dejan claro ese falso recato de mantener las formas oficialmente para invitar al pecado oficiosamente. Y, por supuesto ese obispo cuyo fetiche es vestirse de jardinero para trabajar como sirviente en los jardines de los ricos y que representa, junto al sombrero de Napoleón que varios personajes se prueban a lo largo de la película, la pasión de Buñuel por los disfraces. “Buñuel era muy aficionado a disfrazarse de joven. Se disfrazó de monja en alguna ocasión y con Lorca iban a disfrazarse por las calles de Madrid. El travestismo era una de sus diversiones favoritas”, dice Jordi Xifra, director del Centro Buñuel Calanda. 

Pero, todo eso, manteniendo el orden y las simetrías cromáticas. Sin chirridos. A pesar de que la película sea un compendio de los usos y costumbres en el vestir de aquella época, ciertas modas setenteras como las minifaldas, el vinilo, los estampados psicodélicos, el croché, los crop tops anudados bajo el pecho, los ombligos al aire o los colores chillones brillan por su ausencia. Aquí seguimos con las sedas, las gasas, los tonos pastel, los rigurosos negros, las corbatas y los tableados. Esa cosa tan atemporal del porte aristocrático que desprecia las tendencias por populares.

De hecho, el único personaje que se desliza tímidamente en la modernidad es el de Bulle Ogier, que resulta el único mínimamente rebelde y transgresor y, por supuesto, la terrorista interpretada por Maria Gabriella Maione quien con su primera aparición en tejanos, zapatillas planas y cinturón de cuero ancho encarna el verdadero signo de los tiempos. Como dice Roger Ebert en Grandes películas, los personajes “exudan estatus, están seguros de quienes son y ostentan su posición social como un traje. El embajador (Fernando Rey), la rica anfitriona (Stéphane Audran), la hermana aburrida y alcohólica (Bulle Ogier), todos actúan como si estuvieran representando papeles”. En definitiva, una pieza de teatro burlesco. Curiosamente, la película tuvo un éxito masivo. Parece que a los burgueses de la época les gustaba mirarse en el espejo que les mostraba Buñuel.

Si en Belle de jour se crea -según la revista Madame Figaro– ‘la parisina’, esa estética burguesa del personaje de Catherine Deneuve a quien vistió Yves Saint Laurent y calzó Roger Vivier con sus famosas bailarinas de puntera cuadrada rematadas por una gran hebilla y en Ese oscuro objeto del deseo los trajes fueron diseñados por Chloé , en el apabullante desfile de looks que constituye El discreto encanto de la burguesía se cuela alguna que otra pieza emblemática. Caso del vestido negro de Karl Lagerfeld que lleva Stéphane Audran en una de las escenas en las que el triple escote de la espalda es el absoluto protagonista (tanto que prácticamente no se ve de la pieza más que la parte de atrás).

A este respecto, Audran en una entrevista concedida a la edición francesa de Vogue recordaría: “Después del rodaje, me apresuré a llevarme el vestido. La esposa del director de producción le hacía ojitos desde el principio”. 

El fastuoso vestuario (firmado por Jacqueline Guyot quien tendría una carrera más bien corta –al menos acreditada–) funciona a la perfección para esta “mascarada sin máscaras” que es, como la define Xifra, El discreto encanto de la burguesía

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