Depresión, pasión y redención: la alucinante historia española de la madre de Martin Amis, Hilly Bardwell
Con métodos poco convencionales mantuvo unida a una familia tendente al alcoholismo, la ira y la depresión (como ella misma). Cuidó en sus últimos días, con el consentimiento de su nuevo esposo, a Kingsley Amis, el marido que la había traicionado y maltratado. El hermano español de Martin Amis nos cuenta la realidad que vivió su madre: supera a cualquier ficción escrita por los hombres del clan.
*Nota de la autora: hace tres años conocí, a través de una amiga común, a Jaime/James Boyd, el hermano español de Martin Amis. Este reportaje es el resultado de varias conversaciones que mantuve con él y con su entorno, en las que salieron a la luz inclasificables momentos de la convivencia familiar pero sobre todo la increíble peripecia vital de su madre, una mujer libérrima, feminista fuera de convenciones, que recaló en Ronda, donde encontró su verdadera patria. Con motivo del fallecimiento de Martin Amis, y con el consentimiento de Jaime, publicamos ahora ese reportaje sobre Hilly Bardwell que quedó en un cajón.
Una calurosa noche de verano en los años setenta, los jóvenes estudiantes americanos hospedados en el Palacio de Mondragón de Ronda se llevaron un susto de muerte. Dos mujeres, una con cerrado acento andaluz malagueño y otra con acento de Kingston Upon Thames, montaban en la cocina un estruendo de cacharros fenomenal mientras ellos esperaban a que les sirviesen la cena en uno de los salones del edificio mudéjar renacentista. Se hizo el silencio y por la puerta entró la esposa del profesor de español, una atractiva mujer rubia que traía una bandeja gigante cubierta con una cúpula plateada. Al destapar el manjar, la sorpresa: ¡un bebé de cuatro meses completamente desnudo y plácidamente dormido con dos ramitas de perejil en las orejas era lo que les servían para cenar! “A Hilly le parecía para troncharse… Los estudiantes pensaban, ¿pero esta loca no esperará que nos comamos a su hijo?”, cuenta en perfecto español, sentado en un bar de La Latina de Madrid, aquel bebé, hoy un hombre de 47 años llamado James Boyd. Su madre, Hilly, aquella rubia excéntrica que se divertía sirviéndole en bandeja cubierto de perejil, sin embargo, le solía llamar Jaime. También le llamaba así su hermano, el recién fallecido escritor Martin Amis.
Hilly Bardwell, (de soltera), Kilmarnock (tras su tercer matrimonio) los parió a ambos. Con los dos, hijos de dos hombres diferentes, tuvo relaciones muy distintas: Martin, quien apenas convivió con ella, iba los veranos en busca del calor de Andalucía cuando quería escapar de los cielos grises ingleses o cuando pasaba por un mal de amores; Jaime, quien se crio en España pero regresó a Inglaterra cuando ninguno de los miembros de la familia lo esperaba, es el único del clan que puede recordar en primera persona las locuras de aquella familia que con mano izquierda (y mucha excentricidad) dirigió su madre.
Cuando Hilly Bardwell falleció a los 81 años en Ronda, en julio de 2010, la prensa nacional no se hizo eco de su deceso. En España, haber sido esposa de Kingsley Amis y madre de Martin no resultaba noticioso. The Guardian, en cambio, sí publicó un obituario titulado así: “Hillary Kilmarnock. Musa sin pretensiones y matriarca del caótico clan Amis”. El obituario continuaba: “Divertida, expansiva y sencilla, le gustaba a todo el que la conocía. Su vida no fue fácil ni ordenada pero la manejó de una forma valiente y original”. Esa originalidad la explica en persona su hijo Jaime: “Organizaba almuerzos todos los domingos, le encantaba estar siempre rodeada de gente y bullicio, era una cachonda mental. Y a pesar de que se estableció aquí, de cierta manera siempre fue una nómada. Yo resido ahora en la casa de Ronda donde me crie a su lado y ya de muy mayor me decía: Jaime ¿por qué no me compras una caravana y vivo ahí al fondo del jardín”; pero también su otro hijo, Martin, la recordaba vivamente en Experiencia: «Había muchas razones por las que a mi madre le encantaba vivir en España y el hecho de que en la mayoría de farmacias se pudieran comprar libremente anfetaminas no era la menos importante de ellas. En un momento dado las autoridades prohibieron su venta sin receta y ella tuvo que ponerse diez capas de ropa encima y fingir que era obesa […] Sabíamos cuándo mi madre estaba «de anfetas» porque de pronto se ponía a limpiar y reorganizar la casa como una loca».
Hilly siempre fue una bohemia. Hija de un ingeniero agrónomo, se escolarizó en Bedales, una especie de Institución Libre de Enseñanza donde las mujeres escapaban del puritanismo heredado de la época victoriana. Nada más empezar sus estudios en la escuela de arte Ruskin, de Oxford, se enamoró locamente de un estudiante carismático, gamberro y mujeriego, del vecino Saint John’s College. Se trataba de un tipo tan, tan egoísta, recordaría ella años más tarde, que después de cada cita era ella quien le acompañaba a él a casa, porque tenía miedo a que le atracaran. Se quedó embarazada de él con 17 años y él, cuando conoció la noticia, escribió a su mejor amigo para decirle: “No quiero a ese niño asqueroso”. De hecho, intentó que ella abortara. Ese mejor amigo al que se dirigía Kingsley Amis era el poeta Philip Larkin, quien intercedió por el bebé, al que acabaron bautizando como Philip, en su honor. Un año después vendría Martin, más tarde, la tercera hija, Sally. Larkin fue una presencia constante en los primeros años de la pareja. Y adoraba a Hilly, a la que en una ocasión describió como «una de las mujeres más hermosas que he conocido, sin ser ni una pizca bonita». Que no se equivocaba lo más mínimo quedó demostrado cuando décadas después de que Kingsley la abandonara de la forma más cruel tras años de desdenes y despotismo, ella accedió a cuidarle en sus últimos años porque Martin, su segundo hijo, se lo pidió.
Kingsley se bebía cada noche media botella de scotch y a veces salía bien y a veces mal. Yo me peleaba con él cada vez que tenía bronca con mi madre. La defendía a muerte
Los primeros años del matrimonio Amis/Bardwell fueron de mucha escasez, frío y en ocasiones, hasta hambre. Ella robaba sobras de la cafetería en la que trabajaba por las noches, que eran básicamente el sustento de la familia. Kingsley, todavía un autor en ciernes, tenía una ponencia en el University College de Swansea y escribía pero aún no era el Apóstol de los Angry Young Men, uno de los mejores autores ingleses de la segunda mitad del siglo XX, como lo acabaría denominando The Times. Sí apuntaba ya maneras en todo lo relativo a su proverbial alcoholismo. Y sin embargo, eran felices, o así lo recordó ella. “Le veíamos la parte cómica a todo”, explicó al biógrafo de su primer marido. Pero cuando Kingsley publicó su primera novela en 1954, Lucky Jim, llegaron la fama y el dinero, y, paradójicamente, todo fue a peor. En su casa organizaban larguísimas fiestas regadas en abundante alcohol. Él invitaba a todas las mujeres presentes a irse con él a la cama; Hilly no se quedaba de espectadora: Amis llegó a insinuar en una de sus novelas que Sally era hija de otro hombre. En estos años tremendamente caóticos Kingsley empezó a acceder a los círculos más selectos de Cambridge y Princeton. Y en esos círculos conoció a la novelista Elizabeth Jane Howard, por la que abandonó a Hilly.
Podría decirse que ese romance fue el origen del vínculo de los Amis con España.
España siempre había representado para Hillary Bardwell una quimera de libertad. Cuando supo que su marido le estaba siendo infiel, ella, que nunca había dejado de fantasear con una vida nómada, reunió el dinero y los arrestos para mudarse a Mallorca, su destino soñado, con sus tres hijos. Kingsley no quiso seguirla: se quedaba con «la nueva». Ella se sumió en una profunda depresión. Tocó fondo una noche que la encontraron inconsciente, hasta arriba de pastillas y alcohol. Martin y Philip volvieron con su padre y su nueva pareja. Sally se quedó con su abuela. De alguna forma, había quedado demostrado que no podía quedarse con la custodia de los niños. Sin embargo, pasado un tiempo, Hilly, depresiva pero también vitalista, empezó a remontar. Conoció a su segundo marido, un profesor de clásicos de Cambridge llamado Shackleton Bailey con el que se mudó a finales de los años sesenta a Estados Unidos, donde él fue profesor de latín en la universidad de Michigan. Ella, por su parte, siempre tan valiente y excéntrica, abrió una tienda de fish and chips. La llamó Lucky Jim, como la primera novela de Kingsley.
Y entonces, en uno de sus viajes de regreso a casa para ver a sus hijos, apareció el tercer marido, Alistair Boyd, séptimo barón de Kilmarnock, el padre de Jaime, el padrastro de Martin Amis. Ali Boyd, autor de libros de viajes y pintor paisajista era, según contaba la propia Hilly, “encantador, considerado y poseía unos perfectos modales”, cosa a la que ella no estaba acostumbrada en absoluto.
Alistair, que respondía a la perfección al arquetipo del hispanista, vivía a caballo entre Inglaterra y España, porque tenía una escuelita de idiomas en Andalucía, en un palacete renacentista del siglo XVI ubicado en un pueblo malagueño llamado Ronda, en el que había recalado la Semana Santa de 1953. Él hablaba perfectamente español, ella no. Pero para Hilly el plan de mudarse al Sur era un sueño. Y además con ella estarían siempre Ana y Mateo, un matrimonio local que la ayudarían en su día a día. Tanto que cuando Hilly dio a luz a Jaime y volvió a caer en la misma depresión postparto que la había asolado cuando nacieron todos sus anteriores hijos, Ana y Mateo se ocuparon del bebé. “Le querían como si fuese su propio hijo. Te mentiría si no admitiera que a veces tenía un poco de celillos de él”, cuenta al otro lado del teléfono, desde Ronda, Rosi, la hija biológica de Ana, quien también ha fallecido ya. En aquella casa en realidad no había cabida para ese tipo de sentimientos: Hilly aceptaba como familia a todos los que entraban en su vida, así que a su vez, Rosi era como una especie de hija para Hilly. “Era divertidísima, no hablaba una palabra de español pero se entendía a la perfección con mi madre, ¡yo no sé muy bien cómo lo hacían! ¡Siempre de cachondeo, con ese sentido del humor tan suyo…!”, dice Rosi muerta de risa. La matriarca de los Amis, a la vez, jamás descuidó la relación con los hijos que había tenido con Kingsley: Martin, Philip y Sally, iban a España a pasar largas temporadas con ellos. Martin, de hecho, escribió su primera novela, gracias a la hospitalidad de su madre y su nuevo marido, en una de las habitaciones del Palacio de Mondragón, donde los días pasaban entre risas, cenas, comidas y borracheras de jumilla.
Cuando la borrasca de la depresión postparto pasó, la vida empezó a ser más amable en Andalucía: los Kilmarnok se compraron un campito a las afueras del pueblo y una yegua llamada Babieca, Babi, a la que Jaime montaba en libertad. El único nubarrón ahora lo ponía Sally, quien había heredado de su padre la pulsión alcohólica y en esos años ya empezó a manifestar un problema grave que Jaime recuerda perfectamente. “Mi hermana se instaló en Ronda y abrió un bar justo al lado de la escuela. Se hizo tremendamente popular por dos motivos: primero porque ella era guapísima pero es que además cuando se ponía pedo, que era muy a menudo, regalaba las copas. Fue una ruina”. El bar, pues, fracasó. La escuela, que no es que fuera el centro docente más organizado del mundo, tampoco fue bien. Hilly y Alistair tuvieron que vender Mondragón y mudarse al campito. Y a ella no le importaba absolutamente nada: allí era feliz cuidando de sus gallinas y llevando una vida de feriantes. “A veces nos bañábamos en un barreño, con agua fría y cocinábamos con bombonas de camping gas”, recuerda Jaime divertido.
¿Quién iba a cuidar ahora de semejante trasto, que no sabía ni freírse un huevo solo?
Solo empezaron a entrar ingresos en esa casa gracias a que Alistair, Barón de Kilmarnock, consiguió un asiento en la Cámara de los Lores. De esa manera él empezó a pasar temporadas en Inglaterra mientras ella se quedaba en Ronda. Y en ese periodo se mandaban sugerentes cartas que Jaime todavía conserva en su poder: él le confesaba que la echaba de menos, ella llenaba las cuartillas de dibujos eróticos, bromas picantes y ese característico humor negro que también le había robado el corazón a su primer marido. Y fue en ese periodo cuando precisamente el primer marido, Kingsley, quien ya era una celebridad de la literatura inglesa, volvió a la vida de Hilly de forma inesperada. La mujer por la que la había dejado, Elizabeth Jane Howard, ahora le había dejado a él, un hombre achacoso, absolutamente alcoholizado y misántropo más allá de lo llevadero. ¿Quién iba a cuidar ahora de semejante trasto, que no sabía ni freírse un huevo solo? A Martin, que conocía perfectamente la precaria situación económica de su madre se le encendió la bombilla: ¿y si le pedimos a Hilly que sea su cuidadora a cambio de un salario? Y así fue como Hilly, Ali y Jaime se mudaron desde la soleada Ronda al piso de abajo de la casa de Kingsley Amis en Kentish Town, Londres. “Era una propuesta nada convencional, muy cierto, pero tampoco ellos lo eran. Todos pensamos que el arreglo podrían funcionar durante unos seis meses o incluso un año”, rememoró Martin alegremente años más tarde. Funcionó quince años. “Fue una situación muy extraña extraordinariamente bien llevada. Mi madre hacía de todo, desde prepararle las comidas hasta ser su pareja cuando iban a los restaurantes o a eventos. También era la que organizaba aspectos de oficina, entrevistas, radio shows y todas estas cosas…”, cuenta Jaime, quien no tiene un recuerdo tan idílico de aquel trato que a su hermano le había parecido tan ventajoso: para el hermano pequeño regresar a Inglaterra, perder su libertad, adaptarse al clima y el carácter de un país esencialmente gris, fue durísimo. Y además Kingsley, su padrastro, no era precisamente un hombre fácil. “Como tantos intelectuales no tenía tiempo para memeces. Si se aburría contigo podía llegar a ser muy grosero. Por regla general la convivencia entre mi madre y él era buena, pero Kingsley se bebía cada noche media botella de scotch y a veces salía bien y a veces mal. Cuando salía mal era intolerable. Yo me peleaba con él cada vez que tenía bronca con mi madre porque no me parecía bien lo que pasaba en aquella casa. Yo la defendía a muerte”, recuerda Jaime.
Nunca había tregua en la casa Amis/Kilmarnok. “Mis hermanos siempre andaban con follones. Philip [Amis] caía en periodos de depresión y se quedaba en una habitación al lado de la mía. Tenía una relación muy tormentosa con mi madre, porque la culpaba a ella y a Kingsley de que su vida fuese un desastre a causa de la infancia que le habían dado. Sally venía de vez en cuando borracha y pidiendo dinero. Entraba y salía del centro de desintoxicación todo el rato. Y quien estaba pendiente de ellos, más que Kingsley, era mi padre. Él no tenía por qué hacerlo pero lo hacía de corazón. Mis hermanos siempre han respetado a mi padre por eso, porque supo estar y no entrometerse”, rememora Jaime, quien dice a pesar de todo este embrollo, el séptimo Barón de Kilmarnok, su padre, jamás tuvo celos. “A pesar de lo extraño de esta convivencia cada persona tenía muy claro su papel. No había celos por parte de ninguno de ellos. Mi padre y mi madre obviamente estaban muy enamorados. Kingsley no quería a su ex mujer de vuelta y realmente podías sentir que era así”. La pareja simplemente estaba allí ofreciendo un servicio.
¿Qué pasó durante todo ese tiempo con Ana y Rosi? Siempre mantuvieron el vínculo. De hecho, cuando la Reina Isabel nombró Caballero del Orden Británico a Kingsley, ambas fueron de visita a Londres desde Ronda. “Nos gustó mucho la ciudad. El Kingsley fue muy amable y también andaba por allí el Philip [Larkin]. Lo pasamos muy bien, muy bien”, rememora con sencillez y sinceridad Rosi por teléfono con un alegre acento andaluz.
Cuando Kingsley murió, en 1995, los Kilmarnok por fin pudieron volver a su Arcadia feliz. En el campito tenían todo lo que necesitaban. Hilly se dedicaba a cocinar y a cultivar el huerto. Alistair a escribir sus libros de viajes y a pintar acuarelas. “Por las tardes se echaban un vaso de vino y se tumbaban en la cama. Mi padre se ponía con el bloc de notas y mi madre le ayudaba a recordar cosas”, cuenta Jaime, quien sigue viviendo en la casa materna. Desde allí gestiona una empresa de viajes que entronca a la perfección con la vocación de su padre y que organiza rutas de Andalucía a Marruecos. Philip Amis siguió viviendo en el pueblo: se mudó allí para hacer las paces con su madre y nunca se fue (falleció en febrero de 2021). Sally, que se quedó en Inglaterra, murió en el año 2000, después de una larga lucha contra el alcoholismo y la depresión. Alistair Boyd murió en 2009. Después, en 2010, fue el turno de Hilly: se fue plácidamente en el campito.
Aquel niño al que una vez sirvieron con perejil en una bandeja recuerda con inmenso cariño a la mujer que creó ese vínculo tan especial entre ellos: “Cuando había un problema en la familia ella encontraba la manera de arreglarlo. No era una gran intelectual, pero tenía más inteligencia emocional que ninguno de sus maridos. No le intimidaba el ego de nadie porque ella no tenía ego, estaba muy por encima de eso”. Jaime viajó a Florida hace unas semanas para ver a su hermano Martin en sus últimos momentos. El escritor continuó regresando de visita a Andalucía para ver a Hilly todos los años.
En Experiencia, dejó escrito un reconocimiento hacia el sacrificio que hizo su madre, a quien atribuye el renacer creativo de Kingsley: “Sé que te dolieron mucho sus desdenes […] Pero cuando le cuidaste, papá escribió Los viejos demonios y Dificultades con las chicas y La gente del barrio y sus Memoirs y a Twitch on the thread y The russian girl y You cant do both y El bigote del biógrafo y The king’s english y unos cuantos poemas más. Jamás habría podido escribir todo esto sin ti, porque tú le recordaste la importancia del amor”.
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