_
_
_
_

Cómo la zapatilla blanca inventó el mito del ‘capital erótico’ femenino

«Tengo una mente para los negocios y un cuerpo para el pecado». 30 años después de ‘Armas de mujer’ y la era marcada por el juego de erótica y poder, sus creadores desvelan cómo las deportivas de las trabajadoras de Manhattan fueron el catalizador de la película.

Las zapatillas de Melanie Griffith que iniciaron el mito.
Las zapatillas de Melanie Griffith que iniciaron el mito.Cordon Press

«Un día, a finales de 1985 o a inicios de 1986, mientras caminaba por Manhattan, vi a una mujer que desde los tobillos hacia arriba iba muy chic, pero en sus pies llevaba zapatillas de deporte. En aquel tiempo no estaban de moda. Hablé con Kevin sobre hacer una película sobre aquellas chicas, sobre aquella outsider que deseaba todo el brillo del interior de Manhattan como si pegase su cara al cristal de un escaparate de joyas».

Doug Wick, productor de Armas de Mujer

En el 30 aniversario de Armas de Mujer, estas es una de las imperdibles declaraciones que los implicados en la película ofrecen en una inédita historia oral de la cinta en The Hollywood Reporter. Allí cuentan que el catalizador de aquel «Tengo una mente para los negocios y un cuerpo para el pecado» fueron las zapatillas blancas de aerobic que vestían las currantas de Manhattan. Aquellas secretarias de dirección que se quitaban los tacones al salir de la oficina y se ponían sus deportivas para volver a meterse en el metro que las sacase de la Gran Manzana o en el ferry que las llevase de vuelta a New Jersey (y viceversa). «Por aquella época iba muchísimo en bici por la ciudad y al final siempre me paraba en Battery Park. Allí veía llegar al ferry de Staten Island, repleto de esas mujeres en zapatillas, que se paraban al bajar para quitárselas y cambiarlas por un par de tacones. Así es como descubrí esta historia: la de la inmigrante moderna que llega a Manhattan sin conocer el lenguaje, la ropa adecuada o las costumbres, pero sobradamente lista», añade en el texto el guionista Kevin Wade.

Las Reebok blancas que después luciría Melanie Griffith en la cinta se convertirían en una extensión a la definición que Tom Wolfe hizo de la zapatilla deportiva como termómetro de estatus social de Nueva York en La Hoguera de las Vanidades en 1987: «Las calzaban los jóvenes y los viejos, las madres con niños sobre la falda, y hasta esos mismos niños. Pero no usaban este calzado por las mismas razones que los clientes de Jóvenes, Sanos y Bellos, como en las zonas más nobles de la ciudad […] no, los motivos por los que estaban tan generalizadas las zapatillas deportivas en la línea D era por su precio: son el calzado menos caro. En la línea D, llevar esas zapatillas era como llevar colgado al cuello un cartel que dijera Barriobajero, o EL BARRIO«.

La zapatilla vista como símbolo de la intrusa (de barrio) en la eclosión más barroca y disparatada del power dressing. El techo de cristal entre mujeres de los 80 se medía entre las que llevaban calcetines deportivos sobre una finas medias de seda al salir de casa y las que no tenían por qué ponérselos. Nadie sufre de juanetes si el chófer o el taxi te acerca a la oficina sentada sobre tus tacones a pocas manzanas de tu casa. La escala en la pirámide de poder medida con solo una mirada a los pies o al ancho de las hombreras de las mujeres de una década. Aquel look Armani que definió una era y que copiaba, para el día, los códigos del armario masculino y los feminizaba. «Eres la primera mujer que viste como una mujer, no como una mujer que piensa cómo vestiría un hombre si fuese una mujer», le dice Harrison Ford (Jack Trainer) en una escena de la película cuando Tess, por error, se viste en exceso para una cita lejos de la oficina. El power suit sentaría una cátedra cuyo testigo recogerían figuras políticas trascendentales como Margaret Thatcher, Angela Merkel o Hillary Clinton.

Tess, con el look con el que impresiona a Jack Trainer por «vestir como una mujer».
Tess, con el look con el que impresiona a Jack Trainer por «vestir como una mujer».YouTube

La directora de vestuario de la película, Anne Roth, aclara en el texto de THR por qué era importante que apareciesen todas aquellas chicas y sus zapatillas blancas en el ferry y la escena inicial de la cinta: «Si mirabas a los pies de esas chicas al ver la llegada del ferry de Staten Island era tal cual. Ni lo exageramos ni le restamos valor. No fue una versión de Hollywood. Parte del vestuario de Melanie (Griffith) lo compré en los bajos del World Trade Center. Había tiendas allí por aquella época. Sabía cuál era su salario, lo que cobraba, así que la ropa tenía que ser de secretaria. Representaba la clase trabajadora de los 80 en Nueva York frente al halo de Wall Street que tenía el personaje de Sigourney Weaver».

Secuencia inicial de ‘Armas de Mujer’ en la que Tess (Melanie Griffith) se cambia las zapatillas por los tacones al llegar al trabajo.
Secuencia inicial de ‘Armas de Mujer’ en la que Tess (Melanie Griffith) se cambia las zapatillas por los tacones al llegar al trabajo.

La cinta supuso un hito primigenio del feminismo corporativo que después liderarían figuras como Sheryl Sandberg. El mito de la cenicienta moderna mezclado con el de la mujer hecha a sí misma: la Working Girl –título original de la película–, la secretaria con el cardado capilar y los suficientes brillos y oro falso encima como para delatar su origen de clase, podía convertirse en jefaza y dueña de su destino, previo corte de pelo y adopción de los códigos del terreno del juego al que aspiraba alcanzar. Un escenario que idealizó el uso del «capital erótico» para poder avanzar profesionalmente.

Melanie Griffith, transformada ya con el ‘power dressing’ de la mujer de éxito y Harrison Ford en un momento de la película.
Melanie Griffith, transformada ya con el ‘power dressing’ de la mujer de éxito y Harrison Ford en un momento de la película.Getty (Corbis via Getty Images)

Si bien en la cinta Tess se resiste y enfrenta a una cultura tóxica de acoso sexual normalizado (la escena en la limusina con Kevin Spacey cobra un sentido especialmente premonitorio tres décadas después), la película sirvió como ejemplo para la teoría que después encapsuló la socióloga británica Catherine Hakim en su polémico Honey Money en 2011. Un «capital erótico» que apostaba por mezclar el ‘activo personal’ con el capital económico –lo que poseemos–, el capital cultural –lo que sabemos– y el capital social –nuestras relaciones–: «No es solo una cuestión de belleza, sino que incluye sex-appeal, encanto y habilidades de autopresentación, como el maquillaje, el peinado y el vestuario», escribió en un libro que preveía un futuro en el que esa mezcla de erotismo, mente y poder sería «tan importante para el éxito en la vida como la educación y la experiencia laboral». No contaba Hakim con la revolución del #MeToo y cómo de obsoleta se quedaría su teoría en el nuevo paradigma feminista (la socióloga, al igual que el manifiesto de las mujeres francesas, se ha mostrado contraria al movimiento por considerar que presenta a a las mujeres como «víctimas»).

El capital erótico, esas Armas de Mujer, se daría de bruces con el nuevo horizonte feminista global, pero lo que sí perduraría es la simbología de la zapatilla cómoda de la chica del transbordo. La misma que se puso Sandra Bullock en la serie de única temporada que continuaba las aventuras de Tess McGill pero en clave de comedia o la que también vistió Miranda en el flashback a los 80 de Sexo en Nueva York. Y no sólo en la ficción. Su connotación es tan poderosa que perdura tres décadas después y ha sido parte del éxito viral de la campaña Alexandria Ocasio Cortez: ¿qué hacía en el vídeo de campaña que provocó una conexión instantánea con todas esas mujeres currantes que cogen el metro cada día para ir a Manhattan? Lo que todas: quitarse las bailarinas y ponerse los tacones del poder.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_