Cinco décadas castigadas sin salir: cómo las siniestras normas del luto marcaron a las españolas
Solo eran reglas consuetudinarias pero obligaron a varias generaciones a permanecer en el ostracismo y cambiar totalmente su forma de vestir. Más allá de la moda, el luto fue un tormento moral para muchas.
Las mujeres que ve bajo estas líneas están escondidas de un peligro: el del juicio social más feroz. Todas, menos la niña que luce una camisa blanca, estaban cumpliendo con el luto por la muerte del marido de la mayor de ellas. Corría el año 1931. “No podíamos salir a la calle, no podíamos ir a donde hubiese mucha gente, no podíamos ir a reuniones, ni a fiestas, ni al teatro… y el cine, ¡eso era pecado mortal!”, cuenta la compostelana Consuelo Canedo con voz risueña al otro lado del teléfono. Se lo toma con humor pero entonces era una asunto muy serio al que no había escapatoria, ni siquiera para ella, que pertenecía a una familia burguesa propietaria de un hotel ubicado en lugar privilegiado de Santiago.
Tiene 101 años pero recuerda perfectamente -y con idéntica perfección lo cuenta- la primera vez que la obligaron a vestirse de negro de arriba a abajo, a los diez: había fallecido su abuelo (el mismo hombre al que honran las protagonistas de la foto) y en aquel tiempo la costumbre era que todas las mujeres de la familia, incluso las niñas, paralizasen totalmente su vida para mostrar el duelo. Porque se suele pensar que “hacer el luto” era ponerse ropas oscuras, pero se trataba sobre todo de un ritual que exigía renunciar absolutamente a todos los placeres de la vida, desde bailar hasta exponerse al amor durante periodos de tiempo larguísimos cuyo desglose suena a condena: de dos a cinco años por el fallecimiento del cónyuge, de dos a cinco años por el fallecimiento de un hijo, un año y seis meses por la muerte de los padres, seis meses por la muerte de los abuelos. Todo esto dependiendo de la zona de España: en algunos lugares el duelo por cada miembro de la familia fallecido podía llegar a suponer cinco años.
En todos los casos, si las mujeres querían salir a la calle a dar un paseo debían hacerlo a escondidas, en lugares donde las miradas, especialmente las de los hombres, no pudieran alcanzarlas. Uno de esos lugares era el Monte de la Condesa, el apartado paraje de Santiago donde se tomó la instantánea de arriba. A los hombres, en cambio, apenas se les imponía nada: “Iban solamente con una banda negra en una manga o con un botón negro en el ojal”. Ellos sí tenían permitido salir, dado que eran los que trabajaban en las casa, y podían ir a tomar el café y jugar la partida y a beber al bar, donde al entrar, no todo el mundo reconocía inmediatamente su situación civil. Mientras tanto, las chicas más jóvenes se tenían que quedar en casa con ropajes oscuros que las marcaban de forma inequívoca. En el caso de las más mayores se rizaba el rizo: “Mis tías y mi madre iban con un sombrero con un velo negro al que llamaban ‘pena’. Mi abuela con un manto de seda negro que le cubría todo el cuerpo”, explica Consuelo en alusión a unos velos que no diferían mucho de los de otras culturas que ahora escandalizan. También cuenta que en su familia, en las ocasiones fúnebres se mandaba la ropa a tintorerías que teñían las prendas en menos de un día. “Tampoco es que tiñésemos toda la ropa. Como no salíamos ni podíamos hacer nada pues no necesitábamos mucha. Era un poco como ahora con el confinamiento”, dice riéndose fuerte.
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX el triunfo en toda Europa de las moralizantes tendencias victorianas sirvió para al menos darle a las mujeres la oportunidad de glamurizar un poco su ropero en el momento del deceso de un ser querido. En Inglaterra, a finales de los años diez, la reina Alejandra lucía un espectacular vestido de tul negro adornado con lentejuelas moradas un año después de la muerte de la reina Victoria para mostrar que el respeto por la muerte podía tener otra cara; en Francia, a finales de los años veinte, Coco Chanel convertía la ropa negra en algo chic. En España el luto más que moda seguía siendo una cuestión estrictamente moral. Aún así, la influencia del luto victoriano se dejó sentir en la moda nupcial: las mujeres adineradas se casaban de negro y con mantilla, incluso aunque no hubiese muerto nadie. En el caso de la familia Consuelo, por ejemplo, el luto se pudo vivir con cierta elegancia.
No fue así en los pueblos, donde las mujeres estaban obligadas a ponerse unas faldas largas fruncidas hasta los pies con leotardos y camisas anchísimas y a colocarse pañuelos en la cabeza que casi les tapaban la cara. Solo podían salir para ir a misa. Cuando el periodo de luto estricto pasaba se entraba en lo que se llamaba «alivio», un momento en el que ya se permitían prendas con algún detalle de color.
“Recuerdo que otra de las costumbres del luto era dejar el pelo largo y recogerlo en un moño. Mi madre lo llevaba así y era una chavalina. Un día que se quedó dormida en un rincón de la casa fui y se lo corté. Debía de tener yo nueve años y ella veintiocho, era jovencísima y muy guapa y me daba mucha rabia que tuviera esa pinta. Se enfadó muchísimo, pero cuando se vio con el pelo corto nunca se lo volvió a dejar largo… aquello era terrible. Era la muerte para la gente que se quedaba viva”. Esto lo cuenta Julia Rodríguez, doce años más joven que Consuelo y criada en en la localidad leonesa de Cabañas Raras, un ámbito rural humilde. En Cabañas, si alguien fallecía las mujeres rezaban el rosario durante ocho días ininterrumpidamente. Los hombres, por su parte, se mantenían al margen del ritual. No iba con ellos. “Ves esas cosas y te quedan ya para toda la vida, te queda ya marcado… aquellos, lloros aquellos, gritos aquellas voces… yo por las noches me moría de miedo y me metía a gatas en la cama de mis padres”. ¿Quién imponía aquellas normas? ¿Quién determinaba cuánto tiempo había que ponerse ropas oscuras, cuánto tiempo duraba el duelo, cuándo una podía empezar a ponerse colores nuevo? «Eran costumbres adquiridas en las familias que pasaban de generación en generación», explica Julia. «No era que en la iglesia te dijesen que tenías que hacerlo pero desde luego tampoco te iban a decir, ¡quítese usted esas ropas que parece un fantasma!», dice con recochineo. También explica que a pesar de que las mujeres estaban obligadas a comportarse con recato y a cumplir con el estricto protocolo que hacía ver al mundo que no estaban «disponibles» las relaciones en el lecho conyugal no estaban vetadas. «Tener, tenían hijos hubiese luto o no. Había que estar disponible si el hombre quería, qué le ibas a hacer. Si no tenías ganas había que hacerlas. En lo bueno y en lo malo. Pero eso no tiene nada que ver. Era como el comer, no dejabas de comer aunque estuvieses de duelo».
La «fabricación» de la ropa para los momentos luctuosos, que dada la alta mortalidad de aquel tiempo eran muchos, es algo que Julia también recuerda con mucha claridad. En aquel tiempo las prendas aún no se compraban en tiendas, sino que confeccionaban modistas con sus máquinas Singer. Las suyas cambiaron dramáticamente de color. “Llenaron una caldera grande de agua, le echaron sobres de tinte, metieron la ropa y aquellos vestidos bonitos de flores que teníamos, allá dentro que fueron. De pronto, todas vestidas de negro, lo calcetines y todo, negros. Había casas donde las sábanas se teñían de negro. Nos hacían ir a la escuela con un mandilón negro. ¡Hasta los calcetines eran negros!”.
Esa manera de volver oscuro lo que antes había sido luminoso también fue traumática para Gloria Martínez, de 7o años. Ella vivió su primer en un internado de monjas ursulinas Molina de Aragón, Guadalajara: “Se murió la madre superiora y tuvimos que hacer todas la primera comunión de negro. Imagínate para unas niñas de ocho años, ponerte aquellos vestidos bonitos era la mayor ilusión que podías tener…”. Pero de nuevo, la cosa no se quedaba solo en la ropa: además durante un año no pudieron cantar, jugar ni comer dulces. A los diez años se fue a vivir a la capital, en cuanto pudo se independizó y se convirtió en la primera mujer que dirigió una sucursal bancaria de Caja Madrid y aquel fue su último duelo de negro.
No tuvieron la misma suerte las tías de Gabriela Casais (40 años), quien recuerda cómo en su casa de Cee, el pueblo de A Coruña donde nació, sus seis tías-abuelas encadenaron dos lutos cuando eran solo unas veinteñeras. El de un padre y el de un hermano. “En el caso de ellas fueron cinco años por cada muerte. Estuvieron diez años encerradas en casa. Cuando terminaron ya no estaban en edad casadera así que tres se quedaron solteras”. Las que desposaron corrieron desigual suerte: a una unieron a un hombre al que no amaba, otra emigró a Argentina y nunca más se supo de ella y la última consiguió -aleluya- ser feliz con un marido.
Lo de quedarse soltera hoy en día no supondría ningún problema pero en aquel tiempo tenía un significado bien distinto: sin trabajo, sin marido, sin una pensión y en una sociedad en la que ya no podían encontrar pareja ni establecerse de forma independiente, aquellas hermanas se vieron obligadas a vivir juntas el resto de sus vidas, en lo que era una especie de versión gallega de La Casa de Bernarda Alba, aunque en este estuvieran bien avenidas. “Se llevaban muy bien, se querían mucho, pero ahí estaban, haciendo postres. Perdieron toda su juventud y no se dieron ni un beso con nadie”. Los hombres de la familia, en cambio, se casaron todos. La abuela de Gabriela también, aunque, por supuesto, de negro. «Me acuerdo que mi abuela miraba las fotos del día de la boda y decía: «Claro, es que fue mi funeral», cuenta. “El luto era una forma de represión, una más”.
Una situación idéntica a esta se puede ver en La niña del luto, una película de Manolo Summers que narra la historia de Rocío Vázquez, una “joven casadera” con un novio llamado Rafael Castroviejo, de profesión practicante. Rocío acaba de terminar un luto de seis meses por la muerte de su abuela y ya tiene permiso para seguir las relaciones con su novio: para pasear con él, ir al cine, a la iglesia, al baile y hablar, sobre todo hablar y hacer planes para la boda interrumpida por causa del luto. Pero el destino quiere que de nuevo sus planes se interrumpan porque muere el abuelo. Otros seis meses de luto. Rafael no se conforma con esta nueva espera y convence a Rocío de que escape con él, pero en el momento de la fuga, muere el padre de Rocío y la vida se detiene nuevamente. Él se rinde “No puedo con todo esto, Rocío”, dice al marcharse. Como si ella pudiera.
El film, que a pesar de su tono crítico consiguió escapar a la censura, está ambientado en un pueblo de Huelva, donde los lutos eran muy estrictos y muy largos, uno de esos lugares donde las mujeres en duelo no podían escuchar la radio y mucho menos la tele (mientras que los hombres podían hacerlo). Se filmó en los años sesenta, justo cuando España ya empezaba a abrirse económicamente al mundo y el Concilio Vaticano II permitía a los católicos relajarse un poco. Justo cuando el luto empezaba a languidecer. Consuelo dice que así notó el cambio: “Estas cosas empiezan a derrumbarse cuando una persona no le da valor al asunto y se le sigue la corriente. Yo conocí a una chica que venía al hotel y decía que ella no iba a ponerse el velo para ir a misa. Le decíamos: te van a llamar la atención. Y ella decía: ¡Pues que me la llamen!”.
Aunque en los años setenta el luto ya se había extinguido entre las nuevas generaciones, la costumbre no desapareció del todo entre las antiguas. Encarnación Arias, de 77 años, residente en Madrid, se vistió de negro a los cuarenta años, cuando murió su padre. Después falleció su marido. Solo el día que cumplió cincuenta años decidió volver a ponerse ropa de color, aunque sigue sin salir más que a la parroquia. Eran los años 2000, es decir, ya había empezado el siglo XXI. “Yo ahora sería incapaz de pedirle a mis hijos que hicieran un luto así”, dice.
En la resistencia radical está todavía Manuela Burgos, de 87 años, natural de Daimiel, Castilla-La Mancha. Lleva falda negra, camisa negra, medias negras voluntariamente desde 2003, año en que falleció su marido. No tiene ninguna intención de volver a ponerse colores ni tampoco de llevar una vida social más intensa: “Yo he hecho que a mí me ha parecido. A lo mejor ya me estoy pasando, mi marido se ha muerto, qué le vamos a hacer, no es que esté hecha un mar de lágrimas pero para mí es una forma de respeto y estoy muy cómoda. Ahora si se muere una madre, un padre, un hijo, es como si se muriera nadie, pues así. Igual se llora más a un perro o a un gato”. Su hija, Mari Cruces, de 57 años, respeta totalmente la decisión de su madre aunque dice que ella en la actualidad ya no haría un duelo así de estricto y admite que es una tradición que impide a las mujeres rehacer su vida. Pero también añade que ahora el juicio social se ha dado la vuelta: “Cuando falleció mi padre hace veinte años hice luto una temporada. Toda la gente de mi edad me miraba como si fuese un bicho raro”.
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