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Mientras exista el mundo habrá una fiesta

Para transformarse en un parroquiano de la juerga perpetua hay que aprender de los guateques legendarios, revisar los saraos imaginados por literatos y cineastas e imitar a las grandes leyendas de la noche.

Desayuno con diamantes

SUAVES FUERON LAS NOCHES

En 1971, Marcel Proust cumplió 100 años. Por ese motivo, los barones de Rothschild organizaron una fiesta en su Chatêau de Ferrierès, cerca de París. Unos chambelanes uniformados iban anunciando el nombre de los asistentes, por si alguien no reconocía, por ejemplo, a Elizabeth Taylor, que apareció luciendo su famoso diamante Taylor-Burton. Hay quien dice que aquella fue la Última Gran Fiesta. Pero muchos discreparían. Por ejemplo, todos los que vivieron la Movida una década más tarde y recuerdan noches memorables. O los privilegiados asistentes al 30º cumpleaños de Kate Moss, que se celebró en el hotel Claridge’s de Londres en 2004 como en los años 20. Con esa década tendemos a asociar las mejores bacanales. Cuando la noche de París pertenecía a gente como los Murphy, un matrimonio que montó una fiesta en un barco del Sena con motivo del estreno del ballet Les Noces, de su amigo Ígor Stravinski. Otro compañero de juergas, Pablo Picasso, se encargó de la decoración. Jean Cocteau no olvidó la cita.

Los felices 20 oscurecen las dos décadas anteriores, escenario de fiestas tan legendarias como la que en 1911 significó el primer lanzamiento multitudinario de un perfume, Las Mil y Dos Noches, de Paul Poiret. En aquella época, solo Moscú y San Petersburgo rivalizaban con la capital francesa, como recuerda el periodista, historiador y dandi profesional Nicholas Foulkes en Bals (Assouline).

En la Rusia zarista nada era de cartón piedra. En las fiestas de los zares Nicolás y Alejandra en el Palacio de Invierno en 1903, si una casaca brillaba era porque llevaba cosidas auténticas gemas. El gran duque Alejandro Mijaílovich escribió en sus memorias que aquel sería «el último baile espectacular de la historia del Imperio. Mientras bailábamos, los trabajadores estaban en huelga». Quizá el más famoso de los nueve guateques que recoge Foulkes en su libro es el legendario Black and White Ball que convocó Truman Capote en 1966, en el hotel Plaza de Nueva York. El escritor quería saborear la gloria y concederse un espectacular regalo a sí mismo, tras el éxito de A sangre fría. Aunque en teoría la invitada de honor era Katharine Graham, presidenta del Washington Post, Capote invitó a las 500 personas más famosas del momento. Y en ese mismo instante se creó 15.000 enemigos. Entre ellos, otro afamado anfitrión del siglo, Cecil Beaton. El esteta escribió en su diario: «¿Qué trata de probar Truman? Solo un hombre más joven o una mujer sin sustancia perderían tanto tiempo organizando una fiesta». Lo que intentaba demostrar era que podía reunir bajo un mismo techo a Henry Ford y a Henry Fonda, a Frank Sinatra de la mano de su nueva mujer, Mia Farrow, a Gianni Agnelli y a Vincente Minnelli. Todos enmascarados menos Warhol, que dio por hecho que él, la máscara, la llevaba de serie. Aquel baile, como el de los Romanov, también marcaría el fin de una era.

Después de aquello, las mejores fiestas de Nueva York no se celebraron en el Plaza sino en la Factory. Después en Studio 54 (donde «la» noche, al parecer, fue el 27º cumpleaños de Bianca Jagger), y más tarde, en el CBGB. Siempre habrá alguien que diga que para fiestas, las de antes. Habitualmente, el que anoche se quedó en casa. 

Elizabeth Taylor fue una de las invitadas a la Última Gran Fiesta de los barones de Rothschild.

Cordon Press

LISTOS, VESTIDOS… ACCIÓN
Por Boris Izaguirre

El cine y la literatura mantienen una excelente relación con las fiestas. Unas viajan de una disciplina a otra, como sucede en Desayuno con diamantes, la legendaria novela de Truman Capote. Tanto en las páginas como en el celuloide, Holly Golightly consigue maravillarnos con la exuberante fiesta que celebra en su diminuto apartamento neoyorquino. Mezcla rufianes y prostitutas de lujo con artistas emergentes y varones sin rumbo, como el playboy brasileño, interpretado por José Luis de Vilallonga en la película, que consigue salir del minúsculo baño al todavía más minúsculo balcón sin perder de vista su güisqui. En una entrevista, Vilallonga confesó que el famoso gato de Holly, que salta aterrorizado entre los invitados, eran en realidad tres y que la filmación de la secuencia duro casi una semana. El resultado forma parte de nuestros anhelos: sucumbir a una parranda sin fin en poquísimos metros cuadrados.

Hay fiestas divinas, aunque en realidad sean escenas, como la de Marilyn Monroe tocando el ukelele a bordo de un tren en ‘Con faldas y a lo loco’. Humor, erotismo y fiesta, como sucede también en Risky Business, con un Tom Cruise que aprovecha unas vacaciones de sus padres para convertir su casa en un riesgoso burdel. Son películas clave para sus actores y sus generaciones. Y su escenificación de las fiestas podrían tener parte de su «origen» en El gran Gatsby. En la novela de Scott Fitzgerald sobre los alocados años 20 y la posterior Gran Depresión de los 30, Gatsby es un ser misterioso, proclive a escenificar fiestas en las que no se presenta. Daisy Buchanan, clase alta en cada poro, es su enamorada y la margarita borracha del conflicto amoroso. Robert Redford consiguió la inmortalidad de su talento y belleza con la adaptación cinematográfica, pese a la mala calidad de su piel durante el rodaje, pero es Farrow quien consigue captivarnos con su vocecita rota, la «chica fiesta», reliquia de un tiempo condenado a lo efímero. A Fitzgerald y a Capote hay que sumarles Margaret Mitchell, la insigne autora de Lo que el viento se llevó, magistrales narradores de una fiesta: Scarlett O’Hara conoce a los dos hombres de su vida en un extenso baile de sociedad allá en Atlanta. Tan largo que toman una siesta antes de que la película llegue al intermedio.

Saltemos a El guateque. Peter Sellers se cuela en la fiesta de su productor en una exquisita y futurista casa en Los Ángeles. Todo, Mr. Bean, Martes y Trece, Tricicle, está en esa película: una party que va adentrándose en el absurdo, bañada por agua, cloro, espuma, champán y un elefante psicodélico que nos hace sentir niños de precoz vida social. Recordemos la fiesta en La dolce vita de Fellini, que precede a la famosa escena de Anita Ekberg deambulando medio desnuda dentro de la Fontana de Trevi. Empieza con un coreógrafo pelirrojo bailando un rock and roll italiano, esa mezcla de energía y decadencia que solo Fellini insufla a sus películas. Es una fiesta, pero también un poco de infierno. Los ingredientes justos para que jamás la olvides. Hay fiestas con Raquel Welch, martinis con James Bond, bacanales con Calígula, pero la fiesta-fiesta es la de El gatopardo, la obra maestra de Luchino Visconti. Dura más de 30 minutos, revisa y detalla todo: la llegada de los invitados, el decorado y los vestuarios, la cháchara de las señoras, el desinhibido deseo de los jóvenes, letrinas de porcelana en activo. Es la madre de todas las fiestas cinematográficas, hasta Stanley Kubrick le rinde homenaje en la orgía enmascarada de Eyes wide shut, con Tom Cruise de nuevo con capa y a lo loco.

Un día, hay una fiesta de película en la realidad. La organizó Elena Benarroch en homenaje a Jean Paul Gaultier y Bruce Weber y por ella desfiló la historia moderna de España, en plan «nomelopuedocreer». Felipe González y la nieta de Franco, Almodóvar y Preysler, supervivientes de cualquier crisis.

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