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Llorando en Gucci: por qué vuelve el culto (y celebración) de las lágrimas

Las pasarelas las encumbran, Internet se recrea en ellas y Heather Christle firma ‘The crying book’, un ensayo que examina el fenómeno. Llorar nunca tuvo que ser algo triste.

LAGRIMACOVER
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De la era del efecto cara lavada a la de la cara llorada. En el último desfile de Gucci triunfaron las lágrimas negras. En concreto, una estética y definida mezcla de agua con Mascara L’Obscur, el próximo lanzamiento de Gucci Beauty. Si la temporada pasada Alessandro Michele, director creativo de la firma, apostó por lágrimas protésicas de cera en el rostro de los modelos –las mismas que luciría Petra Collins en la Gala MET de mayo–, el nuevo maquillaje de la bajona será mucho más práctico, ponible y sin necesidad de tutoriales para su modo de empleo. Así lo ha ideado el make up artist Thomas de Kluyver, que dibujó las lágrimas en el rostro de las modelos y aplicó el producto en sus pestañas para ratificar que vivimos bajo la influencia de la belleza emocional. Una etapa que traslada a la vida real la omnipresencia digital (y dismorfia) de los filtros faciales de Instagram/Snapchat y la exaltación del eyeliner emo en los rostros que ha provocado Euphoria, la serie de la HBO que mejor ha capitalizado todo este sentir generacional hacia rostros que cuentan (o disfrazan) más que esconden.

«Vivimos en unos tiempos en los que ansiamos conexión humana, cuando vemos a alguien llorar empatizamos naturalmente con ellos», explicó el propio Kluyver a Rachel Syme en Vanity Fair  a propósito de sus lágrimas de cera vistas en la pasarela hace unos meses. Rebajado el nivel de dificultad a rimmel corrido con toques arty, y después de que las lágrimas de purpurina de Rue (Zendaya) se hayan extendido como la pólvora en pasarelas o lookbooks de Inditex, la lágrima y la exaltación del buen llorar viven momentos de bonanza y refugio en 2020.

La belleza emocional inunda las pasarelas: modelo vista en el último desfile de Gucci.
La belleza emocional inunda las pasarelas: modelo vista en el último desfile de Gucci.Getty

Llorar en aviones. Llorar en el coche

«La gente suele llorar en los aviones. Un estudio de los pasajeros de Virgin Atlantic estipuló que el 41% de los hombres se escondían bajo la manta para llorar mientras las mujeres hacían ver que tenían algo en el ojo», recuerda Heather Christle en The crying book (Catapult, 2019). El suyo es un delicado y emocional ensayo que se mueve entre la primera persona frente a un embarazo y posterior parto, depresión y duelo por el suicidio de un amigo íntimo y un estudio antropológico, feminista y político sobre el origen y el porqué de nuestras lágrimas. «Muchos días lloro mucho más de los que escribo sobre llorar», confiesa en sus páginas.

Christle, poeta, construye el libro a través de pequeños fragmentos aleatorios como si se escribiera lágrima a lágrima, vertidas para el acto de romper y recomponer. A través de esos extractos, ya sean de carácter científico, sociológico o personal, descubrimos que «la leche y las lágrimas son los únicos fluidos corporales que los humanos pueden imaginar bebiéndoselos sin doblarse del asco». Que Shirley Temple, de niña, nunca soltaba lágrimas delante de la cámara después del mediodía («Llorar es mucho más duro después de almorzar», dijo). Que, al contrario de la creencia que los animales solo lloran como reacción al dolor, Damini, una elefanta de 72 años, murió de pena y se mató de hambre cuando un elefante de su grupo falleció: durante días «derramó lágrimas sobre el cuerpo de su amigo». Que la palabra para definir el acto de bebernos las lágrimas es lacrifagia. Que el coche es un espacio privado de lloros: «Si ves a una persona llorando cerca de un coche, deberías ofrecerle ayuda. Si ves a una persona llorando dentro de un coche, sabrás que ya está refugiada».

La suya es una lectura de género, clase y raza sobre las lágrimas. Porque existe un nivel de integridad no escrito en función de quién las llore. Se suele decir que los lloros son «el arma de mujeres indefensas». La poeta recuerda que esta «ha sido una guerra muy larga» y que Yi-Fei Chen, una estudiante de diseño de Holanda, literalizó la metáfora después de que un profesor provocase su llanto. Construyó una pistola que recogía las lágrimas de su cara, las congelaba y después las disparaba. Chen presentó su objeto en su graduación y aceptó la invitación de apuntar con ella al jefe de su departamento.

Pero no a todas las mujeres ni se las valora ni se las consuela igual cuando lo hacen. El secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, despreció los lloros de impotencia de la activista Nadia Otmani –que acabó en silla de ruedas al recibir un disparo mientras defendía a su hermana de su cuñado agresor–, el pasado 25 de noviembre en el acto de conmemoración del Día de la Violencia de Género. No la miró a la cara y después tiró de supremacismo para menospreciarla: recordó a la prensa que Otmani era presidenta de una asociación de mujeres marroquíes y que ésta le había «montado un numerito».

Sobre este fenómeno de lágrimas racializadas también ahonda la autora, que describe la idiosincrasia del respeto en función de quién las llora. Christle habla de las «lágrimas blancas», o dícese de aquel líquido facial en reacción al «¿Me estás llamando racista?» que se derrama «cuando una persona blanca de repente toma conciencia del racismo sistémico o de su propia implicación con la supremacía blanca». Según la autora, las white tears pueden «ser una forma de defensa frente a una supuesta o imaginaria agresión o una forma de finiquitar una conversación que la persona blanca considera hiriente». El texto recurre a las palabras de Brittney Cooper para resaltar el riesgo de las ‘lágrimas de mujer blanca’: «Puede que no parezcan gran cosa, pero en realidad son peligrosas. Cuando una mujer blanca muestra a través de sus lágrimas que se siente insegura, malentendida o atacada, todo el mundo acude en su defensa. La naturaleza mítica de la vulnerabilidad de la mujer blanca apela a los impulsos masculinos, sin importar la raza».

Tía, no llores

A mediados de la década pasada, mucho antes de que Facebook quedase acotado a territorio para boomers y al hilo de la explosión de grupos de todo pelaje en la red de Zuckerberg, una página fue advenediza en esto de recrearse en el lloro femenino. Se llamaba Tía, no llores (en honor a aquel «Nube, tía» de Confianza Ciega) y fue nuestro patio de recreo memético de las lágrimas en la cultura pop. Alejada del melodrama y con más ánimo de echarse unas risas que agravar depresiones, en Tía, no llores se combinaban frames de películas, fotos de Beyoncé, joyas artísticas de Tumblr, postales de Lindsay Lohan, Britney Spears, frases de Lisa Simpson o dramas de Gran Hermano con muchas, muchas lágrimas como protagonista.

El grupo fue el germen de un  nuevo Internet que ha estandarizado la celebración de la bajona femenina como estrategia de supervivencia frente a la epidemia de la ansiedad y la precariedad. Con Melissa Broder (@sosadtoday) convertida en fenómeno literario (también en España) tras triunfar condensando en 140 caracteres sus ansiedades, lloros y lamentos y tras normalizar el consumo de memes autocríticos sobre nuestras miserias, en Internet lo mismo se estandarizan las cascadas que soltamos viendo This is Us que se viralizan tuits sobre el arte del buen llorar. Ya lo dice Bad Bunny, aquí, al fin y al cabo, «se vale llorar y bailar».

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