Larga vida a Judy Blame
Diseñador de joyas, estilista visionario e icono del postpunk, el artífice de algunas de las imágenes mas radicales y memorables de la reciente cultura pop británica fallecía hoy a los 58 años. Aunque su espíritu se siente más vivo que nunca.
En el argot de la divinidad nocturna, legendario es ser más grande que la vida misma. Una cualidad reservada solo a aquellos que han logrado trascender sus propias personas y elevarse por encima de cualquier circunstancia, creando una realidad a la medida. Judy Blame fue legendario durante el tiempo que le tocó vivir y con su muerte, esta mañana, a los 58 años, hace suyo el titulo para la eternidad.
Epígono del punk, agitador cultural y estético, estilista -cuando nadie aún empleaba el término- y peculiar orfebre («No tengo ni idea de qué va Gran Bretaña, pero somos muy buenos con los accesorios», decía), a Blame se le reconoce como fuerza motora de la moda británica, uno de esos raros genios creativos capaces de sentar cátedra apenas con un imperdible, una chapa o una ristra de botones. Desde su irrupción en la escena londinense, en 1977, su personal manera de entender el estilo contagió a toda una generación de diseñadores, artistas y editores de revistas que hizo de la reivindicación de la individualidad y la diferencia (también de clase) su primer mandamiento. «Me gusta la gente que tiene una visión única y poderosa. Judy posee las dos», proclamó la mismísima Rei Kawakubo cuando lo acogió bajo su ala, en 2005, como colaborador en Comme des Garçons y Dover Street Market.
Nunca ha procedido referirse al artífice de algunos de los hitos iconográficos de la cultura pop de los últimos 30 años de mayor alcance (véanse sus aportaciones a la imagen de Massive Attack, Boy George, Kylie Minogue o Björk) por otro nombre que no fuera el que quiso para él mismo. El de pila se lo puso el nunca bien ponderado diseñador Antony Price, «seguramente porque siempre me veía con una pastilla en una mano y una copa en la otra cuando trabajaba en el guardarropa del club Heaven», recordaba en una entrevista el interesado. Lo de Blame fue cosa de su amigo y compañero de correrías nocturnas, el peluquero Scarlett Cannon. «Sonaba como el alias de una actriz de películas de serie B», explicaba, riéndose hasta de su sombra. Así nacía Judy Blame en el Londres postpunk para acabar para siempre con Chris Barnes, un adolescente huido de su hogar en Devonshire, a los 16 años.
Lo cierto es que, aun apegado a la anarquía y el caos del punk, a Blame jamás le hicieron gracia ni Malcolm McLaren ni Vivienne Westwood ni las huestes del Bromley Contingent (aquellas hornadas irritantes lideradas por Siouxsie Sioux, Steve Severin, Debbie Juvenile, Linda Ashby y compañía), a los que consideraba unos esnobs. Tampoco disponía de los fondos para comprar en Seditionaries, la boutique de los fraudulentos padres del do it yourself, claro. Fue en los nuevos románticos y los blitz kids donde encontró su lugar, en los albores de la década de los 80; un movimiento en el que podía dar rienda suelta a su compromiso estético sin sentir que estaba traicionando sus principios. Por eso nunca logró el éxito comercial reservado a quienes pasan por el aro de la industria. A través de The House of Beauty & Culture, el colectivo que formó junto al diseñador Chistopher Nemeth y el zapatero John Moore, comenzó a hacer populares sus accesorios, piezas de joyería alternativa que creaba con todo tipo de materiales innobles, cuando no directamente de desecho, en clave de object trouvés a lo Duchamp («Solía buscar basura en las orillas del Támesis. No tengo una formación tradicional, de ahí que no me dé miedo utilizar aquello que no tiene que ver con la joyería clásica», afirmaba). Así llamó la atención de fotógrafos como Mark Lebon y Eddie Monsoon, con los que comenzó a colaborar en sus sesiones para The Face y, sobre todo, i-D, las cabeceras que cambiaron la percepción visual de la época.
El resto, como suele decirse, es historia. Empeñado en reinventar los postulados punk con toneladas de glamour, Blame se hizo indispensable como catalizador de imágenes. En gloriosa conjunción con el visionario estilista Ray Petri y el fotógrafo Jean Baptiste Mondino dio luz al fenómeno Buffalo de mediados de los 80, una extravagancia en la que confluían la cultura urbana jamaicana, la indumentaria militar, el hip hop y de la derivación de géneros, caldo de cultivo en el que se forjaron personajes como Nick Kamen o Neneh Cherry. «Tenía muchísimo talento, tanto como para marcar un momento estético tan potente como el de aquel entonces. En los años más bestias y devastadores del sida, él hizo brillar la luz», recuerda Felipe Salgado. El periodista, empresario y experto en moda (introductor en nuestro país de los trabajos de Martin Margiela, Raf Simons, Bernhard Willhelm o Kim Jones) conoció a Blame en París, cuando el británico se había aliado con la neoyorquina Susanne Bartsch en una serie de eventos/espectáculos para recaudar fondos en beneficio de los afectados por la pandemia. «Sin él, Boy Borge no sería quién es, por ejemplo», continúa Salgado, que revela además un episodio clave en la personalidad del estilista y joyero, cuando vivió de niño en Madrid, que pocos conocen: «Un día, su madre lo llevó de visita al Museo del Prado y, en un descuido, se perdió. Estuvo horas deambulando por las galerías del museo, fascinado con las pinturas que veía. Fue así como adquirió ese sentido de la estética tan suyo, tan excesivo, me reconoció».
En junio de 2016, el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres puso al fin en valor el legado de Judy Blame, aquella Queen Cheap sin la hoy sería difícil comprender parte de la iconografía de Alexander McQueen, Gareth Pugh o, incluso, John Galliano. Never Again, se titulaba la exposición, un repaso a la tan memorable como radical imaginería de la reciente cultura popular británica en la que logró unir a diseñadores y firmas de lujo (Marc Jacobs, Louis Vuitton, Comme des Garçons) con cotizados artistas plásticos (Charles Atlas, Jake y Dinos Chapman, Tim Noble). «Londres ha perdido una leyenda», tuiteaba esta mañana Boy George. «Gracias por haber hecho de este mundo un lugar más agudo y divertido. ¡Adiós, príncipe!», se sumaba la modelo Erin O’Connor. Irreductible en sus principios hasta el final, él ya había elegido su epitafio: «Puedes ponerte cualquier cosa si te sientes orgulloso y sabes que quieres llevarla». Amén.
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