La curiosa historia de cómo nació el malva, el color del verano
Detrás de este color, que todos llevaremos la próxima temporada, se esconde una historia curiosa convertida en una ‘fiebre’ que se extendió a la realeza europea.
Lila. Malva. Violeta. Lavanda. Distintos nombres para aludir a sutiles matices de uno de los colores más potentes de esta temporada. Los desfiles lo han dejado claro: Victoria Beckham, Tibi, Michael Kors, Baja East, Nina Ricci, Missoni, Armani o Ferragamo son solo algunas de las marcas que apuestan por este tono que también tiñe las propuestas que podemos encontrar en Mango, Uterqüe o Bershka.
Un error de laboratorio
Si las pasarelas y el low-cost se han puesto de acuerdo, se debe principalmente a un error de laboratorio. El de un estudiante de química, William Perkin, que con sus investigaciones buscaba ayudar a las tropas británicas a hacer frente a la malaria a finales de s. XIX. Situémonos: en plena época de colonialismo, el imperio inglés no dejaba de crecer hacia las zonas tropicales, por lo que cada vez más soldados contraían la enfermedad. El remedio que se usaba, la quinina, era muy cara, por lo que se precisaba una alternativa sintética más asequible. Tras varios intentos fallidos, decidió partir de un compuesto conocido como anilina. En lugar de hallar la solución, se encontró con una especie de polvillo morado que había teñido el tubo de ensayo y su propia ropa. Además, no se quitaba. Sin pretenderlo, había creado el primer tinte sintético de la historia.
En un momento de lucidez, Perkin se dio cuenta de que podía sustituir los efímeros tintes naturales de plantas y moluscos que se llevaban usando desde la época romana para servir a una industria incipiente. Del “púrpura de Tiro” pasó a llamarlo “mauveine”, un término que conjugaba las palabras en inglés ‘mauve’ (malva) y ‘aniline’ (anilina). En 1857 patentó su tinte y creó una fábrica en Harrow (Reino Unido) que con los años le hizo amasar una fortuna. El tinte de Perkin llevó a tres países, Gran Bretaña, Francia y Alemania, a buscar el liderazgo de la producción de colores. A los 5 años de la aparición del ‘mauveine’, existían ya 28 manufacturas de tinte que llegaron a Suiza o Austria, muchas de ellas destinadas a ser gigantes de la industria química, como BASF.
Uno de sus mayores conocedores, Simon Garfield, autor del libro Mauve, escribía para The Guardian que el hallazgo de Perkin no solamente supuso una revolución en la industria del tinte y de la moda, sino también de la medicina: su trabajo con los tintes artificiales le sirvieron a Flemming para estudiar las células y los cromosomas bajo el microscopio, contribuyeron a ayudar a Robert Koch (premio Nobel de medicina en 1905) a descubrir la tuberculosis y fue crucial para los estudios de Paul Ehrlich, pionero en las investigaciones en quimioterapia.
Una fiebre ‘malva’ entre las reinas europeas
Desde 1859 a 1861, Londres se tiñó de malva. El diario británico All The Year Around, editado por Charles Dickens, describió una escena jamás presenciada hasta la fecha y el satírico Punch se hizo eco de la fiebre llamándolo “Mauve Measles” (sarampión malva): “los primeros síntomas por los que se declara esta enfermedad consisten en la erupción de un mísero sarpullido de lazos alrededor de la cabeza y cuello de la persona que lo ha contraído. Brazos, manos, e incluso pies se desfiguran rápidamente con este tono, y por extraño que resulte, incluso la cara parece teñida con ella” ironizaban a finales de la década de 1850.
La locura por este tono vino en buena parte motivada por ‘la it-girl’ por excelencia de la época, Eugenia de Montijo, cuyo color favorito compartía gama cromática con sus flores predilectas, las violetas de Parma. Lo sabía bien Charles Worth, el padre de la Alta Costura, que debe su popularidad en buena parte a los diseños que hacía para la emperatriz francesa. Cada año, el diseñador le enviaba por su cumple un ramo de violetas atado por un lazo malva y su nombre en dorado, incluso cuando estuvo en el exilio. Un color que por cierto marcó su trayectoria, como se puede ver en el MET de Nueva York con estos vestidos de 1862, 1892 y 1928. Años más tarde, una de las últimas colecciones de la casa, la de 1951-52, incluyó varios modelos en un tono identificado como el “violeta Worth”.
Sissi también sería fan de los vestidos violeta pálido, una preferencia tonal que Alix, la última zarina, trasladó al interiorismo con la ‘Habitación Malva’ del palacio de Alejandro (Pushkin, Rusia). El boudoir de la última emperatriz de los Romanov recibió el nombre por la seda malva que teñía sus paredes, un tono ligeramente más oscuro que la tela que se utilizó para forrar los muebles de la estancia.
Un color con mucho significado
El violeta que tanto le gustaba a Eugenia de Montijo se acabó convirtiendo, sin saber muy bien por qué, en un emblema del feminismo. Como recoge Nuria Varela en Feminismo para principiantes, una de las leyendas más recurrentes (la que también da pie a la fecha del 8 de marzo) fue que se adoptó en honor a esas 129 mujeres que murieron calcinadas en 1908 en una fábrica textil estadounidense –probablemente una de las muchas que surgirían tras el descubrimiento de Perkin-. El dueño de la fábrica, ante la huelga de las trabajadoras, prendió fuego a la empresa con las trabajadoras dentro. Se dice que las telas sobre las que estaban trabajando eran de este color y los más poéticos dicen que hasta el humo que salió era de color violeta. “Es el color de los soberanos, simboliza la sangre real que corre por las venas de cada luchadora por el derecho al voto” dijo de él la activista británica Emmeline Pethick.
Otro matiz, el lavanda, ha estado relacionado desde hace décadas con la cultura gay. Históricamente, algunas flores de esta gama cromática se han vinculado con la homosexualidad, como el Jacinto, la flor que comparte nombre en la mitología griega con el amante de Apolo. Una de las teorías actuales es que el lavanda supone el resultado de combinar rojo y azul, dos colores que se han utilizado en la sociedad occidental para distinguir a los niños de las niñas. Así, representaría la resistencia del colectivo a encasillarse en los roles tradicionales de género. La activista Betty Friedan acuñó el término de “Lavender Menace” (amenaza lavanda) para referirse a las lesbianas del movimiento feminista de 1969, preocupada por que pudiesen “distraer de asuntos sobre la igualdad de la mujer y crear estereotipos sobre las feministas como de odiar a los hombres” explicaba hace unos años Bustle. La respuesta de la escritora Rita Mae Brown fue la de coordinar una propuesta contra ellas en el Congress to Unite Women de 1970 en el que lesbianas y feministas queer llevaron camisetas teñidas de este color con ese mismo lema.
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