«Lo volvería a hacer»: la increíble historia de una traductora que traicionó a su gobierno para parar la guerra de Irak
Keira Knightley da vida a la agente de inteligencia que filtró una operación de espionaje en la ONU en el filme ‘Secretos de Estado’.
Katharine Gun solo tenía 28 años cuando decidió enfrentarse en solitario al gobierno del Reino Unido. Al contrario de lo que uno pudiera pensar, o de lo que los emocionantes thrillers políticos sobre gargantas profundas nos puedan hacer confabular, lo cierto es que su historia no es la de una activista convencida, nunca tuvo demasiadas ganas de pasar a la posteridad. Sus compañeros del GCHQ (Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno Británico) la definían como una persona tímida y reservada, el típico ratón de biblioteca que decide estudiar chino y japonés en la universidad. Su perfil rebosa tal cotidianidad que hasta el puesto de traductora y analista de mandarín en la agencia lo consiguió tras leer un anuncio en el periódico y reconoce que aceptó sin saber cuál sería su responsabilidad ni dónde se estaba metiendo. “La mayoría no lo sabía”, concede la agente que trató de parar una guerra internacional en el invierno de 2003. Con estos antecedentes, nada parecía anticipar que Gun pudiera acudir hoy a una sala de cine y ver cómo una estrella internacional se da por aludida cuando pronuncian su nombre.
Este próximo 25 de octubre llega a las salas Secretos de Estado, la adaptación cinematográfica de la inverosímil historia de una muy verosímil mujer. Gavin Hood (realizador de la celebrada Espías desde el cielo) dirige a una Keira Knightley dispuesta a engordar una filmografía que está cerca de poder ser catalogada como un género en sí mismo, de dar pie a un ciclo temático sobre mujeres profesionales que decidieron desafiar los cimientos del poder de la época. La hemos visto dando vida a la escritora Colette, a la matemática Joan Clarke (Descifrando Enigma) o la psicoanalista Sabina Spielrein en Un método peligroso. La próxima será la historiadora y activista Sally Alexander, una de las integrantes del Movimiento de Liberación de la Mujer que boicoteó el concurso de Miss Mundo 1970, en el filme Misbehaviour, pero, para ella, la historia de Katherine Gunn era algo personal.
Knightley tenía solo 18 años cuando comenzó la guerra de Irak y recuerda que esa fue la primera vez, para ella y quizá para toda una generación, en la que se vio interpelada a salir a las calles para manifestarse políticamente. Pero no pudo hacerlo. “Recuerdo que me sentía muy estúpida por llevar un disfraz de pirata mientras todos mis amigos acudían a una marcha antibelicista”, confiesa la intérprete, que pasó aquellos días rodando la primera parte de la millonaria franquicia Piratas del Caribe. Ahora, con una interpretación de Katharine Gunn que la crítica tilda de “increíble”, por fin zanja esa deuda.
Seguro que algún periódico de la mañana del viernes del 31 de enero de 2003 contenía en su interior un breve sobre la brillante irrupción de Knightley en la industria tras el éxito de Quiero ser como Beckham, pero la gran noticia del día era la legalidad o no de la inminente declaración de guerra al régimen iraquí de Saddam Hussein. Apenas faltaba poco más de un mes para se celebrara la cumbre de las Azores y el ejecutivo de Tony Blair trataba de contar con la autorización de las Naciones Unidas. Para usar la fuerza en una invasión ya decidida y para que sirviera como ibuprofeno ante el enojo de la opinión pública. Aquella mañana, Katharine Gun repasaba su bandeja de entrada cuando encontró un inusual correo enviado por la Agencia de Seguridad Norteamericana. En él, se requería el montaje de una operación de espionaje basada en las escuchas de los teléfonos de las embajadas que se mostraban reacias a dar su apoyo expreso a la guerra. El escrito citaba a Camerún, Angola, Chile, Bulgaria, Guinea Conakry y Pakistán, y la intención era la de utilizar cualquier información obtenida para coaccionar después a los diplomáticos.
Cuando su cara ya estaba en todas las portadas y las acusaciones de traidora a la patria se cernían sobre ella, Gun justificó sus actos con una frase que todavía resuena: “Yo trabajo para el pueblo británico. Yo no recabo inteligencia para que el gobierno pueda mentir al pueblo británico”. La joven pensó en comentar el contenido del mensaje con su superior pero temió que el correo fuera silenciado y, su indiscreción profesional, sancionada posteriormente. Y ella, que había pasado su infancia en los años de dictadura militar en Taiwán, sabía algo de silencios. Tras un fin de semana de reflexión, el lunes salió del trabajo con una copia impresa del correo escondida en su maletín y la inevitable defunción de su hasta ahora ordinaria existencia. “Antes de ser imputada, antes de que mi nombre saliera a la luz, mi mayor miedo era convertirme en una persona conocida públicamente”, declaró a The Guardian.
Esa misma noche envió el correo por carta a un contacto que todavía hoy, dieciséis años después de aquello, continúa siendo un misterio. Después, para sorpresa de la propia traductora, no pasó nada. En las siguientes semanas la opinión pública siguió expresando su rechazo mayoritario a la guerra y Gun pensó que la misiva, de haber conseguido llegar a alguna redacción, habría sido tildada como inverosímil y rechazada por el editor de turno. Se equivocaba. La mañana del 2 de marzo, cuando acudía como cada día al quiosco, se encontró con su memorándum filtrado en una portada a siete columnas del periódico The Observer. El titular clamaba inmisericorde, ‘Revelado: los sucios trucos de Estados Unidos para ganar votos en la guerra de Iraq’.
“Inmediatamente sentí que estaba en peligro. Tan pronto como llegué a casa me senté junto a mi marido, que todavía estaba en la cama. No podía controlarme, lloraba y temblaba”, declara ahora en una entrevista con Vice. El pánico estaba justificado. La GCHQ iba a poner todos los medios a su alcance para dar con el informante que había puesto en riesgo la estabilidad del gobierno británico y provocado una crisis burocrática tras confirmar varias embajadas que estaban siendo espiadas. En una oficina en la que todos eran potenciales sospechosos, Gun apenas tardó dos días en confesar de forma voluntaria su culpabilidad. Pasó una noche en una celda antes de que una organización a favor de los derechos humanos, Liberty, pagara la fianza por su libertad. Ocho meses después, la Fiscalía de la Corona británica decidió acusarla por violar la Ley de Secretos Oficiales, su nombre se hizo público y personalidades como el actor Sean Penn, el reverendo Jesse Jackson o la escritora activista Gloria Steinem clamaron porque se retiraran los cargos contra ella. La decisión de la agente de inteligencia, sin embargo, era otra: ¿aferrarse a su inocencia y arriesgarse a pasarse varios años en prisión o declararse culpable y afrontar una pena menor? Con lo contado hasta ahora, no debería sorprender que eligiera aferrarse a sus ideales.
Su marido, un inmigrante de origen turco que intentaba por aquel entonces conseguir la nacionalidad británica, le repetía cada día el mismo mantra: “No hacer nada y morir, o luchar y morir”. Mientras las primeras bombas caían sobre Bagdad, Gun sentía que había puesto en peligro a toda su familia en vano. La mañana del 25 de febrero de 2004 la traductora acudió a los juzgados de Old Bailey dispuesta a enfrentarse a una “maquinaria gubernamental que había puesto todo contra ella”. Media hora después salía por la puerta totalmente libre.
Todavía hoy se desconocen los motivos que llevaron al Gobierno británico a retirar todos los cargos contra Gun al dar comienzo la sesión, pero los periodistas que siguieron el caso deducen que fue producto del temor del ejecutivo de Tony Blair a que durante el proceso judicial se desvelaran más documentos que pudieran avergonzarles. El encargado de la defensa de la traductora, Barry Hugill, lo resumía así en una declaración realizada a Ernesto Ekaizer para El País: “¿Por qué el Gobierno evitó el juicio? Porque quien estaría sentado en el banquillo sería la guerra de Irak”.
Ni en sus mejores sueños los productores podían haber imaginado un mejor escenario sociopolítico para el estreno comercial de su filme. Secretos de Estado llega a las salas coincidiendo con el proceso de Impeachment a Donald Trump, provocado por los informantes que aseguran que el presidente presionó al gobierno de Ucrania para que le ayudara en su campaña política. La historia de Gunn quizá carezca de las dosis de escándalo mediático, de los giros culebronescos o de la personalidad libertadora de los más recientes Julian Assange, Edward Snowden o Chelsea Manning, pero según Daniel Ellsberg, el soplón de los papeles del Pentágono (cuya adaptación llegó el año pasado a la pantalla), la de la espía británica es “la filtración más importante y valiente que he visto”. “Nadie, ni yo mismo, hicimos lo que Gun: contar verdades escondidas asumiendo el riesgo personal, antes de una guerra inminente y a tiempo de abortarla”.
Haciendo honor a su fama, la agente apenas dio entrevistas cuando consiguió la libertad. No buscó la fama mediática, ni erigirse en un icono activista ni publicar un millonario best-seller con sus memorias. La traductora se marchó a Turquía junto a su pareja, con la que comparte una hija ya adolescente y una casa de campo de una zona rural del país. Este octubre, gracias al estreno de Secretos de Estado, Gunn ha tenido que volver a enfrentarse a su timidez crónica y recordar su increíble historia. Hasta se ha atrevido a posar junto a Knightley en un glamuroso photocall. “Lo volvería a hacer”, sostiene en cada charla que otorga. Quizá dentro de no tanto tiempo, el género de los thrillers políticos sobre informantes sume un nuevo ejemplo con la historia de los funcionarios que estos días se juegan su futuro con tal de desvelar la verdad sobre Trump.
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