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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Yo no quiero conciliar

Todo en nuestro mundo social parece poner trabas a esa maternidad que se ensalza solo de boquilla: precariedad laboral y vital, sueldos de miseria, viviendas caras y canijas o ausencia casi total de políticas familiares.

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Getty Imagesboonchai wedmakawand (Getty Images)
Carolina Del Olmo

Con la vida dañada que llevamos, no es de extrañar que casi todo se convierta en motivo de tirarnos los trastos a la cabeza. Son muchos años de sálvese quien pueda, especialmente en el entorno laboral. Por eso no es raro que cuando una empresa ofrece a sus empleados con hijos pequeños alguna medida especial de conciliación, empiecen las protestas de los que no tienen hijos: “pues yo no entiendo porqué siempre tiene que elegir las vacaciones antes fulanita solo porque tenga tres churumbeles…”. El otro día, Andrea Levy, delegada de cultura del Ayuntamiento de Madrid, le recriminó a la concejala del PSOE Mar Espinar su alejamiento del sector cultural, a lo que Espinar contestó que ella era madre trabajadora y no podía acudir a tantos eventos como le gustaría. Levy supo aprovechar el hartazgo de esa ideología patriarcal y casposa que nos juzga cuando preferimos no ser madres y nos señala la maternidad como destino y horizonte único de realización: “Algunas no somos madres, pero también conciliamos, con nuestros mayores, con nuestros padres y con nuestra vida personal”.

No obstante, lo cierto es que todo en nuestro mundo social parece poner trabas a esa maternidad que se ensalza solo de boquilla: precariedad laboral y vital, sueldos de miseria, viviendas caras y canijas, ausencia casi total de políticas familiares y de conciliación, ayudas económicas escasas y siempre supeditadas al empleo… A todo esto se suma el éxito de un universo ideológico asociado a un estilo de vida juvenil, desenfadado y bastante snob en el que la maternidad aparece como un auténtico coñazo. Y de hecho, en España la natalidad lleva años y más años en claro declive.

Por supuesto, en un mundo superpoblado y al borde del colapso ecológico que nazcan menos niños no tendría porqué tener nada de malo (salvo para aquellos a quienes fastidia que la tasa de reposición en Occidente se cubra con gente con la piel cada vez más oscura). Si no fuera, claro está, por las tristes cifras de deseo de maternidad y paternidad no satisfecho: según el INE, tres de cada cuatro mujeres querrían tener 2 o más hijos, pero la tasa de fecundidad es solo de 1,3 hijos por mujer; y las que no desean tener ningún hijo son solo el 12% (una cifra que baja al 9% cuando se mira el grupo de edad de 30 a 40 años), pero se calcula que entre un 20 y un 25% de las mujeres nacidas en los setenta no habrá tenido ningún hijo cuando finalice su edad fértil. Las cifras para los hombres son parecidas. Y no, ningún ecologista aguafiestas me va a convencer de que el deseo de maternidad o paternidad es solo un síntoma más de esa glotonería consumista en la que vivimos inmersos, un capricho egoísta ciego a la realidad del colapso que más nos valdría reprimir.

En este contexto, la respuesta de Mar Espinar “¡es que yo soy madre trabajadora!” se entiende perfectamente. El enrocamiento de las madres y padres que tenemos críos que cuidar, nuestro agónico grito de “¡eh!, que merecemos no solo un respeto sino, sobre todo, algún tipo de política de reequilibrio o compensación de sacrificios”, es perfectamente comprensible. Como es comprensible que nos apetezca abofetear a quienes, sin tener dependientes a su cargo, se niegan a dar un paso atrás y compiten peleones por las migajas de tiempo libre que nos deja el empleo afirmando que ellos también tienen derecho a conciliar.

Pero en la contrarréplica de Levy caber vislumbrar una idea importante. Porque lo cierto es que conciliar debería significar algo mucho más profundo que lo que generalmente engloban las políticas agrupadas bajo ese término. Para empezar, porque cuando hablamos de conciliación tendemos a centrarnos en los menores y pasamos casi de puntillas por el gran melón de los cuidados, que es la necesidad de ofrecer a mayores y dependientes una atención de calidad.  Pero también porque incluso los singles irredentos deberían tener tiempo para participar en la vida cívica o desarrollar cualquier afición. Desde luego, mientras sigamos entendiendo la conciliación como esos parches que se ponen para que mamis y papis podamos llegar a tiempo al trabajo después de dejar a nuestros críos en servicios de horario extendido de colegios y en campamentos urbanos, no arreglaremos nada.

Toda legislación en materia social y laboral se construye tomando como modelo un tipo determinado de ciudadano u hogar, un modelo que se fomenta al tiempo que perjudica casi siempre a quienes no se amoldan a ese formato. Hace ya muchos años que caducó el modelo de hogar en torno al cual se articulan nuestras leyes. Para que la conciliación de quienes tenemos pequeños o mayores a nuestro cargo funcione, lo que necesitamos es que toda la legislación laboral, las transferencias y las políticas sociales se organicen, por ejemplo, tomando como modelo la figura de una madre sola (un tipo de hogar, por cierto, que ha dejado hace mucho de ser excepcional y constituye ya un 10% del total según cifras de 2018 y creciendo). Actualmente el estatuto de los trabajadores permite reducir jornada o disfrutar de una excedencia por cuidado de menores, mayores y dependientes, pero esas medias no se acompañan del más mínimo apoyo económico y quedan, pues, como ventajas exclusivas para los las familias con más ingresos. Los permisos de maternidad y paternidad pagados al 100% benefician a las familias biparentales con empleo formal, mientras que cada año casi un tercio de bebés nacen sin que sus madres estén amparadas por ningún permiso porque no están en el empleo o no han cotizado lo suficiente. Y son muchísimas las madres (y cada vez más padres) cuyas carreras laborales se frustran porque hay un montón de empresarios que se empeñan en que la gente se quede trabajando hasta las 21:00.

La jornada laboral de 40 horas tiene ya más de cien años. Casi los mismos que han pasado desde la prohibición del trabajo infantil. Y lo peor es que las 40 horas son una aspiración para un montón de empleados a tiempo parcial que no llegan a fin de mes y para otro montón de trabajadores cuyas horas extra (muchas veces no pagadas) suman semanas laborales aún más largas (en España aproximadamente la mitad de los empleados trabajan más de 40 horas y son casi un 10% los que 49 horas o más). Visto lo visto, yo no quiero conciliar: lo que quiero, para todas y todos, es una semana laboral de unas 28 horas con salarios decentes, ayudas económicas suficientes desligadas del empleo y servicios públicos de calidad.

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