Un temblor por esconder
Volverá a pasar. Un chico que ahora respira y sonríe o una chica que está enamorándose de verdad por primera vez morirán en la calle porque nos están dejando solos.
Con veinticuatro años supe que me gustaban las mujeres. No salí del armario porque nunca había entrado, sencillamente me di cuenta tarde y cuando llegó el momento mi vida dio un vuelco. Me reconocí, me quise como nunca me había querido, tiré por la ventana una biblioteca entera de manuales, guías, normas y esquemas que nunca me pertenecieron. Y me enamoré. Me enamoré una media de diez veces por semana, por encima de mi capacidad cardíaca y de la realidad espacio-temporal. Entré en la edad adulta viviendo una segunda adolescencia, sin aire, sin sueño y sin hambre, con un dominio total del suspiro y el arrebato, con unas ganas locas de amar y de que todo el mundo supiera que estaba tocando el cielo con las manos.
La primera vez que besé a una chica vivía en París. Fue una noche, en la calle, saliendo de un restaurante que nunca olvidaré porque todos guardamos bien cerca el mapa de los lugares en los que por fin pudimos ser. Lo recuerdo todo, pero había olvidado que esa noche tuve miedo. Era tarde y fuimos a un bar en Bastille en el que apenas estaban ocupadas dos mesas más y que no tardaría en cerrar. En un rincón había dos hombres a los que recuerdo jóvenes, imagino que en la treintena, que no nos quitaron los ojos de encima. No había lascivia en su mirada, había desprecio, algo muy cercano al odio. Dejamos las copas a medias y salimos a la calle en busca de un taxi que no aparecía. No tardamos en oírles gritar a lo lejos, a pedirnos que nos paráramos, a insultarnos. Corrimos hasta dar con una plaza en la que había más gente y nos pegamos a la desesperada a un grupo de chicos y chicas que nos acogieron. Los dos hombres se esfumaron.
Había olvidado que esa noche tuve miedo porque han pasado muchos años y durante este tiempo he atacado a todos los que me han insultado por pasear de la mano de una chica, me he enfrentado a todos los hombres a los que la carne del rostro se les ha ensuciado mirándonos en una discoteca, he increpado a todos los que han levantado la ceja al saber que soy lesbiana. Y lo he hecho porque me he sentido segura, orgullosa y acompañada.
Pero hace una semana mataron a Samuel. Hace una semana una jauría mató a Samuel por maricón y no hay un alma en este planeta que pueda negarlo sin sentir que algo se le pudre dentro. Hace una semana Samuel murió por existir y no cesa la punzada al pensarlo.
No es solamente el miedo. No es saber que han abierto a patadas las puertas de nuestras casas y han metido la bota dentro, saber que esa puerta ya no se cierra. Tampoco es saber que hay gente dispuesta a reventarnos los órganos por ser quienes somos. El miedo, la angustia y la rabia son por ver que les están legitimando. Porque hace una semana un chaval de veinticuatro años murió linchado en España por ser homosexual y mientras su cuerpo aún estaba caliente cayeron tantas máscaras en este país que el choque con la realidad nos ha tumbado.
El estruendo de los que hablan es insoportable, pero el de los que callan duele más y me pregunto si he sido una ilusa durante toda mi vida. Me pregunto si cuando le levantaba la voz a alguien que me insultaba por amar a una mujer lo hacía con una falsa seguridad de apoyo social, dando por hecho que conmigo gritaban muchos más y que en el otro lado solo había bestias cortadas por el mismo patrón con un cuchillo oxidado por un odio pretérito. Qué error tan grande. Al otro lado no está solo la extrema derecha, no están solo los residuos de la historia más oscura de nuestro país, tan incrustados en los fundamentos del sistema que la mugre se confunde con el cemento. Al otro lado hay mucho más. Estos días hemos visto como en los muros de ese búnker se apoyan columnistas que con una mano se golpean el pecho por el asesinato de un chaval y con la otra firman artículos que cuestionan lo incuestionable. Y a su lado, bien cerca pero bien calladas, feministas que llenan a diario la red atacando la Ley Trans porque creen que recorta la libertad de las mujeres pero que no tienen la decencia de pronunciarse cuando asesinan a un chico que podría ser su hijo.
Los que hablan y los que callan saben igual que todos que la violencia que mató a Samuel es la misma que en lo que llevamos de año ha acabado con la vida de veinticuatro mujeres. Es la misma violencia que dirige miradas de odio a maricones, bolleras, travelos, moros, sudacas y negros de mierda. Hay un pozo letal detrás de esos ojos y si un día nos arrojan a sus profundidades será porque muchos hablaron y otros tantos callaron. Son sus mentiras y sus silencios los que alimentan la siguiente jauría dispuesta a matarnos. Porque esto volverá a pasar. Un chico que ahora respira y sonríe o una chica que está enamorándose de verdad por primera vez morirán en la calle porque nos están dejando solos.
Sé que me volverán a insultar, que me volverán a sobar en la discoteca cuando esté con una chica, sé que querrían y podrían llegar mucho más lejos, y sabiéndolo voy a aguantarles la mirada esperando que no me tiemble demasiado la voz al contestar. Sé que volverán a atacar a mis amigos, que desearán romperles la cara a mis amigos que son mi familia y que salen a la calle con su pluma y con una alegría de vivir que ni los que matan ni los que opinan ni los que callan van a tener nunca. Esta es la fuerza con la que responderemos las veces que haga falta, la fuerza con la que seguiremos besándonos delante de vuestras narices, con una sonrisa en la cara y un temblor por esconder.
*Carme Riera Sanfeliu es Editora de Literatura Random House y Reservoir Books.
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