Sin tóxicos no hay paraíso: por qué los galanes maltratadores no acaban de desaparecer de las telenovelas
El macho de culebrón debería ser era un artefacto caduco como el viejo rancio que se sigue aferrando a los “piropos”. Pero no. Absolutamente no.
En 1983, cuando yo tenía unos tiernos siete añitos, se estrenó a todo bombo en la televisión nacional la telenovela venezolana Leonela. La historia y la canción Ladrón de tu amor forman parte de esa educación sentimental enfermiza que no me puedo quitar, aunque me restriegue el cerebro con esponja metálica y lejía. Ni yo ni nadie.
Ojo a este fragmento de la trama de Leonela que saqué de Wikipedia:
“Leonela Ferrari Mirabal es una joven y hermosa mujer que acaba de terminar la carrera de Derecho en el extranjero y por eso regresa a su país para casarse con su novio, Otto Mendoza. El día de su compromiso, Otto, quien es muy altanero y ególatra, humilla y golpea durante la fiesta a Pedro Luis Guerra, un joven humilde y trabajador, quien en su borrachera jura vengarse de él. Esa noche, Leonela sale a pasear por la playa y se encuentra con Pedro Luis aún borracho y decide vengarse de Otto violando a Leonela. A causa de esto, Leonela es abandonada por Otto, pierde a sus amigos y es repudiada por toda la alta sociedad, pero sus desgracias no terminan ahí: a causa de la violación, Leonela queda embarazada. El tío de Leonela manda a unos matones para que golpeen a Pedro Luis, pero éste termina matando en defensa propia a uno de los sicarios, por lo que es condenado a doce años de cárcel”.
Así empieza Leonela, la telenovela que vi a mis siete años. Pero luego, obviamente, pasan cosas y entre esas cosas, el niño fruto de la violación es rescatado de un orfanato, el violador se convierte en abogado en la cárcel, se mortifica por su crimen, etcétera, y es cuando surge un amor purísimo y envidiable entre Leonela y Pedro Luis como una fuerza divina, bíblica: “El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor (…). Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Corintios 13: 4-8
Las señoras, señoritas y niñas de las sociedades católicas rezaban los domingos la Carta a los Corintios y luego cantaban Ladrón de tu amor, la canción de Leonela, número uno en todas las radios y, probablemente, una de las letras más tóxicas del cancionero latinoamericano. Lean esto:
Aquella noche un vagabundo
Cambió tu risa en amargura
Y sin permiso entró en tu mundo
Para robarte la ternura
Y desde entonces me condeno
A que no vuelvas a ser mía
A estar perdida entre mis sueños
A que me niegues cada día
Soy el ladrón de tu amor
Tu mal recuerdo
Soy el nombre que no quieres mencionar
Y al saber de tu desprecio siento miedo
Que nunca, nunca me puedas perdonar
Soy el ladrón de tu amor
Y estoy confeso
Yo sé bien que no estarás cuando me vaya
Y aunque te duela más
Apréndete de esto
Que quien te hace llorar
Es quien te ama
Que quien te hace llorar
Es quien te ama.
Cómo no vamos a estar estúpidamente dañadas en lo que al amor romántico se refiere si escuchábamos a diario: “Quien te hace llorar es quien te ama”. Y entonces el papá pegaba a la mamá y, qué se le va a hacer, “quien te hace llorar es quien te ama”, entonces el novio obligaba a la novia a tener sexo, aunque ella no quisiera y aunque fuera doloroso y traumático, pero, recuerda, “quien te hace llorar es quien te ama” y entonces la niña crecía pensando que ojalá algún día un muchacho como Pedro Luis toque su puerta y la haga llorar porque “quien te hace llorar es quien te ama”. Crecimos, digo, pensando que es mejor terminar emparejándote con tu violador (¡!) que terminar sola.
De esto, de Leonela y de esa violación en la playa que marcó a todo un continente, han pasado nada más y nada menos que 40 años. La mujer en la que se convirtió la niña que yo era ya no ve telenovelas, así que, optimista, pensaba que ahora las cosas eran muy distintas, que ya había muerto el machito ochentero pelo en pecho, representado en decenas de galanes que nos hacían suspirar a pesar de que eran unos, con perdón, reverendos hijueputas, ponecuernos, pegadores, celópatas, maltratadores, frívolos, ridículos y enmierdados hasta el copete en la masculinidad más tóxica que pueda concebirse. Sí, pensaba que el macho de telenovela, ese que nos arruinó la noción de las relaciones amorosas como espacios armónicos y de responsabilidad afectiva, era un artefacto caduco, como el viejo rancio que se sigue aferrando a los “piropos”. Pero no. Oh no. Absolutamente no. Hablo con Roberto Manrique, actor de Doña Bárbara, El Clon o Marido en alquiler y protagonista de la segunda parte de la famosísima Sin senos no hay paraíso, llamada, claro, Sin senos sí hay paraíso (Telemundo). La idea, cuenta Manrique, era convertir esta nueva entrega de la telenovela en una cosa muy distinta a la primera en la que se mostraba el mundo de la pobreza, la prostitución y el narcotráfico en Colombia y cómo la mujer era un objeto a decorar, estirar, inflar, desinflar y a convertir, en resumen, en una especie de muñeca inflable para el gusto del rey narco de turno.
“En esta nueva novela”, cuenta Manrique, “me consta que se hizo un ejercicio explícito de tratar de presentar una mujer, llamémosla, a falta de una palabra mejor, en empoderada. En Sin senos sí hay paraíso, desde el título, se quiso mostrar una realidad completamente diferente y a una mujer completamente diferente. Ella, la protagonista, no se quería operar, pero la secuestran y la operan a la fuerza. La protagonista de la primera temporada, Catalina, regresa como agente antidrogas encubierta”.
En Sin senos sí hay paraíso, Roberto Manrique interpreta a Santiago, el esposo de la Catalina, un cirujano con el que ha construido un mundo, una familia y un amor completamente a salvo de la toxicidad y el peligro de su vida anterior. En esta secuela, se quiso mostrar a una mujer con recursos propios, valiente, “del todo diferente a la protagonista de la primera temporada que lo único que quería era la protección de los hombres y su dinero y para quien toda su valía estaba puesta en su cuerpo, cosa que, lamentablemente, pasa en ese mundo del narcotráfico en la vida real”, dice Manrique. Hasta aquí todo bien, pero se viene el giro argumental que no se esperaban. “Una de las cosas más increíbles que me ha tocado ver, dice Manrique, es cómo uno de los galanes de la primera temporada, un narco que destruyó la vida de Catalina, era el favorito del público para quedarse con ella. La gente, no sé explicarlo, estaba enamorada de ese villano. Lo que te quiero decir es que vengo de ver, de primerísima mano, cómo el público tiene una fascinación por la maldad y el abuso y la toxicidad y el machismo en el personaje masculino. Ese mafioso, en esta nueva temporada, viola a la hija de Catalina y Santiago, mi personaje, la deja embarazada y, aunque Santiago le da amor y seguridad a su mujer y a sus hijos, los televidentes seguían inclinándose porque el mafioso y Catalina terminaran juntos, es decir, que ella terminara con su examante, ese que había violado y dejado embarazada a su hija. Y, de hecho, con él quedó. Era lo que el público deseaba, a pesar de todos los esfuerzos que sé que se hicieron por cambiar la narrativa y dar un giro al clásico personaje femenino de las telenovelas”.
O sea, quitarle a la mujer el papel de perdonavidas de los miserables que la desgraciaron y darle el poder de decidir vivir un amor sin vaivenes ni montañas rusas emocionales. No hubo forma. Lilo Peñuela González, escritora, antropóloga y máster en Historia, hizo su tesis sobre las narrativas en las telenovelas latinoamericanas y explica que “existe un patrón de masculinidad tóxica en las telenovelas que continúa marcando y representando los estereotipos del hombre latinoamericano y que, como recurso narrativo, ha funcionado muy bien, pero ha tenido sus cambios. Lo primero que debemos entender para abordar este tema es que la telenovela es el producto cultural latinoamericano por excelencia. Es decir, nació aquí en Latinoamérica y se desarrolló en diferentes modelos. El hecho de que países como Turquía y Corea hayan empezado a producir estas series en los últimos años, como sus Kdramas, se debe a que la telenovela ha llegado hasta allá. En la narrativa de la telenovela, el modelo de relación entre los personajes es el mismo: la historia de amor entre un hombre y una mujer que deben superar numerosos obstáculos para finalmente poder ser felices juntos. En este proceso, generalmente uno de los dos protagonistas sufre mucho. Esta idea proviene del melodrama mexicano, cuyo principal atributo es la moral católica y la culpa. Los protagonistas deben pasar por el vía crucis para alcanzar su redención. Esta fórmula cultural es lo que hace que la telenovela sea exitosa”.
Una de las ficciones con las que Peñuela ha trabajado más a fondo es la increíblemente exitosa telenovela colombiana Café con aroma de mujer que se exportó a cientos de países del mundo y que convirtió a Colombia en uno de los países de referencia en culebrones televisivos. “Los arquetipos de hombres tóxicos por excelencia se encuentran en las telenovelas de los modelos consolidados como el colombiano. Protagonistas como Sebastián Vallejo de Café con aroma de mujer (1994) es un claro ejemplo. Sebastián es un hombre adinerado y educado en Londres que nunca se ha interesado por una mujer hasta que conoce a Gaviota. Después de tener su primera noche de pasión con ella, le jura amor eterno. Sebastián se obsesiona completamente con Gaviota y le promete que volverá en un año para casarse con ella. Por circunstancias de la trama, Gaviota termina atrapada en una red de trata de blancas cuando intenta viajar a Londres para visitar a Sebastián y contarle que ha quedado embarazada (fruto de su primera y tal vez única relación sexual). Cuando Sebastián regresa a Colombia y se entera de que Gaviota se ha convertido en prostituta, decide casarse con Lucía de Vallejo, a quien no ama y a quien hará muy infeliz. Sebastián enloquece de amor por Gaviota, la cela, le arma show, se casa con otra mujer como venganza, y se la pasa borracho la mitad del tiempo. Aunque intenta ir a terapia para superar su obsesión con Gaviota, su psicóloga se enamora de él (sí, cosas de telenovela). Sebastián no puede tener relaciones sexuales con otra mujer que no sea Gaviota. Aunque Gaviota no necesita a Sebastián para ser rescatada, ya que ella sale adelante por sí misma y se convierte en una exitosa ejecutiva del café, la historia se centra en los sucesos por los que Sebastián debe pasar: embriagarse por el amor que siente por Gaviota, ir a la cárcel e incluso perder el patrimonio familiar. Después de todo este sufrimiento, Sebastián y Gaviota finalmente pueden ser felices y casarse”.
Sin embargo, Peñuelas explica que, aunque ese rol de la masculinidad tóxica sigue presente en las ficciones televisivas, como en el ejemplo de Manrique y Sin senos sí hay paraíso, el galán tóxico antes tenía que pasar por infinidad de vicisitudes hasta reinventarse en un hombre nuevo (algo así como el camino del héroe) que sea digno del amor de la protagonista, “ahora esa toxicidad machista se usa para darle más peso a la maldad del personaje antagónico o villano”.
Sea como sea, parece que nos gusta ver el camino de los amantes empedrado y lleno de lamentaciones como una especie de demostración de que, al final, merecía la pena el esfuerzo por el enorme premio del “verdadero amor”.
El problema está cuando creemos que eso es así en la vida real y que quien nos hace llorar es quien nos ama. Por si no quedó claro: si te hace llorar, amiga date cuenta.
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