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Vanidosa pero sostenible: cómo la mujer quemada por dos crisis revolucionó el orden de consumo global

Hiperconscientes de una precariedad heredada de una acumulación de riquezas que solo benefició a unos pocos, las nuevas virtuosas también claman por la justicia social, la emergencia climática y el consumo ético. Y las marcas lo han captado.

Ilustración de María Medem.
Ilustración de María Medem.

«Aquí lo tenéis: el texto milenial que define a toda generación». Cuando el activista progresista Max Berger subió este copy a Twitter probablemente no imaginaba que contaría con el aplauso de 187.000 ‘me gusta’. En su tuit no había enlace a ningún sesudo análisis sociocultural. Ahí estaba una única ilustración para condensarlo todo: se trataba del icónico perro de This is Fine (una popular tira cómica en la que aparece un can rodeado de llamas mientras se toma un café sentado y dice «Todo está bien», impasible ante el caos), solo que en su meme, sustrato aglutinador de las emociones y angustias de nuestra era, no había ningún incendio. Las llamas habían sido sustituidas por plantas y cactus, invadiendo la viñeta. «Claro, por supuesto, la generación milenial ha tenido que vivir la gran recesión de 2008, la guerra de Irak, el incremento de la deportaciones, la emergencia climática, la Administración Trump y la pandemia del coronavirus antes de cumplir los 35, ¡pero al menos tenemos plantas!», añadió con sorna bajo la imagen.

Tenía razón. Nuestro infierno es un cielo de monstera deliciosa, philodendron y caladium. Bien lo saben las que tenían entre 20 y 29 años en 2008; las que captaron que oír subprime en una entrevista de trabajo implicaría un salario inferior al de sus predecesoras son las que ahora, entre sus 32 y 41 años, asumen que otro neologismo, covid-19, es el responsable de haber destruido 465.000 empleos entre menores de 35 años solo en España. O como resumía El País a principios de mayo: «El futuro de los jóvenes: más paro y menos sueldo». ¡Suerte del confort de nuestras costillas de Adán! Es el único verde con el que toda una generación simula que Todo está bien.

«Me encantaría conocer una sola idea milenial que no fuera un filtro de Instagram o una aplicación para el teléfono móvil», escribió el periodista y director de campaña electoral de Adolfo Suárez en 1977, Antonio Navalón, en una agorera columna en El País en 2017. Paradójicamente, el destino ha querido que los que desde sus tribunas mediáticas apodaron a esta generación como «dueña de la nada», ahora estén obligados a consumir de forma sostenible por culpa de las dueñas del futuro.

La División de Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU (DSDG por sus siglas en inglés) dice que 8 de cada 10 integrantes de la generación milenial prefiere trabajar en una empresa responsable socialmente y gastará en marcas que sean acordes a sus principios. El imaginario boomer a lo Navalón las reduce a una caricatura de influencers urdiendo bodegones de tostadas de aguacate, adictas a la dopamina de sus notificaciones de su móvil, pero la realidad desprende que, aunque del like no se come, las mujeres necesitan venderse en redes para ser competitivas en la gig economy (economía basada en trabajos esporádicos de corta duración). Frente a la incertidumbre laboral: autopromoción digital.

«Lo hipster era Vice. Lo milenial es virtud, o al menos, un consumo virtuoso», decía Molly Fischer en su ensayo ¿Acabará alguna vez la estética milenial?, publicado en 2019 en New York Magazine. ¿Qué cambió para que la nueva virtud abandonase la ironía misógina enmascarada de provocación de lo hipster y se convirtiese en una vertiente moralista ecosostenible, integradora y transversal?

Básicamente, que el 59% de la población (entre integrantes de la generación milenial y centenial) tiene unos ingresos estimados en 19 millones de euros y representa el 35% de la renta bruta mundial, según la consultora McKinsey & Company. Aquellas que, según Fischer, «no pueden permitirse ningún lujo, pero tampoco ningún fracaso», son las que piden diversidad en sus anuncios, postean en Instagram contra el racismo sistémico y prefieren el reciclaje frente al mercado masivo. Las que también tiran del suprarreciclaje y aplicaciones de ropa de segunda mano (el negocio de reventa textil, actualmente valorado en unos 21.312 millones de euros, alcanzará un valor de 56.830 millones en 2028, una cifra 1,5 veces mayor que el valor previsto del fast fashion, de 39.070 millones, según un informe de la plataforma ThredUp). Mujeres que consumen una nueva virtud estética de plantas por doquier, ilustraciones de Matisse y algodón orgánico, que
piden sostenibilidad y residuo cero, así como conocer los procesos de producción de origen. Su manera de consumir, como explica Fischer, «complace a la multitud, tiene aversión
al riesgo y llama la atención lo suficiente como para dejar en claro que está intentando encajar».

Vanidosas, sí; pero también despiertas. Hiperconscientes de una precariedad heredada de una acumulación de riquezas que solo benefició a unos pocos, las nuevas virtuosas también claman por la justicia social, la emergencia climática y el consumo ético. Las marcas lo han captado: desde Nike postulándose contra el racismo y el fascismo a los comités de integración de Prada, pasando por Gucci eliminando el uso de pieles animales en sus colecciones tras la petición de su comité de sabios milenial o Burberry comprometiéndose a no quemar los excedentes de producción por el bien del planeta. El mercado se suma al marketing de la resistencia política y medioambiental como estrategia para despuntar, atraer a medios, captar la atención de las consumidoras y aumentar su rendimiento comercial. Colocarse en el lado correcto de la historia, en realidad, también implicaría colocarse en el lado correcto de las ventas.

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