La falacia de pensar que la aspiradora hizo más fácil la vida de las mujeres
Desde su origen a su evolución en la domótica y economía digital, su diseño sigue presuponiendo el ‘amor’ y el tiempo que las mujeres dedican al cuidado de la casa.
En 1928 Eleanor Roosevelt tuvo que lidiar con una «great resignation» de lo más particular. Si en 2021 nos asaltan reportajes sobre por qué nadie quiere ser camionero o camarero, hace casi un siglo, la que estaba llamada a ser la primera dama estadounidense fue la encargada de mediar frente a lo que se etiquetó como el «servant problem» o el problema de las sirvientas. Un fenómeno social de debate nacional sobre por qué las trabajadoras del servicio doméstico estadounidense, en su mayoría afrodescendientes, estaban renunciando a las condiciones que les imponían las señoras de la casa. Organizadas en el bloque que se denominó como Consejo Nacional de Empleo Doméstico (National Council on Household Employment, NHCE por sus siglas en inglés), las trabajadoras domésticas se aliaron con activistas laborales y expertos en eficiencia para reunirse Roosevelt y tratar de resolver la repentina ‘revuelta de las criadas’. El «problema» en realidad era que las mujeres ricas querían mano de obra de confianza, barata y siempre disponible a su servicio, pero las mujeres más pobres que ejercían ese empleo estaban cansadas de serlo y de ser tratadas como esclavas. La conclusión de aquel encuentro fue que el servicio doméstico no solo se rebelaba por los bajo salarios y las horas ilimitadas de disposición, sino que llamarlas así, «sirvientas», también era alienante a su condición humana.
Esta anécdota la recogía recientemente la podcaster Avery Trufelman en el episodio dedicado a la historia del aspirador en la segunda temporada de Nice Try, dedicada a los objetos que habitan en el interior de nuestros hogares y cómo esos productos de estilo de vida que nos han vendido una y otra vez se han fomentado «en unas promesas de superación personal que nos hicieron, mantuvieron y rompieron». Si Trufelman hablaba del «problema de las sirvientas» a raíz de la historia de un electrodoméstico que se inventó a principios del siglo XX fue porque el problema de las trabajadoras domésticas, ese que apelaba a las condiciones laborales de las mujeres pobres, se dio, casualmente, cuando se estandarizó el uso de los electrodomésticos, como el aspirador o el lavavajillas, en los hogares estadounidenses. Porque el aspirador se vendió bajo la fantasía de perpetuar la explotación de las mujeres ricas sobre las más pobres. Porque el electrodoméstico que empezó vendiéndose «como una criada más dentro de casa», no ha evolucionado tan bien como quisimos creer: su diseño y estrategia, también en la invasión de la domótica y la economía digital del hogar, ha acabado enraizando (que no solucionando) la brecha de género, la doble carga laboral y la discriminación de las mujeres.
¿Su revolución? Cimentar el rol del ama de casa moderna
Históricamente, los dispositivos electrónicos que han defendido estar diseñados para ahorrar tiempo de trabajo han acabado imponiendo mayores exigencias sobre el tiempo que las mujeres dedican al hogar. Así lo llevan analizando y probando desde hace más de medio siglo diversas teóricas e historiadoras del género. Ya en los 80 lo analizó ampliamente la historiadora Ruth Schwhartz Cogan en su More work for mother: the ironies of household technology from open hearth to the microwave, todo un tratado de investigación que se llevó premios y con el que esta académica quiso probar que la revolución de la lavadora y el pequeño electrodoméstico, la de la inmersión de la tecnología en nuestros hogares, fue, en realidad, «la de la creación de la figura del ama de casa moderna». Cowan explica en el libro cómo las comodidades modernas (como las lavadoras o las aspiradoras) prometieron al principio ofrecer a las mujeres de clase trabajadora estándares de comodidad de la clase media. Con el tiempo, lo que quedó claro es que estos artilugios reemplazaban principalmente el trabajo que antes realizaban sirvientes (o esclavos que eran niños y hombres en otras épocas históricas) y que, en lugar de vivir una vida de ocio, las mujeres de clase media se encontraron luchando por mantenerse al día y cumplir con estándares de limpieza cada vez más altos.
Schwartz sostuvo que la mujer que había ingresado en la fuerza laboral en los 70, la que también trabajaba fuera de casa, pasaba tanto tiempo haciendo las tareas del hogar como lo hacían sus madres y abuelas o los antepasados explotados y que la introducción de cada nuevo invento diseñado para ahorrar tiempo, en realidad había aumentado la carga de trabajo del ama de casa. «Y no importa lo lejos que hayamos llegado, las tareas domésticas aún establecen los límites para el otro trabajo de las mujeres», contó a The New York Times apuntando a esa doble jornada de las mujeres y carga mental de la que tanto se habla ahora. »La carrera profesional de las mujeres está relacionada con las tareas del hogar y la crianza de los hijos. Los hombres hacen cosas que les interesan. Las mujeres escogen su trabajo teniendo en cuenta sus llamados ‘roles primarios'», apuntó la investigadora entonces.
Esa misma postura la defendió la socióloga Arlie H. Roschild en La doble jornada: Familias trabajadoras y la revolución del hogar, un estudio que lideró junto Anne Machung en los años setenta y ochenta con entrevistas a medio centenar de parejas para observar la brecha de ocio que había en las parejas heterosexuales. Ellas también trabajaban, pero se hacían cargo de la mayoría de responsabilidades en el hogar y del cuidado de sus integrantes, una situación que derivaba a tensiones, reproches, falta de deseo sexual y de sueño. También para vislumbrar cómo el progreso industrial del s. XX, con su idea de aliviar las tareas de la mujer en casa a través de la tecnología en realidad provocó que recayeran en ella llevarlas cabo. Así lo escenifica con esta anécdota en una de sus entrevistas: «Una mujer me contó: ‘Cuando le dije a mi marido que quería que él también se encargara de lavar la ropa, respondió: ‘Mejor la llevamos a una lavandería'».
Las cosas, cuatro décadas después, no parecen haber cambiado mucho. El 11 de febrero de 2020, The New York Times informó que los hombres jóvenes, al igual que los ancianos, «todavía no pasan el aspirador». Una nueva encuesta de Gallup descubrió que «entre las parejas del sexo opuesto, las personas de entre 18 y 34 años no tenían más probabilidades que las parejas mayores de dividir la mayoría de las tareas domésticas de manera equitativa». Y en España, no parece que vaya a mejor. El estudio ¿Quién se encarga de las tareas domésticas en el hogar? probó hace unos meses que las españolas siguen siendo las principales responsables de la limpieza de la casa. El aspirador, hoy en día, tiene género adjudicado dentro del hogar.
El engaño del tiempo libre
«¿Por qué cuando hablamos de economía digital pensamos en programas de reconocimiento facial y no en una aspiradora?», se pregunta Eudald Espluga en el reciente No seas tú mismo: apuntes para una generación fatigada (Paidós, 2021). En sus páginas, el filósofo y periodista recuerda que la invasión de la tecnología en las tareas domésticas también se utiliza «para reafirmar la división sexual del trabajo» y asegura que la domótica también sirve para aumentar la producción antes que para reducir el tiempo que se dedica a los quehaceres domésticos.
«Cuando las lavadoras y los lavavajillas llegaron a los hogares, algunos sociólogos hablaron de la ‘revolución del ocio’ y el fin del trabajo doméstico», escribe Espluga, que explica que con la introducción del pequeño doméstico se suponía que la automatización de este tipo de tareas supuestamente permitiría reducir el tiempo que las mujeres dedicaban a estas labores, pero sucedió justamente lo contrario. «Lejos de liberar a las trabajadoras domésticas, la industrialización del hogar trajo consigo un cambio de expectativas sobre el trabajo de reproducción: ahora la dedicación a la casa se interpretaba como una expresión del afecto por la familia». Esta mecanización, movida por el afecto, dio pie a nuevas tareas que, «si bien no resultaban tan exigentes físicamente como la tina de la colada o pasarse media hora lavando platos y ollas, también exigían largas jornadas de trabajo», añade.
Una división del trabajo que se acentúa con la llegada del hogar digital: «Es fácil imaginar que la llegada de las neveras con wifi no solo no disminuirá el agotamiento y las exigencias diarias, sino que la presión por estar disponibles y cuidando de la casa incrementará exponencialmente, en tanto las trabajadoras domésticas estarán conectadas al hogar incluso cuando no estén en él».
Sobre la problemática relación de hacer «por amor» las tareas domésticas, o de pasar una aspiradora que precisamente no pueden costearse todas las mujeres, la académica Sophie Lewis escribía recientemente que «el hecho de que el cuidado de una casa bajo el capitalismo a menudo sea una expresión de deseo amoroso, mientras que al mismo tiempo es un trabajo que ahoga la vida, es precisamente el problema». Ya lo advertía la socióloga Judy Wajcman en Tecnofeminismo, cuando hablaba del falso espejismo de libertad femenina que nos da el robot aspiradora: «Hasta los futuristas más visionarios nos ven viviendo en hogares que, en términos más sociales que tecnológicos, se parecen a los hogares de hoy en día. El esfuerzo de diseño se centra en un predicamento tecnológico más que en la previsión de cambios sociales que permitirían percibir una asignación menos genérica del trabajo doméstico y un mayor equilibrio entre los tiempos de trabajo profesional y de dedicación a la familia. Es posible que la casa conectada tenga mucho que ofrecer, pero la democracia en la cocina no forma parte del paquete».
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