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H.D., madre del poliamor y una de las autoras más injustamente olvidadas del siglo XX

Cada 10 de septiembre (aniversario de su nacimiento) admiradores de la escritora se juntan para leer poemas junto a la tumba de esta autora que no ha sido reconocida como merece.

Hilda Doolittle, más conocida por sus iniciales H.D.
Hilda Doolittle, más conocida por sus iniciales H.D.

La única manera de ser madre era ser poeta. Al menos así lo creyó Perdita Schaffner durante mucho tiempo. Desde pequeña, veía a diario cómo la mujer que la gestó se encerraba a escribir en una habitación repleta de libros, largas horas, haciéndolo siempre en silencio, cual gata austera en ronroneos, y a veces, incluso, como en un trance. A Perdita la regañaban si con sus juegos o con su paso de puntillas por aquel cuarto alteraba la concentración de la poeta. Los gritos venían de la boca de Bryher, amante lesbiana de su madre y también escritora, quien además llegó a adoptar a la niña cuando solo era un bebé. Pero madre no había más que una para Perdita, y esa no podía ser otra que la que la llevó en su vientre, Hilda Doolittle, una mujer a la que recordaba imponente, con aires de bruja y solitaria, salvo cuando la iban a visitar otros poetas. Por esa circunstancia el universo de Perdita era de adultos: “Nunca me asocié con otros niños, otras familias, otras madres”, reconoce en el epílogo de la novela Helydus, “de modo que para mí la madre de todo el mundo era poeta”. Y junto a su madre, aquel pequeño séquito de soñadores, de traductores del griego o de poliamorosos incomprendidos por esa misma sociedad que procuraban desmontar a través de sus obras.

Voluptuosa e intensa

Helydus, escrita en 1928 y publicada en español con el nombre de El espejo y el brazalete (Seix Barral, 1994), no es la única obra de H.D. que Perdita Schaffer editaría, prologaría y haría publicar años después de la muerte de su madre. En diferentes artículos y biografías sobre la imaginista, se rumorea que a Doolittle le fascinaba escribir pero le “dolía” el proceso de publicación, y es por eso que el trabajo de su heredera y de sus adeptos fue esencial para la recuperación de su memoria y de su enorme producción literaria. En el prólogo de la autobiografía The Gift (New Directions, 1982), Perdita vuelve a presentar a su madre como un ser arisco pero generoso, entregada a los demás con toda su piel, pero solo cuando estos le demostraran fidelidad y respeto intelectual. Ejemplo de lo contrario sería el caso del novelista John Cournos, con quien se carteó intensa y amorosamente durante años, hasta que descubrió que él utilizaba su intercambio epistolar para caricaturizarla socarronamente en la novela Miranda Masters (1926) .

Es cierto que Hilda Doolittle era intensa. De una intensidad parodiable. De una voluptuosidad muy mística y muy acalorada. Es cierto también que por ello contó con detractores como Cournos durante toda su vida: los que se reían de su alocada pasión por Safo; los que no entendían su amistad con Ezra Pound incluso cuando su examante empezó a coquetear con el fascismo; los que subestimaban su gusto por la astrología, la magia o los espíritus; los que juzgaban su promiscuidad –esa que ella misma llamó “prostitución espiritual”– y su bisexualidad –que nunca quiso ocultar–; o incluso los que se mofaban de su predisposición al silencio. Sin embargo, como relata Perdita en la misma introducción de The Gift, el furor que despertaba su madre entre sus discípulos era todavía más inmenso. Cada 10 de septiembre, sin ir más lejos, durante el aniversario del nacimiento de H.D., admiradores de la escritora siguen citándose en Belén, Pensilvania, para leer poemas junto a su tumba en el cementerio de Nisky Hill y para dejar conchas marinas sobre su lápida. Allí mismo, desde 1961, un epitafio custodia sus restos bajo los versos de este poema: “Podrás decir, / flor griega; el éxtasis griego / reclama por siempre / a una que murió / siguiendo la métrica perdida / de la canción intrincada”.

Bendita sea Safo

Flores y conchas. Olas y clámides. Motivos helenísticos y revisiones de la herencia erótica de Safo. Quien haya leído las pocas palabras de H.D. que hoy pueden comprarse en librerías españolas, encontrará en esos tópicos la cara más visible de la poeta. Para buena parte de sus lectores en nuestro idioma, las únicas obras reconocibles de Doolittle son Jardín junto al mar (Igitur, 2013) y también Trilogía (Lumen, 2008), donde la presencia arrolladora de la tradición griega, de la recreación floral y de la mitología pueden resultar abrumadoras si se carece de referencias. Muchas veces se ha omitido a H.D. por eso mismo: por parecer demasiado “hermética”, cuando en realidad la base de su poesía son sentimientos muy concretos –el deseo– o reivindicaciones muy actuales –la del empoderamiento y visibilización de la mujer a lo largo de la Historia–.

En un artículo de Anthony Madrid publicado en The Paris Review, el crítico resalta cómo la base de lectores actuales de H.D. en su propia lengua también es leve, y está conformada en su mayoría por “raritos” que acceden a su literatura por lo cool que les resulta encontrar sus poemarios en librerías de segunda mano o en bibliotecas secretas. Madrid cree que el fanatismo por Doolittle tiene algo de sectario, algo de nostálgico. No en vano su obra nos transporta siempre atrás y más atrás en el tiempo: Harold Bloom la tacharía de prerrafaelita desubicada, y el grupo de escritores del que formó parte –el de Ezra Pound, James Joyce, Richard Aldington, Wallace Stevens…–, los llamados “imaginistas”, nació por la reivindicación de Grecia y por considerarse todos ellos descendientes de una Safo que a principios de 1900 estaba volviendo a traducirse en todo el mundo.

“Bendita sea Safo, que te ha mostrado el camino hacia la Verdad”, le dijo Dorothy Shakespear a su esposo Ezra Pound en una carta. Pero mientras que a los poetas macho de esa generación se les asumía “cultísimos” y “eruditos” por su conocimiento de lo clásico, a Hilda Doolittle y otras tantas escritoras de su mismo tiempo se les encasillaba en la figura de “la nueva Safo” reduciéndolas prácticamente a una anécdota. Así, H.D. sería para algunos “la mejor poeta desde Safo”, Edna St Vincent Millay “la Safo neoyorkina”, y en los círculos de París, a Renée Vivien se le reconocería como “la Safo 1900”, a Natalie C. Barney como “la Safo de Ohio” y a Mina Loy como “la Safo surrealista”.

Contra el amor romántico: hildulismo

Como advierte Madrid en The Paris Review, por mucho que H.D. se inspirara en la visión del Eros de Safo, su poesía carece del elemento sexual que podría esperarse de ella. No hay palabras “malsonantes” en su universo. No muestra las partes pudorosas del cuerpo, y aunque en su obra el deseo, la pasión, la bisexualidad y las relaciones abiertas están más que presentes, lo cierto es que H.D. las retrató con una elegancia enternecedora. En sus reinterpretaciones de la figura de la mujer en la mitología –Helena de Egipto (Igitur 2013), Definición Hermética (Libros Magenta, 2015)–, Doolittle libera a Helena de Paris, y en vez de llevársela raptada, como Homero, a una Troya en guerra, la coloca en Egipto, muy independiente, muy cálida, y junto a un nuevo amante. Igualmente, H.D. prefiere inventarse otra vida para Penélope, quien en vez de esperar casta y solitaria a Ulises durante dos décadas, es libre de enamorarse de otros hombres y de reinar ella sola la isla que la masculinidad hegemónica nunca le permitió hacer suya.

Para Hilda Doolittle, la igualdad de la mujer dependerá, entre otra cosas, de la libertad de esta para amar a quien desee. Poliamorosa ella misma, por su vida pasaron hombres y mujeres como Frances Gregg –con la que viajó por primera vez a Grecia–, Ezra Pound –a quien conoció en una fiesta de Halloween a los 19, y quien un poco más tarde le regalaría el hermosísimo Libro de Hilda–, Richard Aldington –su único esposo durante una década–, Cecil Gray –de cuya relación nació Perdita Schaffner, tras otro de sus idilios con D.H. Lawrence–, Bryher –amante y confidente hasta el final de sus días, y parte del menage à trois que formaron junto con Kenneth Macpherson–, y otro largo etcétera de artistas, cineastas y amores anónimos.

“Supongo que podrías decir que soy una prostituta espiritual”, escribió H.D. en Píntalo hoy (Huerga y Fierro, 2002), “pero no lo creo, no, no lo creo, porque ahora solo tengo un amante, y él es un gran poeta”. Esta idea del amor plural que rodea a Hilda Doolittle ha sido analizada recientemente tanto en el ensayo La formación de la autobiografía queer, de Georgia Johnston, como en el último cómic de la dibujante feminista Liv Strömquist, La rosa más roja florece, aún inédito en España. Strömquist recupera este célebre verso de H.D. para homenajear a la que ella considera representante de un modo de estar en el mundo que se enfrenta a esa violencia, a esa envidia y a esos celos que tan a menudo carcomen nuestra manera de amar.

Contra las desgracias del amor romántico, si se nos permite, en el hildulismo más intenso podríamos encontrar muchas respuestas. Como cuando la madre poeta de Perdita Schaffner se sintió por primera vez celosa y contrariada, y en lugar de desmoronarse escribió estos versos sobre lo que significa ver a un amante marcharse con otra persona, y que pertenecen al más voluptuoso y emotivo de todos sus poemas: “Ah, el amor es amargo y dulce, pero qué es más dulce, / lo amargo o lo dulce, / nadie lo ha dicho. / El amor es amargo / ¿pero puede la sal estropear las flores del mar, el dolor, la alegría? / ¿Es amargo devolverle / amor a tu amante si lo desea para un nuevo favorito, quién puede decir, / o acaso es dulce? /¿Es dulce poseer completamente o es amargo, / amargo como la ceniza?”.

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