Por qué ya nadie quiere ser Madonna
25 años después del lanzamiento de ‘Sex’ las tornas han cambiado: el pop en 2017 aboga por la contención y lo políticamente correcto.
El 21 de octubre de 1992 fue una fecha que marcó un antes y un después en la historia del pop. Aquel día aparecía en las librerías de todo el mundo Sex, el polémico libro con fotografías de Steven Meisel en el que Madonna (bajo el alter ego de Mistress Dita, en homenaje a la actriz alemana Dita Parlo), además de hacernos partícipes de muchas de sus fantasías entre sábanas, se mostraba sin rubor desnuda y enarbolando esa más que necesaria bandera en la época de la libertad sexual femenina.
Como nunca antes había ocurrido con una superestrella de su estirpe, la diva en uno de sus mayores picos de popularidad (hay que recordar que venía del icónico Blond Ambition Tour, el cual ya le trajo algún que otro quebradero de cabeza por simular una falsa masturbación en escena mientras interpretaba Like a Virgin) se prestó a vestirse de cuero como una dominatrix y a dejarse retratar por la cámara entre ficticias orgías y otros tantos fetichismos coincidiendo, además, con la publicación simultanea de su álbum Erotica.
Desde un buen principio ella era consciente del riesgo que cometía al querer romper con un sinfín de prejuicios sexuales, pero se le escapó un detalle: la posibilidad de que su público se polarizara al creer que había ido demasiado lejos. Tristemente, así fue. Por mucho que ahora sus fans más acérrimos consideren tanto a Sex como a Erotica dos obras de culto, en 1992 Madonna no pudo escapar de la censura (su mayor aliada, la MTV, le jugó una mala pasada), las críticas feroces de los sectores sociales más conservadores y ese grueso de seguidores que quedaron decepcionados por la nueva imagen que la artista defendía ante el mundo.
Visto en perspectiva, quien ahora ojee uno de los ejemplares de Sex no se escandalizará para nada porque se dará cuenta de que más que de pornografía estaríamos hablando de porno muy blando. Pero pese a la arriesgada estratagema mercadotécnica, a la que hay que sumar el estreno del thriller erótico El Cuerpo del Delito en 1993, todo le pasó mucha factura a la Reina del Pop. Tanto es así que se pasó al r&b inofensivo en su siguiente disco, Bedtime Stories, y se vio casi obligada a meterse en la piel de Evita Perón en el musical de Alan Parker para limpiar su imagen de cara a la galería antes de reinventarse como madre y musa de la modernidad en 1998 con su aclamado Ray of Light.
Toda la repudia que Madonna sufrió en sus carnes entre 1992 y su estreno en la maternidad, sin duda, allanó el terreno para que otras tantas artistas pop pudieran explotar su imagen hipersexualizada sin recibir ni una décima parte de las críticas que ella tuvo que escuchar. La nueva generación de princesitas que vino justo después, desde Britney Spears pasando por Christina Aguilera, no tuvieron reparo alguno en mostrarse al mundo como unas mujeres de armas tomar que se aprovechaban de su poderoso sex appeal para triunfar en una industria aún misógina. Y así ha continuado la historia hasta ahora.
Y decimos lo de hasta ahora porque 2017, a no ser que haya una sorpresa de última hora por parte de Taylor Swift, ha sido el año de la contención y lo políticamente correcto en el imperio del pop. Sin ir más lejos, Miley Cyrus, tras matar a Hannah Montana y adscribirse al sexo como generador de titulares en 2013 en la era Bangerz, este mes ha publicado un nuevo álbum titulado Younger Now en el que se abraza al country apto para todos los públicos. A diferencia de Madonna, Miley sí que ha renegado públicamente ya de todo lo que hizo hace apenas cuatro temporadas. “Todo eso se convirtió en algo que se esperaba de mí: ya no quería ir a las sesiones de fotos y ser la chica que muestra la lengua todo el rato y se saca las tetas. Al principio era un poco como decir ‘que os jodan, las chicas deberían tener esta libertad, o lo que sea’, pero sí llegó un punto en el que me sentí sexualizada”, comentó la joven a Harper’s Bazzar el pasado mes de julio, dejando claro que había perdido más que ganado al dar un giro tan sexual a su carrera.
Lo mismo ha ocurrido también con otras dos estrellas: Lady Gaga y Kesha. La primera, tras años dedicados en cuerpo y alma a la extravagancia, ha reculado como nunca en Joanne al alejarse de las pistas de baile y mutar en una artista mucho más seria que no requiere de polémicas para seguir en el foco de atención. Agarrándose también a la coartada country en lo que a estética se refiere tras su disco de jazz con Tony Bennett, Gaga huye de esa imagen de la que, precisamente, sacó partido para conquistar a los amantes del pop. Y lo mismo ha ocurrido con Kesha, quien a pesar de no haberse valido jamás explícitamente de su sexualidad para vender discos ha aprovechado su reciente Rainbow para enseñar a sus seguidores una cara mucho más mundana y menos alocada de sí misma, sobre todo, como consecuencia de las disputas legales que ha tenido con su antiguo productor Dr. Luke, al que demandó por presunto acoso sexual y agresión.
El sexo ya no vende. O, al menos, esa es la tendencia con la que este año nos estamos dando de bruces un cuarto de siglo después de que Madonna abriera las puertas de par en par a la sexualidad mercadotécnicamente musicada. En estos días en el que el twerk ha alzado el trasero como objeto de deseo y una nueva generación de artistas trap no tiene reparo alguno en hablar abiertamente sobre relaciones sexuales, el pop ahora peca de conservador y se avergüenza de esa actitud juguetonamente erótico-festiva que en tantas ocasiones explotó. Ya nadie quiere ser Madonna en una industria que pide la misma valentía que en los noventa, quizás, porque probablemente no resulta tan rentable y el precio a pagar es mucho más alto del que se cree.
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