Herta Müller: «La belleza protege, es lo contrario de la tortura»
La última premio Nobel de las letras alemanas no es amiga de las entrevistas, pero acepta tomar un café para recordar los estragos que hizo (también en ella) la dictadura rumana.
Müller, a lo largo de hora y media de conversación, menciona en varias ocasiones su admiración por Jorge Semprún. Al final del encuentro le preguntamos si llegó a conocer al escritor y político español fallecido hace ya seis años. Recuerda entonces una serie de citas frustradas. En los años 90 coincidió con el autor de La escritura o la vida en unas jornadas literarias en Francia: cada día ella iba decidida a hablar con ese hombre tan interesante siempre rodeado de mujeres. Pero nunca se atrevió. Años más tarde, en Madrid iban a participar en un acto conjunto. Pero él no pudo asistir. Poco después ingresaría en un hospital. Nunca se recuperó. «Eso demuestra que hay que hacer las cosas en el momento. Si no, te puedes arrepentir», afirma Herta Müller a modo de despedida.
Esa idea de no malgastar la existencia recorre Mi patria era una semilla de manzana, el libro en el que la última premio Nobel de las letras alemanas repasa su vida a través de una conversación con la editora Angelika Klammer. Müller, nacida en 1953 en Rumanía en una familia de habla alemana, rememora una vez más los horrores de la dictadura de Nicolae Ceausescu; pero en esta ocasión no se escuda en la ficción. En esta obra, traducida al español por Isabel García Adánez, muestra sin tapujos las heridas de la memoria. El libro se presenta como una charla fluida, pero detrás hay un largo proceso de creación. La autora tuvo que reescribir el manuscrito original en busca de un lenguaje poético que se perdía en la transcripción de lo hablado. De figura escueta y vestida de negro con los labios pintados de un rojo intenso, Müller nos cita en la Casa de la Literatura, un elegante centro cultural del Berlín occidental del que es asidua, como demuestra la cercanía con la que es recibida.
¿Qué le ha llevado a dejar de lado la ficción?
Una obra así te obliga a hacerte preguntas interesantes, como la relación entre literatura y biografía o qué parte de una obra de ficción es real. Pero nunca me las habría hecho si no hubiera estado obligada. No me resulta nada agradable hablar de mi vida. Viví cosas horrorosas.
¿No ayuda a curarlas el escribir sobre ellas?
No. Los recuerdos siguen doliendo. No curan las heridas de una vida. Sabemos de personas destrozadas por la memoria. Conocemos historias extremas de la guerra o de campos de concentración en las que los protagonistas se vinieron abajo más tarde, una vez superadas esas experiencias. Los tumultos vuelven y te destrozan. Yo no querría ir a un psiquiatra a hablar de mi vida. No confiaría en ellos porque les mueve algo distinto a mí. Pero sí confío en alguien como Angelika Klammer, que se interesa por la literatura y que no tenía la intención de curarme.
Al leer su libro, parece que la literatura le salvó la vida.
Me abrió los ojos al mundo. Cuando empecé a leer en el instituto, tenía la impresión de que el autor, da igual que fuera sudamericano o australiano, me hablaba a mí directamente. Años más tarde, cuando en la fábrica donde trabajaba me acosaban por no colaborar con la dictadura, cuando me expulsaron del despacho y tenía que trabajar en las escaleras, entonces empecé a escribir mi primer libro. No quería hacer literatura, quería saber cómo iba a sobrevivir. Era una forma de no perder la razón, que era mi mayor miedo. Pensaba que bajo ningún concepto podía volverme loca, porque entonces ellos habrían ganado. No era tan raro. Vi a amigos a los que les pasó.
La novela Mi patria era una semilla de manzana contiene pasajes muy estremecedores. Como aquellos días en los que Herta Müller tenía que contenerse para no gritar en el autobús al resto de pasajeros y preguntarles cómo podían aguantar aquel régimen brutal. O el suicidio de su amigo Roland Kirsch, que dejó escrita una nota de despedida que decía «A veces tengo que morderme un dedo para sentir que todavía existo». Usted describe la fealdad como el elemento unificador del comunismo. Y destaca la importancia en su vida de la belleza. Cuenta cómo en su infancia envidiaba las plantas, siempre bonitas y siempre en el lugar adecuado. Nunca desubicadas, como se sentía usted de niña.
La belleza protege. Es lo contrario de la tortura, de la humillación. La belleza se preocupa por mí personalmente. Solo hay que buscarla y entonces todo tiene sentido. Y está en todo, no solo en el idioma. También en la ropa, en un edificio, en una planta…
En la dictadura todo le parecía feo. ¿Y ahora?
Hay muchas cosas feas en los países democráticos. Ya nadie se preocupa de hacer objetos bellos [Señala el pomo de la puerta de la sala donde estamos, profusamente decorado]. Fíjese qué bonito. Hoy nadie lo haría así. ¿Por qué? Y la ropa. Piense en esos horribles pantalones rotos. En el mundo existe la pobreza, y los diseñadores de moda se dedican a estilizarla. Es perverso. O los tatuajes. O esos edificios horrorosos de la Potsdamer Platz. Y las guerras… Hay mucha fealdad en este mundo.
¿Qué fue lo que le llamó más la atención cuando, a finales de los 80, llegó al Berlín occidental?
Todo. El alemán, que para mí en Rumanía era el idioma del ámbito privado. Las luces en las calles me hacían daño. En la dictadura todo era gris. Los carteles con imágenes de tantas personas. Allí solo había fotografías de Ceausescu. Y las manos tan bonitas y limpias de la gente. Me sentaba en el metro solo para mirarlas. Me parecía muy democrático no poder identificar por las manos a quien tenía trabajos físicos o de oficina. En Rumanía todo estaba censurado. El optimismo era sospechoso. Cuando estaba allí no me daba cuenta de cómo nos habían robado la vida. Una vez en Berlín, estaba triste por la gente que se había quedado. La primera vez que fui a un restaurante me puse a llorar al ver las mesas con velas, los menús con tantas cosas. Y de repente me di cuenta de lo que habían hecho con nosotros.
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