Bárbara Palvin: «No necesitamos príncipes azules»
Tejidos irisados, capas, tules o plumas actualizan la estética romántica. Una narrativa de cuento que protagoniza la modelo húngara.
Cuando Barbara Palvin mira a cámara reina el silencio entre el equipo que trabaja en esta sesión, en pleno Montmartre, que se rompe con un coro de ohs en cuanto aparece su primera imagen en la pantalla digital. «Soy increíble, lo sé», dice bromeando la modelo. Aunque tiene solo 25 años, en el plató demuestra tablas, seguridad y autoestima. Lleva media vida campando en portadas, desfiles y campañas. ¿La última? La de Bella, el nuevo perfume de Nina Ricci que se suma a dos clásicos de la maison: Nina y Luna. En ella la húngara, Estella Boersma y Sonia Ben Ammar se transforman en princesas modernas –sin tacones ni carroza–, en un spot dirigido por Eugenio Recuenco.
Se estrenó en el sector con 12 años, posando para catálogos: «Era vertiginoso, fotografiábamos hasta 54 looks en un día. Ahora hago cosas más creativas». Cruzó el punto de inflexión con 16, cuando su edad le permitió dar el salto a primera división debutando en pasarela con Prada, Louis Vuitton y Nina Ricci y convirtiéndose en niña mimada de Karl Lagerfeld. Su rostro se hizo asiduo en prensa tras frecuentar la compañía de Justin Bieber. Coqueteó con el cine en el filme Hércules y hoy no se pierde las alfombras rojas más exclusivas: ni Cannes ni Venecia, donde este año paseó enfundada en vestidos de alta costura.
Aunque sus medidas (81-61-94 centímetros repartidos en una altura de 180 cm, datos de su agencia de modelos) se suponen casi perfectas, en el circuito en el que se mueve ha tenido que escuchar a menudo que excedía el límite. Como cuando posó en bañador para Sports Illustrated y sus redes se desbordaron de comentarios criticando su silueta. Palvin relativiza mientras pide pizza para comer: «Por suerte están volviendo las curvas. Estamos regresando al ideal de belleza de los noventa».
Por los cuerpos rotundos, pero también por el protagonismo que han recuperado las maniquís. Solo que esta vez el hada madrina no se llama Lindbergh ni Avedon, sino Instagram. «La moda interesa más que nunca. Se ha abierto al mundo gracias a las redes sociales, que nos permiten compartir nuestro trabajo». Es un sentimiento que engancha y que a las tops les permite exponer mucho más que un perfil en portada.
«Antes solo veías una foto. Y ya estaba. No era algo con lo que el público se identificase». Hoy es posible conocer sus tareas cotidianas e involucrarse en una industria que, además de vestir, entretiene. Así, en su timeline comparte rutinas deportivas (se prepara para desfilar de nuevo para Victoria’s Secret), viajes o selfies con Lily Aldridge, Natalia Vodianova o Stella Maxwell. Rozando los 10 millones de followers, entre Twitter e Instagram, sabe exprimir al máximo las posibilidades del medio, que maneja con soltura.
«En la actualidad, cualquier marca mira tu número de seguidores antes de firmar contigo». No oculta que tanta exposición inmediata implica responsabilidad. «Hay presión: yo pienso mucho lo que comparto. Puedes ofender a cualquiera, así que, antes de postear, compruebo con varias personas que todo está bien». La diferencia es que hoy una crítica puede desencadenar la sororidad. «No necesitamos príncipes azules que vengan a salvarnos si nos apoyamos entre nosotras. Es algo que siempre hemos sabido, pero antes no teníamos una plataforma en la que gritarlo» .
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